Hace pocos días se publicaron audios íntimos que hizo trascender Alberto Fernández. Eran conversaciones con su exmujer, a la que él mismo grabó para exponerla ante la Justicia y ante la opinión pública. Apenas tuvieron una repercusión efímera, porque de Fernández ya nada parece sorprender demasiado. Pero el episodio podría mirarse casi en perspectiva histórica: el día en el que un expresidente de la Nación renunció a la última cuota de pudor y decidió plegarse al “wandanarismo”, un fenómeno de exposición y exhibicionismo extremos, convertido en un rasgo característico de este tiempo.

Parece estar de moda una suerte de striptease emocional que desdibuja toda frontera entre la vida privada y la escena pública. El gran fenómeno televisivo es Gran Hermano, una suerte de vidriera montada para exponer la intimidad que, ya desde su publicidad, invita al espectador a “espiar la casa” en una suerte de voyeurismo explícito. La novela de Wanda Nara, Icardi y la China Suárez se escribe en capítulos diarios a través de las redes sociales: es un reality descarnado, que solo podría resultar bizarro si no involucrara un drama familiar expuesto sin medir las consecuencias. Cuesta sustraerse, aunque uno haga el esfuerzo de no enterarse y no prestarle atención. Los medios, algunos en mayor medida que otros, se ven obligados a reflejar el “espectáculo”.

Varios hechos de estas semanas abonan la idea de que asistimos a una fase exacerbada del exhibicionismo brutal. El gran estreno de los últimos días fue la serie de Tinelli: seis capítulos dedicados a exponer la intimidad de una familia ligada al show y la farándula. Si antes las celebridades del cine y la televisión cultivaban un halo de misterio alrededor de sus vidas, ahora es todo lo contrario: se muestran hasta los recovecos más escabrosos de la esfera privada. Pasen y vean. Se lo hace en nombre de una falsa transparencia, como si exhibirse fuera un síntoma de autenticidad y de franqueza, y no de imprudencia, de narcisismo y de desvergüenza. El duelo y la tristeza por la muerte de una figura pública como Jorge Lanata ha quedado contaminado por un conflicto familiar que también se ventila en los programas de la tarde, los noticieros y el prime time televisivo. La gestión de un ministro porteño quedó completamente solapada con las desventuras de su crisis conyugal, al extremo de que su divorcio se terminó convirtiendo en un hecho político. Él mismo no era identificado como funcionario público sino como “el marido de Pampita”, y hasta el comunicado de renuncia aludía a su situación familiar.

Una escena de Los Tinelli, que inaugura el género del

Quizá una novedad sea que, a diferencia de lo que caracterizó a los años noventa, donde se fomentaba el exhibicionismo del éxito, el glamour y el lujo, invitando a mostrar casas, fiestas y vestidores, ahora se exacerba la exhibición de los dramas y las miserias humanas, muchas veces como forma de extorsionar al otro o de obligarlo a negociar; en otros casos como estrategia de promoción o de negocio.

El fenómeno excede a la farándula y a personajes coloridos de la periferia nacional. La política empieza a contagiarse del “wandanarismo”, no solo por las penosas y desoladoras peripecias de Alberto Fernández. Hace pocas semanas, desde el Gobierno se mostraron capturas de WhatsApp para dirimir una polémica con la vicepresidenta: es una técnica que también proviene de la tendencia a exhibir en público conversaciones privadas.

Aunque fue expresamente desmentida, sonó verosímil y a nadie le pareció descabellada la versión de que un personaje surgido del submundo de Gran Hermano, que se identifica con el nombre de Alfa, podría ser candidato del oficialismo en las elecciones de este año. La sola conjetura habla de una época en la que el reality show y la política se mimetizan peligrosamente.

Hay que prestar atención, por ejemplo, al formato que tiende a imponerse en las “entrevistas” que concede el presidente de la Nación. En una de las más extensas que ofreció en la televisión, la “entrevistadora” era su novia. En otras, generalmente por streaming, los interlocutores son periodistas o animadores que no solo lo tutean, sino que exhiben una evidente relación y código de confianza con él. Son formatos que obligan a revisar el concepto mismo de “entrevista” y a reemplazarlo, tal vez, por el de “reality conversado”: son charlas intimistas en las que las cuestiones políticas y de gestión se mezclan en un chacoteo de vaguedades, risotadas y anécdotas personales. No es solo una marca presidencial. Ese género es el que más atrae a deportistas, artistas y políticos, que en lugar de someterse a preguntas profesionales prefieren prestarse a diálogos confortables con interlocutores amigables. Son formatos que se revisten de palabras virtuosas: “desacartonado”, “auténtico”, “relajado”, pero que remiten también a la confusión de roles y al desdibujamiento de fronteras entre lo público y lo privado, entre lo personal y lo profesional, entre lo informal y lo institucional.

El presidente Milei, entrevistado por su novia, Amalia

En este escenario de límites difusos, no solo lo privado se convierte en público; a veces ocurre al revés. La distorsión hace que mientras se hace alarde de supuesta transparencia y autenticidad, lo público se confunda, en algunos casos, con lo privado. Así es como se prohíbe la entrada de la prensa independiente a actos políticos e institucionales, o se limita con un decretazo el acceso a la información pública.

Pero es el exhibicionismo el que marca el ritmo de la época. Y en ese clima se refuerza un concepto que se ha convertido en máxima: lo que importa es que hablen de vos; si bien o mal, es lo de menos. Ya lo había advertido Umberto Eco en una obra póstuma publicada hace casi una década: “Hubo un tiempo en el que existía una distinción muy rígida entre ser famoso y estar en boca de todos. Todo el mundo quería ser famoso como el arquero más hábil o la mejor bailarina, pero nadie quería que hablaran de él por ser el cornudo del barrio. En el mundo del futuro, esa distinción habrá desaparecido; cualquiera estará dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de que lo vean y hablen de él”. Ese futuro ya llegó.

Es un futuro que no empezó ayer; tampoco empezó en la Argentina antes que en el resto del mundo. “Hay una exposición desaforada de lo propio, mezcla de impudor y narcisismo”, escribió Javier Marías en la prensa española hace casi veinte años. Sin embargo, el fenómeno parece rozar ahora el paroxismo, al punto de teñir la vida y el debate públicos con ímpetu avasallante. En los últimos 30 días, el podio de trending topic de Twitter en la Argentina lo integraron Gran Hermano, Icardi y Wanda, en ese orden, según el sitio Twitter Trending, que mide los acumulados diarios, semanales y mensuales en esa plataforma. Recién después aparecen “Venezuela” y “Nisman”, en una red que, se supone, refleja la temperatura de la conversación pública. Si el espejo son las redes, exponerse es “redituable”.

La difusión de chats y capturas de pantalla para exhibir diálogos privados, un signo de los tiempos

Hay que recordar que antes de los audios conocidos en estos días, y cuando todavía ejercía la máxima investidura del país, Alberto Fernández filmaba encuentros con mujeres en el despacho presidencial. ¿Para qué se graban esas escenas si no es para mostrarlas o exhibirlas?

La respuesta parece remitir a comportamientos cada vez más despojados de límites e inhibiciones en una era que reivindica las conductas y las reacciones “sin filtro”, además de un coqueteo con el riesgo que parecen incentivar las redes. El “filtro” hoy está mal visto, aunque es precisamente el instrumento que permite distinguir, depurar, editar, seleccionar… Todos verbos que parecen reñidos con el “vale todo” que contamina el gran espectáculo nacional. TikTok, Instagram y Twitter parecen proponer torneos de alardeo, verborragia y desinhibición, incitando a protagonistas públicos y a personas comunes y corrientes a hacer en esas gigantescas vidrieras digitales cosas que difícilmente se atreverían a hacer en la calle o frente a un grupo de conocidos. Exaltan, además, una cultura selfie, que invita a mirarnos a nosotros mismos en lugar de mirar lo que nos rodea.

En medio del exhibicionismo desenfrenado y de la exaltación de una falsa transparencia que alimenta el morbo colectivo, lejos de correrse velos y de iluminar la escena pública, se crea una atmósfera cada vez más confusa, ruidosa y turbia. “Todo es inmediato, es urgente y es transitorio, y en medio de tanto apresuramiento, lo que pasa no deja ver lo que sucede”, escribe el ensayista Marek Sobczyk.

La nueva fase del exhibicionismo extremo no solo degrada y contamina el debate público; también devalúa la institucionalidad y rompe, de alguna forma, los códigos de la discusión civilizada, habilitando una suerte de “carpetazo” permanente para dirimir desde conflictos privados hasta controversias políticas. Pero tiene una consecuencia aún peor: influye sobre las nuevas generaciones, que se forman en una cultura que no mide ni calibra los riesgos de la exposición constante e ilimitada. Ya hay muchísimos jóvenes que, como Natalia Denegri (la recordada protagonista del caso Coppola), reclaman el derecho al olvido y al borrado de aquello que un día expusieron públicamente. Pero ahí se topan con una telaraña que resulta casi imposible destejer, porque los rastros digitales, como los tatuajes, parecen difíciles de borrar.

El regreso a la privacidad y al recato tal vez sea uno de los grandes desafíos culturales, aunque es cierto que hubo tiempos de tabúes y ocultamientos que quizá fueran tan nocivos y dañinos como el exhibicionismo desenfrenado de hoy. La mesura, la prudencia, la sobriedad y la discreción podrían sonar hoy como conceptos revolucionarios y hasta transgresores. Quizá valga la pena subrayar un párrafo del escritor mexicano Juan Villoro: “Ante tantos que vociferan lo que antes reservaban para sus diarios íntimos, resulta necesaria una antipedagogía, una terapia que nos enseñe a callarnos sin traumas. En la era del ‘Yo desaforado’, la escuela del futuro puede ser la Academia de la Inhibición, un instituto que nos eduque en el silencio”. Tal vez sea todo más aburrido, pero quizá sea un poco más sano.