El denominador común entre los clientes que entran por primera vez a El Colmo es la sorpresa. A menos de dos meses desde su apertura, muchos comensales todavía llegan buscando el restaurante de “el chef de la tele” y encuentran, en cambio, algo muy distinto: un mostrador con modalidad autoservicio y una cartelera a modo de menú que ofrece, únicamente, ocho variedades de sándwiches. Los desprevenidos, sin embargo, sonríen al ver al mismísimo Ariel Rodríguez Palacios oficiando de anfitrión, dispuesto a contarles la historia del proyecto, a orientarlos en la elección y, demandas de la popularidad, a sacarse una foto con ellos.

Ubicado en pleno Palermo (Costa Rica 5972), El Colmo se levantó sobre las bases de una vieja casa chorizo que alguna vez fue un hostel. “Yo planteé el layout de la producción: todo a la vista, emplazado en un lateral, respetando la circulación de la casa, conservando algunos techos e incluso lo que era la cocina común de los huéspedes y ahora es la panadería, pero remodelando y dándole este aspecto prolijo y moderno”, cuenta Ariel, que además de conducir cada mañana Ariel en su salsa, por Telefe, también es director del IAG (Instituto Argentino de Gastronomía).

El diseño del espacio y de la marca (con colores y formas que remiten a los juegos de naipes, en referencia a Lord Sandwich, un noble impulsor de la marina británica, a quien se le atribuye la invención del bocado con su nombre y de quien se dice que era adepto a las apuestas) estuvo a cargo de su mujer, Valeria. Se la ve, ahora, entre las mesas, atenta a los detalles. Ella no es la única integrante de la familia involucrada en el negocio: sus hijos coordinan el equipo y se complementan en sus funciones.

Todo es al paso, sin mozos ni cristalería

–Mucha exposición, un trabajo diario en la televisión y la dirección de una escuela de gastronomía: ¿por qué embarcarse en un nuevo negocio en este contexto?

–Son muchos años llenos de satisfacciones en el rubro y quizás no era necesario [risas], pero esto surgió como un proyecto familiar. Ver a mi mujer y, especialmente, a mis hijos tan motivados fue lo que me convenció, y así se terminó de formatear la idea. Máximo, que suele tomar los pedidos en el mostrador, es licenciado en gastronomía, está muy metido con la gestión y el manejo del equipo. Y Felipe, además de ser técnico, es un fanático de la cocina, de explorar recetas y de ejecutarlas. Estaba todo dado para cristalizar eso que apareció como un deseo.

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–¿Quién tiró la primera piedra?

–Creo que yo, que venía rondando el concepto “sándwich”. Me interesaban algunos lugares de Estados Unidos y de Europa, cancheros y de mucha calidad, pero al mismo tiempo, yo quería cocinar. Acá, por ejemplo, no trabajamos con fiambres. Podríamos conseguir embutidos de excelencia, pero nuestro lugar como cocineros quedaría relegado a armar una salsa. Y a nosotros nos gusta la cocina, la masa, el fuego, la elaboración.

Primeros pasos

Una vez fijado el objetivo, comenzaron a trabajar, padre e hijos, en cómo estandarizar los procesos, usar la tecnología a su favor y, al mismo tiempo, lograr un producto con toques artesanales. “Llegamos al concepto de los sándwiches colmados. Si no estuvieran entre panes, las propuestas podrían ser platos elaborados. Convertimos algo gourmet en un bocado al paso”.

El fuego se utiliza para derretir el queso

–Hablás siempre en plural, se ve a la familia en el local. ¿Se llevan el trabajo a casa?

–Es inevitable, pero se notó más en la previa. Estuvimos un año probando sándwiches y torturamos al resto de los familiares y a los amigos pidiéndoles opiniones. Reemplazamos el asado tradicional de los fines de semana con las pruebas del gravlax o del falafel. Y debatimos entre nosotros también. Felipe, por ejemplo, me hizo desistir de la idea de la focaccia como pan y elaboró la receta que finalmente triunfó y ahora usamos, con un pan menos tierno que se banca todo el relleno.

–¿Cómo fue armar el resto del equipo? Tu rol es el de líder y suele ser un tema álgido el del personal.

–Es que el equipo se forma, se incentiva. Aquí somos casi 20 personas, todos trabajamos a la vista del público. A mí me gusta que la gente aprenda, insisto en que se siga capacitando y ofreciendo la posibilidad de crecer, si hay perseverancia y ganas. Eso lo hice toda la vida, en el IAG o cuando organizaba eventos. Para mí uno de los placeres más grandes es el de generar una posibilidad de mejora en la gente que me rodea, enseñar cosas que les sean útiles.

–Ahí aflora mucho del docente. ¿Cómo nació esa vocación?

–Nació en mis épocas de estudiante, que fueron posteriores a comenzar con el oficio. Mi viejo era médico, hijo de dos laburantes. El típico descendiente de tanos y gallegos que quería que sus hijos fueran universitarios, pero que también entendía que en cualquier sociedad se necesitan los oficios. Cuando, sin demasiada influencia familiar, me di cuenta de que me gustaba la cocina, me aconsejó: “Hacé alguna prueba trabajando. Si te gusta, vemos dónde podés estudiar”. No había institutos en ese momento. Me contactó con un conocido suyo, gerente de alimentos y bebidas en el hotel Plaza, y en cuanto bajé al subsuelo, donde tenían las cocinas, se me partió la cabeza. No había vuelta atrás. Ahí hice mis primeras armas y, finalmente, me fui a estudiar a Francia. Al día de hoy pienso que es importante foguearse en el trabajo, pero estudiar te da otras perspectivas y nuevas posibilidades. En fin… Allá tenías la chance de asistir a profesores para ganar créditos que te descontaban el pago de la cuota. Yo decía sí a todo: una demostración un domingo a un grupo de japoneses, o un martes tempranísimo antes de mis clases. Me di cuenta de que tenía pasta para explicar y que todo eso que me servía a mí, también lo podía transmitir. Cuando volví, me metí en lo que todavía era un nicho muy pequeño, hasta que se abrió el IAG y se convirtió en mi principal fuente de trabajo y mi gran pasión. Cambiaron mucho las cosas, en ese momento la mayoría de los alumnos eran “grandes”, gente que ya tenía paso por cocinas y llegaba a perfeccionarse. Un recorrido parecido al mío. Hoy las escuelas reciben a gente de todas las edades, los forman desde chicos y eso explica que haya tanto nivel en nuestras cocinas y que encuentres argentinos trabajando en grandes restaurantes alrededor del mundo.

La fachada de El Colmo, sobre la calle Costa Rica

–¿Qué te falta? ¿Hay sueños por cumplir en tu carrera?

–Uf, lo que tiene la gastronomía es que no hay techo. El límite lo pone uno. Este nuevo proyecto me dio 30 nuevas ideas, pero sé que no voy a llegar en esta vida, quedan para la próxima. Hoy puedo decir que para mí ser feliz es un trabajo, una búsqueda, y a mí me hace feliz contagiar la curiosidad, fomentar las ganas de progresar de la gente que trabaja conmigo. Apuesto a mis hijos y en general a las nuevas generaciones, que a diferencia de lo que dicen muchos, no creo que estén perdidas. Ese es mi propósito.

Las claves de El Colmo

◗ Ocho sándwiches: la carta, dispuesta en un letrero luminoso sobre el mostrador, ofrece ocho variedades de sándwiches. Dos de carne de cerdo, uno de roast beef, uno de pollo, uno de gravlax (de trucha o de salmón) y tres opciones veggies (falafel, bocata y fainá).

◗ Aderezos caseros: los aderezos se renuevan cada cuatro horas, ya que las mayonesas y los aliños no tienen conservantes.

◗ Sin fiambres ni frituras: ninguno de los sándwiches se prepara con embutidos y no hay freidora en el lugar. Gran desafío para lograr, por ejemplo, la consistencia en el falafel.

◗ Un postre, ocho versiones: la opción dulce es el tiramisú en sus ocho versiones (desde el clásico hasta el banana split). La elaboración es diaria y limitada.

◗ Autoservicio: no hay mozos ni cristalería. En la caja se realiza el pedido y se retira cuando vibra el llamador.