Lea era una enamoradiza empedernida… o al menos es lo que ella creía. Vivía de amor en amor, siempre con una intensidad correspondida. Y aunque en su entorno la juzgaban, ella sufría en silencio, soportando que cualquier descarado opine que “si estaba sola, era porque en el fondo era lo que ella quería”; la “culpa” era de Lea por su poca paciencia, como si el mundo se dividiera entre “los emparejados pacientes” y “los solteros intolerantes”. Lea sentía bronca; nadie sabía por lo que ella realmente pasaba. Nadie.
La protagonista de esta historia nació en Buenos Aires el 14 de febrero de 1975: “Tal vez el haber llegado al mundo en una fecha tan vinculada al amor –se refiere a San Valentín, el día de los enamorados–, me condicionó para siempre”, aventura sacando predicciones de su propia suerte. Lo cierto es que a sus casi 50 años su inmadurez seguía siendo tan atractiva como insostenible. “Mi mejor amiga me decía: ‘Cuando los tipos te conocen sos Pampita, todos se quieren casar con vos al otro día. Y un día te convertís en la hermana de Cenicienta, no sé qué hacés…’ Y lo peor es que tenía razón”, dice Lea con una angustia contenida. Porque hoy, con el diario del lunes, puede verlo, se dio cuenta: ella no tenía ni la más pálida idea de lo que elegía. “De hecho, siempre pensé que no sabía elegir pero hoy me doy cuenta que el problema es que yo no elegía. Me elegían y pensaba que eso era amor, hasta que un día entendí…”, asume para relatar lo que le sucedió un domingo de lluvia, cuando encendió la tele y de casualidad se enganchó con una película “viejísima” que todavía no entiende cómo jamás antes la había visto: Novia fugitiva (1999). “De repente vi a Julia Roberts escapando tantas veces del altar, y entendí todo: yo tampoco sabía cómo me gustaba el mate”, expresa haciendo un paralelismo con lo que le pasa a la protagonista de la película pero con los huevos. “No sólo eso, sino que ni siquiera me acordaba en qué momento incorporé el mate en mi vida. ¿Había sido con Luis o con Marcos? Con Diego lo tomaba dulce y con Agustín amargo; Pablo me hizo usar edulcorante y cuando lo conocí a Lucas lo saqué porque decía que el ayuno intermitente no lo permite. Tomé con miel, con coco por alguno que tenía acidez y hasta me pasé al tereré cuando me puse de novia con el paraguayo”, resume su historia análoga entre el mate y sus enamorados. “Lo que quiero decirte es que, igual que Julia, yo no me conocía, sólo me dejaba llevar por la corriente”. Hasta que apareció Román.
Lea no lo vio venir. Román no es como los otros. A pesar de que tiene la misma edad que ella, y que nació en el barrio de al lado, no es un hombre que diga “te amo” a los dos minutos de conocer a alguien ni que crea en la convivencia. “Román es un tipo que te mira como si estuviera viendo algo más, algo que no podés ver ni en un espejo”, dice obnubilada. Es raro, porque nunca le ofreció una relación, pero tampoco la descarta. Lo de Lea con Román no es una historia épica, ni un amor a primera vista, ni un drama de los que la gente comparte en redes sociales para que todos los amigos le den “me gusta” y la llenen de comentarios de aliento. Nada de eso. Es, simplemente, una constante presencia de alguien que la hace pensar sin presionar, alguien que no pide nada a cambio, ni la hace sentir como si hubiera llegado a salvarla.
Al principio, Lea no sabía si eso le gustaba o la aterraba. Porque, con Román, no hay ataduras, lo que a la vez le generaba la inseguridad de si estaba o no de novia. Todo con él era diferente y la novedad, aunque por momentos con angustia, la enganchaba. Había tardes en la librería del barrio, paseos por parques tranquilos, y hasta alguna que otra charla sobre cómo la mayoría de los matrimonios de sus conocidos son una farsa. Román era el tipo de persona que no intentaba ser algo que no era, y eso, para Lea, era casi una herejía. Ella estaba acostumbrada a los enamoramientos breves e intensos, a las “relaciones yogur”, como a Lea le gustaba llamarlas por su fecha de caducidad, a las promesas que nunca se cumplían, pero con Román todo era un enigma. “El mismo suspenso que me torturaba, a la vez, me mantenía atraída”, se sincera. Como si el misterio estuviera en el aire y nadie se atreviera a decir lo que pensaba o lo que sentía realmente.
“Che, ¿te pasa que a veces sentís que no sabés nada de vos misma?”, le preguntó él, un día sentados en el pasto del Vial Costero de Vicente López mientras miraban el horizonte, rodeados de árboles y un espacio abierto. Se respiraba una sensación de intimidad entre ellos, como si el mundo a su alrededor no existiera. El sol estaba a punto de ponerse, pintando el cielo como si fuera el cuadro más hermoso. Lea lo miró desconcertada. No era la primera vez que alguien la cuestionaba sobre su identidad, pero Román lo decía sin la intención de jugar al psicólogo. Y encima ella venía de “despertar” con la visión sobre sí misma que le había dejado la película de Julia Roberts. Él simplemente lo había soltado, como si hablara de Novia Fugitiva. “Claro que sí”, contestó ella, pero lo dijo como si estuviera hablando de otra persona; como si no se tratara de sí misma, sino de alguna mujer que admiraba y que miraba desde afuera, como quien observa un documental sin involucrarse en la historia.
Román la miró sin pestañear. No con ese gesto calculador, de esos que dicen “sé lo que pensás”, sino con una calma extrema, como si en sus ojos se reflejara un paisaje lejano. “A mí me pasa lo mismo, pero ¿sabés qué? Me gustaría saber quién sos sin tener que basarme en lo que otros piensan de vos, ni en lo que tus relaciones anteriores te hicieron creer que sos”, dijo él inclinado hacia adelante, con una mirada profunda, mientras ella lo observa con una mezcla de desconcierto y curiosidad. Lea se quedó en silencio. Esas palabras resonaron en su cabeza de una manera que no sabía cómo procesar. Román no la necesitaba para completar su vida, ni esperaba que ella lo necesitara para la suya. ¿Y eso qué significaba? “Yo estaba acostumbrada a amoldarme al otro para que me quiera, ¿entendés? No tenía ni idea de quién era”, se desnuda como si se confesara ante su mejor amiga. Para alguien como Lea, que siempre se había definido por las historias que contaba con sus ex parejas y por las que otros relataban sobre ella, esa forma de verlo era casi un desafío. “No sabía si sentir admiración o miedo por Román”.
Habían pasado semanas desde que lo conoció, y ella había comenzado a sentirse incómoda. No por lo que él hacía, sino por lo que no hacía. No se trataba de la típica historia de amor como la que ella siempre había imaginado, “como la de sus padres, su hermana o sus amigas”; no había complicidad instantánea, ni la promesa de un “felices para siempre”. No había enamoramiento arrasador, ni días nublados de besos bajo la lluvia. Había, en su lugar, algo mucho más aterrador: la paz. “Yo no estaba acostumbrada a eso”, se sincera. La sensación de que, tal vez, con él no necesitaba perderse, ni cambiar, ni redefinir su identidad a cada rato. Y eso le sacaba el aire.
Ella había jugado tantas veces a lo largo de su vida con el fuego de las relaciones, probando un poco de todo: amor joven, relaciones a distancia, pasiones desbordadas, vínculos difíciles, promesas rotas… Sin embargo, con Román había algo que nunca había sentido antes: no había promesas rotas porque no había promesas. Eso la hacía sentir incómoda, vulnerable. “Creo que una de las cosas que más me mataba era que no tenía algo a futuro para contarle a mi entorno que siempre quería saber: ‘para cuándo los confites; se van a vivir juntos; él quiere tener hijos…”, se cuela en el relato con una desesperación que conmueve. El contraste entre lo que esperaba y lo que, después, sucedía la “aniquilaba”. Porque, si no había promesas, ¿qué quedaba?
Entonces llegó el momento del planteo. “No podía seguir así”, explica su sensación de aquel día. Lea se paró frente al espejo y, concentrada, ensayó todo lo que le iba a decir: “Perdón, no puedo hacerlo. Estuve enganchada y ahora siento una desconexión total. Me da pena, tristeza, realmente me imaginé hacer muchas cosas juntos. Hasta averigüé para irnos a esquiar, quería hacer muchas cosas con vos. Vivir juntos, tener hijos, adoptar perros, lo que quieren todas las personas, lo normal. Y lo mejor de todo es que sentí que vos querías hacer todo conmigo. Pero de repente siento que cada cosa que te digo no es retribuida, como si me cortaras el mambo, tu cara dice ‘Pará, bajá un cambio’”, anunciaba Lea verborrágica frente a su propia imagen, intentando compenetrarse en lo que le diría. En sus ojos había una mezcla de determinación y vulnerabilidad. Mientras la luz suave de la tarde entraba por la ventana, continuó su acting: “La primera vez que salimos me sentí cuidada, sentí que me querías cuidar, que te daba placer hacerlo. Y hoy siento que en lugar de crecer o estar igual, todo disminuyó. Te lo digo con mucha mucha pena. Pero bueno, tal vez creí que te pasaba algo más, algo especial que, definitivamente es lo que deseo en mi vida. Quiero ser la persona más importante en la vida de alguien. Una relación especial, con mucho amor, con ganas de saber del otro, con entusiasmo pero con entusiasmo no disimulado. Me gusta el entusiasmo que se percibe en el aire. Quiero a un hombre gánico”, remató en su versión previa a la charla. Y se quedó contenta con su speech: “Sí, una vez más, tengo el discurso perfecto”.
Pero una tarde de domingo, después de una semana rara en la que Lea sentía como si todo lo que tocaba se desmoronara, justo un día previo a la fecha límite que ella se había puesto “para hacerle el planteíto” que tanto había ensayado frente al espejo, Román la flechó. La llamó para decirle que pasaría por su barrio, que quería verla, y que traería una sorpresa. “Me descolocó”. No era un regalo en el sentido tradicional: no era una joya, ni un ramo de flores, ni una cena en el restaurante de moda. Era más bien una invitación a una experiencia extraña, casi desconcertante.
Cuando llegó, la sorpresa resultó ser una “plantita” de hojas rojas y verdes, un tipo de cactus que ella jamás había visto. “Este es un cactus que no necesita mucho para sobrevivir —le dijo, sonriendo de manera relajada—. A veces, las cosas más fuertes se dan con poco. Lo que le da vida es lo que no se ve, el espacio vacío entre sus espinas”, enseñó él como un monje tibetano. Lea lo miró, primero con desconfianza, después con curiosidad. No entendía del todo el simbolismo del regalo, pero algo en la forma en que lo entregó, con ese tono serio y sencillo, le hizo sentir que lo que él le decía era más profundo de lo que parecía a simple vista. Como si estuviera tratando de decirle algo sobre sí misma sin forzar la interpretación.
“¿Y qué tiene que ver eso conmigo?”, preguntó, casi sin pensar. Su tono fue casual, pero había algo de inquietud en su voz. Román la miró, como si esperara esa pregunta. No le dio una respuesta rápida, sino que se quedó en silencio, buscando las palabras exactas. “A veces creemos que necesitamos llenar todos los espacios. Llenar los vacíos con algo que se vea o se toque, pero en realidad lo que nos da forma es lo que no se ve, lo que se queda adentro, lo que no mostramos. El cactus no necesita que le den agua todo el tiempo, necesita que le dejen respirar, que no la asfixien”.
Lea sintió una mezcla de incomodidad y revelación. Ese tipo de conversaciones no eran las que tenía con sus ex novios, que en su mayoría no habían pasado de lo superficial, de la idealización del amor perfecto y la constante búsqueda de cumplir expectativas ajenas. Pero con Román no había lugar para eso. No era que no le importara, o que no sintiera algo, sino que lo que él ofrecía era un lugar diferente, uno donde los roles tradicionales del amor y el deseo no importaban tanto.
A medida que pasaban los días, Lea comenzó a entender que lo que sentía por Román no era como lo que había experimentado antes. No se trataba de una relación por descarte, ni de una historia que podía predecir. Era más bien una sensación de conexión, de estar en un espacio compartido donde ambos se miraban sin miedo a lo que pasaría después, sin esperar que el otro encajara en un molde predefinido. No había promesas de para siempre, ni expectativas de futuro. Sólo había presente. Y eso, para Lea, era más aterrador que cualquier otra cosa que hubiera experimentado antes.
Román nunca le pidió nada. Y quizás eso fue lo que más la dejó pensando… y al mismo tiempo la enamoró. Porque, ¿cómo podía alguien que no pedía nada, ofrecer tanto? ¿Y qué significaba eso para ella, que siempre había estado acostumbrada a que el amor fuera algo que se daba y se tomaba, una especie de intercambio constante? “Él me enseñó a amar. Todo lo que tuve antes, que fue lindo sí, con Román entendí que no era amor”, dice mirando al cielo como si su novio fuera un ángel celestial.
Justo en esa ausencia de necesidad es donde Lea empezó a ver algo que no había visto antes en sus relaciones: la libertad. La libertad de ser quien es, sin la obligación de transformarse o de cumplir con las expectativas del otro. Y, tal vez, por primera vez en su vida, empezó a entender que el amor no se trata de lo que uno puede obtener, sino de lo que uno puede compartir.
Pasaron cinco años y Román aún no le dijo “sos la mujer de mi vida” ni le prometió que estarían juntos para siempre. Pero, en su presencia, Lea finalmente entendió que lo importante no es lo que se dice, sino lo que se siente. Y, aunque la incertidumbre sigue siendo un tema recurrente, algo en ella cambió: la verdadera cuestión ya no es el amor que los otros pueden darle, sino el que ella misma es capaz de brindarse a sí misma.
“Lo que me pasa con Román es rarísimo porque aunque no entienda bien para dónde vamos, ya no siento la necesidad de escaparme”, dice con una calma que abraza. Por primera vez en mucho tiempo, Lea puede quedarse quieta. Ama y se siente amada.