Mauro Prosperi estaba cerca de cumplir 39 años cuando, en 1994, se inscribió en la maratón des Sables (maratón de las Arenas), realizada en Marruecos y considerada legendaria, pero a la vez una de las más duras del mundo. Con una distancia a recorrer de 250 kilómetros divididos en seis etapas y bajo temperaturas extremas, los atletas que participan cada año (desde su origen en 1986) ponen a prueba su rendimiento físico y buscan vivir una experiencia única. Pero, lo que le pasó a este italiano de ahora 69 años, fue mucho más allá porque encontró en medio de ese paisaje interminable de arena y dunas, una segunda oportunidad. “El desierto me hizo entender que la vida es lo más importante”, sostuvo en diálogo con LA NACION. Esta es su increíble historia.

Prosperi, que nació en Roma en 1955, supo combinar durante su vida su trabajo como policía a caballo con algunas disciplinas deportivas que lo apasionaban: esgrima, salto ecuestre, natación y, también, atletismo. Incentivado por un amigo, se anotó en la desafiante carrera en medio del desierto que, en 1994, celebraba su novena edición. Cuando completó los formularios de inscripción, se topó con un ítem que les preguntaba a los corredores qué hacer con su cuerpo si moría durante la competencia y allí, según él mismo reconoció, se sintió impactado porque fue cuando supo que no sería una maratón más. Sin embargo, eso no lo detuvo: el desafío estaba planteado y lo aceptó. Le iba a ganar al desierto, o al menos, eso creía.

En 1994, cuando participó de la carrera, estaba por cumplir 39 años

Los primeros días de abril de ese año armó su valija y se despidió de su esposa y de sus tres hijos. Partió desde su casa en Sicilia rumbo a Marruecos para poner a prueba su resistencia. “Soy deportista profesional y cuando me dijeron que había una carrera en el desierto del Sahara muy particular, difícil y especial, se me abrió el apetito para involucrarme en una experiencia deportiva nueva y sobre todo cautivadora, y me pregunté ‘¿por qué no?”, recordó Prosperi en diálogo con LA NACION.

Ante el imponente paisaje en tonos naranja, marrón y amarillo como escenario de una maratón que prometía ser inolvidable, el 10 de abril Mauro cruzó la línea de largada sin saber que no pasaría por la de llegada.

Mauro Prosperi sobrevivió 9 días perdido en el Desierto del Sahara

Durante el primer día de competencia, los atletas -equipados con una serie de herramientas, alimentos, agua y una bolsa de dormir- recorrieron 28 kilómetros. En la siguiente jornada sumaron 38 y el tercer día, 22. Pese a las altas temperaturas, que durante el día superaban cómodamente los 40°C, todo parecía transcurir con normalidad y no había indicios para preocuparse, pero algo salió mal. En la cuarta jornada, considerada la más difícil porque la extensión era de 85 kilómetros (algo que podía demandar entre 10 y 36 horas), todo cambió para el italiano: una tormenta de arena que duró ocho horas lo dejó literalmente solo en el desierto.

“Me perdí porque durante la cuarta etapa, la más larga, me azotó una tormenta de arena, con vientos de más de 80 kilómetros por hora. Y cuando pasó, todo a mi alrededor había cambiado. No hubo más puntos de referencia”. Exhausto, decidió descansar un poco cerca de una duna porque creyó que seguramente vería pasar a algún corredor o a alguien de la organización. Se durmió y cuando despertó no sabía donde estaba y no veía a nadie a su alrededor. Lo que más le preocupaba era poder llegar primero a la meta: “Éramos unos 90 atletas. Lo más difícil en ese momento era la idea de no poder terminar la carrera, de no poder intentar ganar, porque había salido de Italia con la certeza de ganar el Marathon des Sables”.

Mauro Prosperi se anotó en la maratón des Sables junto a un amigo

En el campamento base del evento deportivo, cuando pasó el tiempo límite y notaron que Prosperi no llegaba para comenzar la siguiente etapa, organizaron un grupo de búsqueda que incluyó jeeps y hasta un helicóptero. Podría pensarse que si esto ocurriera en la actualidad, con la tecnología disponible, la persona sería muy fácil de rastrear, pero hace 30 años la historia era otra y el panorama para aquel al que le pasara algo así, muy desfavorable.

Un paisaje desolado y el primer rescate que no fue

Prosperi sabía que vendrían por él cuando notaran su ausencia y por eso cuando oyó que se acercaba una aeronave, rápidamente encendió una bengala que le habían dado como parte del equipo, pero era muy precaria y no tuvo el efecto esperado. Su chance de rescate se había esfumado como un puñado de arena en las manos y no tenía otra opción más que avanzar para sobrevivir porque tenía claro que si se quedaba allí, moriría. Con un grupo de cuervos que sobrevolaban sobre su cabeza a la espera de un desenlace mortal, no dejó de caminar. Las altas temperaturas y el agotamiento físico, sumados a la deshidratación, no eran un buen presagio.

Sin embargo, no se dio por vencido: “Cuando me di cuenta de que faltaba para el rescate, lo primero que hice fue echar mi orina en la botella de agua que estaba vacía. Hay que tener en cuenta que durante la carrera, para no quedar deshidratados, sorbíamos agua cada diez minutos, entonces la orina era muy clara, era prácticamente agua y por eso en ese momento particular había decidido poner mi orina en la botella”.

La odisea de Prosperi comenzó el cuarto día de la carrera

Cuando la noticia de su desaparición comenzó a circular, las autoridades se comunicaron con su familia. Su casa en Italia se llenó de periodistas y su nombre resonó en los noticieros locales. Tanto su entonces esposa, Cinzia Pagliara, como su padre, lejos de desesperarse y sentir pánico porque en cualquier momento les podían confirmar lo peor, estaban seguros de que seguía con vida.

El morabito, los murciélagos y el segundo rescate fallido

Mientras vagaba sin rumbo, Prosperi divisó en el medio de la inmensa manta de arena una construcción. Sin dudarlo, se acercó y entró. Era un morabito (una suerte de ermita edificada en medio del desierto), y aunque esperaba encontrar a alguien para pedirle ayuda, solo había allí un altar sobre un sarcófago. Agobiado y con un revuelo de pensamientos sobre los peores escenarios que podría enfrentar, empezó a escuchar sonidos en el lugar y cuando inspeccionó un poco notó que los ruidos provenían de murciélagos. Al verlos, tomó un pequeño cuchillo que llevaba en su equipo y mató a una veintena de ellos para alimentarse. “Los comí crudos y, también bebí sus líquidos, es decir, la sangre de los animales que encontré en el desierto, no solo murciélagos, sino también serpientes”, detalló.

Casi como si lo que hizo le generara algún remordimiento, decidió enterrar los restos de los murciélagos al lado de la construcción. Esperó en ese sitio que lo cobijó y le dio al menos un reparo del sol abrasador para ser rescatado. Su esperanza seguía latente y cuando se percató de que a lo lejos oía lo que parecía ser el motor de un helicóptero creyó que pronto podría volver a casa.

El morabito donde se alimentó de murciélagos y, cuando creía que todo estaba perdido, intentó quitarse la vida

Rápidamente miró al cielo, y como ya no tenía una bengala, tomó su bolsa de dormir y su mochila, usó un encendedor y las prendió fuego. Acto seguido, en la arena escribió “ayúdenme”. El humo no tardó en salir, pero fue opacado por su nuevo peor enemigo: otra tormenta de arena. Desesperado por la situación, se refugió en el interior del morabito, tomó un trozo de carbón que encontró allí y le dejó un mensaje a su esposa y a sus hijos donde les pedía perdón por lastimarlos. Había bajado los brazos y era su forma de despedirse. Lo tenía decidido: tomó su cuchillo nuevamente, pero esta vez no para despedazar un murciélago, sino para hacerse unos cortes en las muñecas y terminar con su vida.

El desierto lo había vencido. Poco a poco, sus ojos se cerraron. Pero, la muerte no llegó y al día siguiente despertó. Seguía vivo y entendió que era por algo.

A esta altura, a Prosperi habían dejado de buscarlo porque creyeron que había muerto deshidratado y esto, en las condiciones que presentaba desierto, no era difícil de creer.

La niña que lo salvó

Lastimado, sediento y débil, abandonó el morabito y empezó a caminar. Cuando cayó la noche, enterró parte de su cuerpo en la arena para mantener el calor. Al octavo día de su odisea, encontró un pequeño oasis con un charco de agua. Fue esto lo que le permitió hidratarse y continuar. En un momento de su trayecto, vio a lo lejos en la cima de una colina la figura de una niña rodeada de cabras. Su primera reacción fue hacerle una seña de saludo para llamarla, pero lo que logró con eso fue que se asustara. Sin embargo, lejos de abandonarlo, lo que hizo en realidad fue ir a buscar a su abuela para que la ayude a asistirlo. Lo llevaron hasta el campamento en el que vivían y le dieron leche de cabra y té de menta para beber. Se trataba de dos mujeres integrantes de los Tuareg, un pueblo nómade del Sahara.

Cuando logró recuperarse un poco, un grupo de hombres de la comunidad lo cargó en un camello y lo llevaron hasta un puesto de Policía. Esperanzado, creía que la odisea había había llegado a su fin, pero faltaba aún sortear un obstáculo más.

Una vez en el puesto policial fue recibido por dos soldados armados que lo redujeron y le vendaron los ojos. Sin comprender lo que ocurría, pensó que su hora había llegado, que lo que no logró el desierto lo iban a lograr estos hombres. Pero, la actitud violenta de los desconocidos tenía un por qué: creían que el atleta era, en realidad, un espía. Lo interrogaron y, pese a las dificultades con el idioma, logró identificarse. Cuando escucharon su nombre supieron de inmediato que era el mismo que figuraba en una orden de búsqueda de las autoridades marroquíes, emitida días antes: Mauro Prosperi. Ya no estaba en Marruecos, sino en Argelia. Se había desviado 290 kilómetros de su recorrido y, sin saberlo, cruzó la frontera de ambos países.

En ese momento se aseguraron de que recibiera atención médica. En un hospital en Tinduf, al suroeste de Argelia, con casi 20 kilos menos y un aspecto muy desmejorado, lo atendieron por deshidratación y quemaduras provocadas por el sol. Pasó siete días internado y, desde allí, pudo hablar por teléfono con su esposa para darle la noticia de que estaba vivo. Cuando recobró fuerzas, fue trasladado a Roma y recibido luego como un héroe en su ciudad.

“Mi familia, o mejor dicho el mundo, creía que yo ya no era parte de él. Todos creían que estaba muerto, solo mi padre y mi esposa estaban convencidos de que aún podía estar vivo. Cuando después de 10 días reaparecí por teléfono, todos estaban incrédulos. Solo ellos dos no se sorprendieron”, reveló.

Cuando logró ser rescatado y recibió atención médica, Prosperi pesaba casi 20 kilos menos

Prosperi nunca culpó a los organizadores de la carrera por abandonar la búsqueda. “Lamentablemente, fue una de las primeras Marathon des Sables y aún no tenían mucha experiencia. Lo cierto es que después de lo que me pasó, aprendieron a comportarse mejor con la búsqueda de una persona desaparecida”, reflexionó.

Para él, sobrevivir a esta experiencia “fuera de todos los límites” se debió a varios factores: “Logré interpretar el desierto, comprenderlo, amarlo, escucharlo, vivirlo y no dejarme vencer por el pánico, por los miedos, por la posibilidad de morir. Y tal vez también porque no había llegado mi momento. El desierto, ‘mi desierto’, me hizo entender cómo la vida es lo más importante del mundo, es la creadora de todo junto con la naturaleza. Ellas dos forman un binomio que para mí lo es todo, sin ellas nada tendría sentido. Esta experiencia no hizo más que amplificar algunas de mis certezas: que lo imposible no existe y que la vida es más fuerte que la muerte y si se usan la cabeza y el corazón, nada ni nadie podrá detenernos jamás”.

La línea azul representa el recorrido de la carrera y la roja, la desviación del camino que hizo Prosperi (Foto: Captura de video)

Después de lo que ocurrió, uno pensaría que no querría poner un pie allí nunca más y solo se quedaría con el recuerdo y una anécdota más que peculiar, pero este atleta de ahora 69 años considera que tiene un vínculo especial con el desierto y por eso volvió a participar de la carrera en varias oportunidades, aunque en ninguna resultó ganador.

“Volví por dos razones, la primera porque siempre terminé las competencias en las que participé y, por lo tanto, tenía que terminar esa carrera. Era un profesional. La segunda razón es porque el desierto me llama y me quiere con él y en cuanto puedo voy a visitarlo y me dejo abrazar por él”, precisó.

Prosperi dejó su casa en Italia en abril de 1994 con un bolso en la mano y el objetivo de ganar la maratón más dura del mundo en la otra. Volvió semanas después, pero ya no era el mismo. El desierto lo transformó y cambió su percepción del mundo y de la vida. Si bien no tuvo una medalla en el cuello, se llevó como premio una historia de supervivencia que hoy, tres décadas después, puede contarles a sus nietos.

Su odisea, en formato de serie documental y libro

Si bien su travesía quedó plasmada en las portadas de los principales diarios italianos y del resto del mundo, muchos dudaron de lo ocurrido y hasta lo acusaron de haber mentido, incluso miembros de la organización del evento.

Fue por eso que, en 1995, un equipo de filmación realizó un documental sobre su hazaña y, para demostrar la veracidad de su testimonio, viajaron hasta el morabito que lo albergó y hallaron a pocos metros los esqueletos de los murciélagos que Prosperi enterró en la arena.

En un episodio de Losers (Netflix) Mauro Prosperi (izquierda) cuenta su historia; también dan su testimonio su exesposa, Cinzia Pagliara (centro) y su amigo, Giovanni Manzo (derecha), quien lo invitó a la carrera

También hay un episodio de la serie Losers (2019) de Netflix dedicado al atleta. Titulado Perdido en el desierto, relata en primera persona cómo convirtió en positiva su experiencia tan traumática. Allí, dan su testimonio también su exesposa Cinzia Pagliara y su amigo, Giovanni Manzo, quien lo convenció para anotarse en la carrera y fue su compañero durante los primeros tres días de carrera hasta que se perdió. Junto a su expareja, además, escribió el libro Esos 10 días más allá de la vida, publicado en 2020.