La crítica contemporánea se ha detenido en varias ocasiones a analizar el papel que juegan los museos dentro del fenómeno artístico. Ello ha llevado a abandonar el concepto según el cual “las casas de las musas” eran los únicos escenarios posibles donde generar una adecuada experiencia estética, accesibles solo a élites culturales, alejados de todo aquello que pudiera aproximarse peligrosamente a lo masivo y lo popular y únicos ámbitos susceptibles de construir un canon artístico más allá de discusiones políticas o sociales.

Pero no obstante la redefinición del concepto de museo resultante de ese análisis, son muchas las instituciones de ese tipo que, por razones múltiples, constituyen un paradigma de lo que tradicionalmente se ha entendido como “institución, sin fines de lucro, cuya finalidad consiste en la adquisición, conservación, estudio y exposición al público de objetos de interés cultural”.

Una de ellas es el Louvre en París. Tanto por la magnitud, variedad y calidad de sus colecciones como por el hecho de estar ubicado en una gran capital europea con muchos otros atractivos turísticos y en la que, desde antiguo, florecieron variadas escuelas y corrientes artísticas, ese museo atrae la atención de todo el mundo convirtiéndolo en el más concurrido del planeta. En 2024, recibió a 8,4 millones de visitantes.

La Gioconda tendría un nuevo lugar de exposición en el museo parisino

Es por eso que la noticia recientemente difundida acerca de su estado de colapso y deterioro ha asombrado a la opinión pública. Esa novedad (conocida a través de una carta confidencial de la directora de la institución, Laurence des Cars, a su superior jerárquico, Rachida Dati, ministra de Cultura de Francia, y filtrada a la prensa) llevó a que enseguida Emmanuel Macron, presidente de la República Francesa, anunciara planes de largo alcance para introducir las modificaciones necesarias para que el Louvre vuelva a estar a la altura no solo de las expectativas de sus visitantes, sino de los estándares técnicos, de seguridad y accesibilidad aplicables a instituciones de esa envergadura.

Los planes anunciados incluyen desde la instalación de una nueva puerta de ingreso, en reemplazo de la polémica pirámide de cristal inaugurada en 1989 y criticada por su duro impacto visual sobre la arquitectura general del Palacio del Louvre, hasta el traslado de La Gioconda, la obra de arte más importante –al menos en términos de visitantes– que tiene el museo a un pabellón propio con acceso independiente. Las tareas se llevarán a cabo durante varios años, para concluir en 2031.

El Louvre, a diferencia de nuestros museos nacionales, no es gratuito. No obstante, los ingresos por entradas no alcanzarán para cubrir los costos de las reformas y tareas que, sí o sí, deberán llevarse a cabo no solo para mayor comodidad de los visitantes, sino para preservar adecuadamente el patrimonio que allí se conserva. La cuestión es compleja para una economía que, como la francesa, enfrenta serias dificultades.

Lo dicho lleva a pensar acerca de la importancia que las autoridades francesas han dado a un elemento significativo de su política cultural como es su mayor museo público y a la velocidad de reacción del Poder Ejecutivo de ese país ante el problema planteado. Obviamente, ninguno de nuestros museos puede ser comparado con el Louvre bajo ningún punto de vista (excepto quizás por el de la calidad de las obras expuestas). Pero no se trata de comparar magnitudes, sino decisiones políticas. El gobierno francés ha demostrado ser consciente de la importancia simbólica de su principal reservorio cultural, algo que, al menos por el momento no parece ser relevante en nuestro país. Las razones para ello son muchas, algunas más justificables que otras. Solo el hecho de que haya sido el propio presidente de Francia quien realizó los anuncios da una pauta de la relevancia que ese mandatario otorga a una cuestión cultural.

Cabría también preguntarse qué resultados tendría un examen de nuestros principales museos efectuado bajo pautas similares a las utilizadas en Francia para diagnosticar la situación del Louvre. ¿Cómo andamos por casa?

Buenos Aires no recibe la misma cantidad de visitantes extranjeros que París. Pero habría que preguntarse también si no deberían existir políticas públicas para elevar el porcentaje de esos visitantes que, una vez en nuestra ciudad, visitan sus museos. Este es un planteo reduccionista, obviamente, puesto que la principal función de estos no es la de impresionar turistas sino la de difundir la cultura. Eso solo puede hacerse mediante una política cultural a largo plazo, sólida, consistente, ajena a los vaivenes políticos y económicos, fundada únicamente en criterios técnicos de calidad y solvencia intelectual.

Reflexionar sobre lo ocurrido y lo que ocurrirá con el Louvre puede ser útil al respecto.