El fotógrafo y periodista Daniel Merle lo señaló atinadamente en las redes: “Una nueva modalidad en la recién inaugurada muestra El museo secreto en el Bellas Artes. Casi 300 obras de las colecciones del acervo con un detalle: no hay cartelas (cédulas, epígrafes, como quieran llamarlas, ¡tan útiles ellas!), si no simpáticos códigos QR en cada obra, o grupos de obras. Es sencillo: uno hace la cola (de los escaneadores), escanea, y se abre un PDF (que se te carga en el celu) donde después de ampliar la imagen se puede leer el epígrafe. Apto para todo público, o mejor dicho: todo público que tenga un celular actualizado que lea código QR. Así que al final, vamos al museo, a seguir mirando el teléfono”.
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La muestra es excepcional por la cantidad de piezas y su particular disposición: en una pared de las más chicas se cuentan once obras de piso a techo. Se trata de la primera puesta de la programación anual que saca a la luz en el Pabellón de Exposiciones Temporarias cerca de 300 obras provenientes de las reservas. Obras que llevan décadas a la sombra. “Como es una muestra enorme y está colgada a la manera del Siglo XIX, era difícil ponerle cartelas a cada obra. Se nos ocurrió poner por pared un código QR y que al escanearlo aparezca una ficha con todos los cuadros. Pero hay gente a la que no le resulta esto, y entonces resolvimos imprimir lo mismo que aparece a través del QR, y dejar varios juegos de fichas por pared”, explica Andrés Duprat, director del museo.
“¿Por qué si vengo al templo de las artes debo estar distraída por el teléfono? Esto no es habitual en los museos del mundo que visito asiduamente”, se pregunta una turista polaca-norteamericana, Malgorzata Piszcz-Connelly. En la inauguración, cuando todavía estaban solo los benditos códigos, los presentes disputaban una especie de juego de ingenio: encontrar en la red el nombre de la obra que por algún motivo robó su atención. “Justo un lugar para ir a mirar, a pensar… debería ser un refugio para conservar los espacios sensibles”, le comentaba a Merle una seguidora de Instagram. “Muy poca gente escaneaba y había mucha gente mayor que tal vez ni sabía cómo hacerlo. Espero que no sea una tendencia”, decía otra.
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Los visitantes hoy recorren la sala con las guías plastificadas… y con los celulares. “Me marean un poquito también porque no respetan el orden y hay que buscar el cuadro”, dice Alicia Tabaj con varias fichas en la mano. Otros, deciden pasear la mirada sin preguntarse el nombre del autor, año o procedencia. “Hay gente que se niega a usar el celular en un museo, porque viene acá justamente para dejarlo de lado”, reconoce Duprat. Él mismo se incluiría en este grupo. Para señalar sus obras preferidas, a pedido de LA NACION, regaña entre el teléfono y los lentes de cerca para encontrar las referencias del cuadro indicado en el QR correcto: es trabajoso, y a veces hay que escanear los tres códigos que aparecen juntos hasta dar con el que tiene la pieza buscada.
Desde el área de museología, ayer pegaban las dos únicas cartelas individuales al costado de obras centrales de la exposición: Primeros pasos, de Berni, y La emperatriz Theodora, de Constant. Tienen sus epígrafes en la pared porque son los únicos cuadros que, por su gran tamaño e importancia, ocupan todo el muro.
Después, la vista puede perderse en la profusión y eclecticismo de imágenes, que van del pop de Marta Minujín a Gustave Doré, exquisito ilustrador francés del Siglo XIX. Quizá la clave sea dejarse sorprender y que el ojo vaya donde le guste. Un aterrador Carlos Alonso o un pacífico Oscar Bony, los dos de gran tamaño y hablando de lo mismo. Hay que encontrar bien arriba un raro Cándido Portinari. El Sorolla ya estuvo en sala, lo mismo que el Spilimbergo. Pero hay que buscar un minúsculo cuadro, Trompetero, de Giorgio de Chirico, perdido entre anchos marcos dorados. Paisaje de la Pampa, de Pedro Figari, es fácil de encontrar por su tamaño. Los tres gatos de Foujita están cerca de las cuatro pinturas de Fermín Eguía, a quien se rinde un homenaje. Gran obra de Elda Cerrato, cerca de una escultura de Leonora Carrington. Da gusto quedarse ahí.