¿Qué quedará de nosotros, Ruth? El recuerdo más o menos intenso…
Leí en un artículo de La Nación que el antiguo Hotel Plaza de Buenos Aires, ese edificio soberbio de comienzos del siglo XX erigido por Ernesto Tornquist en la elegante esquina de Florida y Marcelo T. de Alvear, ha iniciado un ambicioso trabajo de recuperación para devolverles el brillo y la elegancia a sus salones, a los patios, al bar, al restaurante y al grill —¡el grill me trajo una anécdota a la memoria!—, para recobrarlo a la vida que durante décadas se fue escurriendo de entre sus muros, testigos de historias como la del manuscrito de hoy.
Ese encuentro en el grill del Plaza transcurrió entre la complacencia de ella y los nervios de él
Era el invierno de 1926. Desde Génova, a bordo del transatlántico italiano Giulio Cesare, llegaba a Buenos Aires uno de los más grandes directores de orquesta de todos los tiempos: el vienés Erich Kleiber, director de la famosa Staatsoper de Berlín, donde por aquel entonces desarrollaba una labor extraordinaria. El célebre músico llegaba por primera vez a la Argentina con el compromiso de catorce conciertos en el Teatro Colón. ¡Catorce programas en el lapso de menos de dos meses con más de cien ensayos completos! Un despliegue de talento, liderazgo y capacidad tan fenomenal como inimaginable en nuestros días, a tal punto que, desde aquella primera visita y a la luz de la euforia y el éxito arrollador, Kleiber se convirtió en el favorito absoluto del público porteño para el repertorio alemán.
El 12 de septiembre dirigía el ensayo del Deutsches Requiem. En la 8ª fila de la platea del Colón lo esperaba su amigo, un funcionario de la embajada alemana que había asistido a la prueba acompañado de una colega norteamericana, la señorita Ruth Goodrich. Antes de terminar la conversación y regresar a la partitura de Johannes Brahms, Kleiber le preguntó a Ruth si al día siguiente aceptaba almorzar con él en su hotel, “el mejor de la ciudad”. Cuenta su biografía que ese trascendental encuentro en el grill del Plaza transcurrió entre la complacencia de ella y los nervios de él, que, ante la dificultad de expresarse en una lengua que no dominaba (el inglés), recurría a señas y garabatos. En un momento, valiéndose de unos pocos vocablos conocidos, tomó el papel del menú y bajo el logo del icónico restaurante, comenzó a dibujar mapas y planos: “Esto es Alemania. Esto es mi departamento en Berlín. ¿Querés casarte conmigo?”.
Kleiber regresó al Colón al año siguiente (en 1927, cuando dirigió la primera ejecución en el país de la Missa Solemnis para el centenario de la muerte de Beethoven) y luego en 1929. Con el ascenso del nazismo, por pura integridad, principios y solidaridad para con los artistas perseguidos, en 1934 renunció a uno de los podios más codiciados del mundo —Berlín—, y más tarde a su ciudadanía austríaca luego del Anschluss en 1938 —la anexión de Austria convertida en provincia del Tercer Reich—. Desde 1937 y durante toda una década, ya nacionalizado argentino y junto a la familia que fundó con Ruth (padres del prodigioso Carlos Kleiber), Erich fue el director musical de las inolvidables temporadas alemanas del Teatro Colón, a cuya fama hizo un aporte sin precedente. “Días y noches enteras en este teatro y cuando llegaba la hora de irse —lo recordaba su asistente, consagrado al arte—, mirando la sala a oscuras con una sola luz encendida en la enorme araña, decía: ‘Cuando me muera, mi alma seguirá vigilando todo desde esa fabulosa araña’”.
“¡Pero nuestra situación es trágica, Ruth! —le confesó a su esposa en los años finales—. Todo lo que he construido aquí, aquellos fundamentos e ideales en los que he trabajado tanto, los cantantes, la orquesta, el teatro… Todo este esfuerzo será barrido al cabo del último concierto. Y si algún día regreso tendré que volver a construir todo desde los cimientos. ¿Y qué quedará de nosotros? Un par de críticas, la impresión de uno que otro en el público o en la orquesta, el recuerdo más o menos intenso de algo que ha sido bien expresado”.