NUEVA YORK.- La destrucción de la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (Usaid). La amenaza de convertir a Canadá en el 51° estado norteamericano. Humillar a Ucrania. ¿Qué está pasando con la política exterior de Estados Unidos? Algunos creen que es impulsada por la avaricia personal del presidente Trump o por su gustito por los dictadores. Ambas ideas pueden sonar ciertas, pero solo cuentan una parte de la historia. Lo que más le importa a Trump no es la riqueza o la ideología de un país, sino su poderío. Él cree en someter al débil y ser deferente con el fuerte. Es una estrategia vieja como la humanidad: se llama realismo.

No me malinterpreten. La mayoría de las cosas que hace Trump son chapucerías miopes y crueles, tanto a nivel internacional como a nivel interno. Pero en su gobierno también detecto la comprensión de que el orden liberal internacional solo fue posible gracias al poderío militar de Estados Unidos y que los norteamericanos ya no están dispuestos a seguir pagando esa factura. Eso es realismo ­­­­­–burdo y carente de estrategia, un “realismo neandertal”, como lo definió alguna vez el politólogo Stephen Walt–, pero realismo al fin.

Y los realistas ven el mundo como un lugar anárquico y despiadado. Para ellos, la seguridad no se consigue difundiendo los valores democráticos ni generando un marco legal internacional que debe ser cumplido, sino siendo el más fuerte de la cuadra, y evitando peleas con los otros fortachones. Trump quiere evitar una guerra con Rusia. Y eso implica endurecer el corazón ante las desgracias de Ucrania.

La historia del origen del realismo se remonta a la Guerra del Peloponeso, cuando la superpotencia de aquella época, Atenas, sitió la isla de Melos y anunció que si sus habitantes no le juraban lealtad, los hombres serían masacrados, las mujeres y los niños esclavizados, y la isla sería colonizada.

Los melios protestaron diciendo que Atenas no tenían ningún derecho, pero a los atenienses no los importó. Las ideas nobles duran tanto como el ejército que las respalda. Los atenienses entonces respondieron con la famosa frase citada en la obra de Tucídides: “Los fuertes hacen lo que pueden, y los débiles sufren lo que deben.”

Para ser honesta, yo probablemente me habría hincado para seguir viva, resistiendo en secreto. Pero los líderes de Melos eran más valientes. Eligieron luchar. ¿Resultado? Sus hombres fueron masacrados, sus mujeres y niños esclavizados, y la isla fue colonizada. ¿Fueron héroes o fueron unos tontos? Si usted los considera héroes, entonces es un liberal internacionalista que cree que la paz y la seguridad depende de gobiernos justos que se ciñan a normas racionales e ilustradas. Si usted piensa que fueron unos tontos, entonces es un realista.

La semana pasada en la Casa Blanca, Trump interpretó el papel de los atenienses. Cuando le dijo al ucraniano Zelensky: “En este momento usted no tiene las cartas necesarias”, le estaba hablando de la posición estratégica de su país, no de nobles ideales o valores compartidos. En parte, este gobierno es tan desconcertando porque durante décadas la política exterior de Estados Unidos se rigió por lo opuesto al realismo. Las peleas cruciales en Washington, especialmente en las últimas décadas, eran entre los neoconservadores que querían difundir la democracia a través de la guerra y los liberales que querían difundir la democracia a través del poder blando, como Usaid, para dar impulso a la sociedad civil de otros países.

Trump y Zelensky en el Salón Oval

Los pensadores realistas han sido relegados durante años a las casas de altos estudios o directamente han sido ignorados. Hans Morgenthau, un importante politólogo del siglo XX y uno de los realistas más famosos de su generación, le aconsejó al gobierno de Lyndon Johnson que no extendiera la guerra de Vietnam, y en 1965 lo echaron. Y en 1997, desde las páginas de este mismo diario, George Kennan dio argumentos en contra de la expansión de la OTAN, prediciendo que inflamaría el militarismo de Rusia y socavaría su democracia. Nadie lo escuchó. Brent Scowcroft le advirtió al presidente George W. Bush que invadir Irak sería un grave error. Desde que abrió la boca, fue tratado como un extraño.

George W. Bush durante una visita a las tropas en Irak

En los últimos años, sin embargo, el realismo en Washington va en ascenso. Aparecieron centros de políticas realistas, como el Instituto Quincy para la Gobernanza Responsable, Prioridades de Defensa, o el Centro para el Análisis de la Gran Estrategia de Estados Unidos de la Corporación RAND. La etiqueta de “realista” se está usando para describir a numerosos funcionarios del nuevo gobierno, como el vicepresidente J. D. Vance, el secretario de Estado, Marco Rubio, y la directora de inteligencia nacional, Tulsi Gabbard. Uno de los pensadores realistas más importantes de esta era, Elbridge Colby, es el candidato de Trump para ocupar la Subsecretaría de Defensa de Políticas Públicas.

“Estamos entrando en una nueva era de realismo norteamericano”, declaró recientemente en Fox News el senador Eric Schmitt, republicano por Missouri.

JD Vance y Marco Rubio, referentes de este

¿Qué provocó este giro? En parte, es la inseguridad, el motivo de siempre de todos los prepotentes. Cuando Estados Unidos era la superpotencia mundial sin rival, los norteamericanos podían permitirse el lujo de usar su poderío militar para promover la democracia, ignorando olímpicamente el interés de China por Taiwán o el interés de Rusia por Ucrania. Hoy Rusia y China tienen misiles hipersónicos que el ejército de Estados Unidos todavía no sabe cómo contrarrestar del todo. China ya tiene la capacidad de derribar satélites norteamericanos en el espacio, lo que destruiría los sistemas GPS de los que dependen nuestro ejército y nuestra economía, y se cree que Rusia también está probando ese tipo de armas.

Los norteamericanos no están preparados para una guerra con China. De hecho, gran parte de la capacidad industrial necesaria para librar una guerra con China hoy se encuentra precisamente en China, gracias a la ingenuidad de los internacionalistas liberales que decidieron convertirla en la fábrica del mundo. Aun así, si Estados Unidos y sus aliados se mantienen juntos, son más fuertes que el equipo Rusia-China. Pero muchos norteamericanos ya no quieren luchar con nuestros aliados por ideales nobles en el extranjero, sobre todo después de las desastrosas guerras en Irak y Afganistán.

Ahora la pregunta es qué tipo de realismo adoptará Trump. Los realistas ofensivos, como John Mearsheimer, creen que la guerra con China es una posibilidad muy real y mortalmente seria, y que todo lo demás es una distracción. Los realistas defensivos sostienen que las grandes potencias deberían evitar hacer cosas que impulsen a los estados más débiles a amasar su propia fuerza. Ahí es donde Trump se distancia de muchos realistas: ningún verdadero realista amenazaría con anexar Canadá, Gaza y Groenlandia, me dijo Stephen Walt.

Aunque Trump adopta algunos elementos del realismo –ceder ante los fuertes y sacrificar a los débiles–, sus guerras arancelarias y sus amenazas contra pacíficos vecinos podrían terminar costando tan caras como el aventurerismo militar del orden liberal anterior. Rajan Menon, profesor emérito del City College de Nueva York, dice que quienes esperan que el gobierno de Trump “siga el manual del realismo”, mostrando moderación, “van a quedar muy decepcionados”.

En la reunión en la Casa Blanca, Zelensky se ocupó de recordarle a Trump que cualquier día de estos la guerra también podía tocarles a los norteamericanos. “Ahora no lo sienten, pero lo sentirán en el futuro”, dijo Zelensky.

Trump se ofendió y le retrucó: “Eso no lo podés saber. No vengas a decirnos lo que nos va a pasar”.

Para Trump, Estados Unidos es una superpotencia a la que Rusia no se atrevería a atacar, y Ucrania es un peón que se puede sacrificar. El problema es que a todas las superpotencias les pasa lo mismo: tarde o temprano entran en decadencia. Y no las salva ni el realismo neandertal. Después de que los atenienses saquearon la isla de Melos, la noticia de su brutalidad se difundió por todo el Peloponeso. Sus aliados se volvieron contra ella. Atenas perdió la guerra. Resulta ser que los altos ideales, al fin y al cabo, sí importan.

Por Farah Stackelton

Traducción de Jaime Arrambide