GSTAAD.– “¿Chalet o palacio?”. La respuesta que uno otorgue a la pregunta lanzada por el llamado “Gstaad Guy” –personaje de ficción que tiene un millón de seguidores en Instagram, y que parodia las vidas más absurdamente privilegiadas– muestra cuán “insider” se es. Porque lo lógico sería contestar “palacio”, que además en el contexto de este centro invernal de los ricos y famosos hace referencia al hotel “Palace”, el histórico centro del glamour local, donde se quedaban desde J. Scott Fitzgerald hasta Elizabeth Taylor y Richard Burton, y donde hoy lo hacen Madonna y Justin Timberlake.
Sin embargo, nada en el mundo supera aquí al prestigio social que da tener una humilde morada de madera y techo a dos aguas con el ocasional tallado decorativo. Tal como si fuera la casita de Heidi.
“El chalet simboliza a Suiza más que cualquier otro edificio”, explica Hannes Mangold en las páginas de difusión sobre la cultura helvética que publica el Museo Nacional. Pero lo curioso, aclara, es que fueron los visitantes extranjeros los que convirtieron a la sencilla casa de troncos en el ícono que es.
Todo empezó con la industrialización en Alemania e Inglaterra del siglo XIX. Las nuevas clases ociosas viajaban a Suiza y quedaban fascinados con la vida saludable de montaña que contrastaba con aquella cerca de las fábricas que, paradójicamente, les financiaban dichos viajes.
La referencia inicial a Heidi no es banal. A través de las aventuras de su personaje en 1880, Johanna Spyri supo convertir a esa imagen idealizada de Suiza en un best seller adorado por los niños en todo el mundo. En la arquitectura, explica Mangold, “esto mismo encontró su expresión internacionalmente celebrada en el chalet”.
Los cobertizos y graneros rústicos y casas elaboradas con madera local no eran especialmente populares, y la mayor parte de la gente en Suiza no vivía así, pero los viajeros ricos querían traer un souvenir evidente de sus aventuras. Entre los paisajistas de renombre se puso de moda entonces construir una “cabaña suiza” en los grandes jardines de la alta sociedad europea, a modo puramente decorativo.
Este éxito no pasó desapercibido en Suiza. Por un lado, para llegar a las clases medias y monetizarlo a gran escala, sus fábricas empezaron a enviar catálogos ofreciendo por todo el continente chalets prefabricados. Por el otro, en sus propias regiones turísticas más populares se empezaron a multiplicar algo así como réplicas reales. Y eso es lo que hoy se ve en Gstaad posiblemente más que en cualquier otro punto del país. El pueblo tiene leyes draconianas en su arquitectura que dictan hasta el ángulo permitido en los techos a dos aguas. Aunque en el interior haya tiendas de lujo o spas y piletas de natación, arte de vanguardia y decoración minimalista en todos los pisos que se construyen bajo tierra, en el exterior solo se ven chalets relativamente modestos.
De hecho, los chalets considerado lo auténtico que hay que proteger, aunque su origen se deba, según el propio Museo Nacional, a que “los suizos supieron jugar tan bien con los estereotipos”. Nadie –ni siquiera el personaje de “Gstaad Guy” en sus posteos sobre la superioridad del chalet por sobre cualquier tipo de morada– reniega de su mezcla de nostalgia y kitsch.
En Punta del Este, desde los 60 existe el restaurante Bungalow Suizo, muy popular entre los visitantes argentinos para marcar ocasiones especiales comiendo fondue. Es una casita de madera entre torres de vidrio y hormigón sobre la híper transitada avenida Roosevelt. Con días de 40 grados y la transpiración que puede caer sobre el queso, a ésta cronista toda la experiencia siempre le pareció llamativamente impostada. Pero desde que aprendió que hasta los bungalows suizos en el medio de los Alpes más bucólicos tienen su cuota de invento para atraer turismo, un solo pensamiento resultó inescapable: que en cuanto se pueda volverá con un renovado respeto al establecimiento de la Parada 8, camino a Maldonado.