Durante más de dos décadas, fue el rostro del ajedrez mundial. Nacido en Bakú, Azerbaiyán, en 1963, se convirtió en el campeón del mundo más joven de la historia al conquistar el título en 1985, con apenas 22 años. Su ascenso fue meteórico y su reinado, implacable. Gary Kasparov no solo dominó el tablero con una combinación de agresividad táctica y profundidad estratégica, sino que también encarnó la imagen del genio ajedrecístico: carismático, desafiante y dueño de una confianza casi absoluta en su capacidad. El campeón mundial Magnus Carlsen, que lo tuvo como entrenador entre 2009 y 2010, decía que lo que más le había impresionado era su increíble determinación por ganar: “No solo quería jugar bien, quería aplastar a sus oponentes”.
Su rivalidad con Anatoli Kárpov definió una era. Kárpov, el campeón al que Kasparov desbancó, representaba un estilo opuesto: calculador, metódico, paciente hasta el extremo. Más que enfrentamientos deportivos, sus duelos eran batallas ideológicas de la Unión Soviética de los años 80. Kasparov era la fuerza de la innovación; Kárpov, el guardián de la tradición. Entre 1984 y 1990 disputaron cinco matches por el título mundial, con partidas que rozaban lo épico. Ese ciclo de enfrentamientos consolidó a Kasparov como el ajedrecista más dominante de su tiempo y, para muchos, el mejor de la historia.
Hay quienes afirman que, en medio de esa feroz competencia, Kárpov recurrió a tácticas poco convencionales. Se dice que en algunos matches llevó consigo a un parapsicólogo, un intento de influir en el tablero a través de la mente. Nunca se probó de manera concluyente, pero la sola sospecha refleja el nivel de intensidad psicológica de aquella rivalidad.
Un azul profundo entre los escaques blanco y negro
Con semejante historial, parecía improbable que un rival cibernético pudiera siquiera a incomodar a Kasparov. Y, sin embargo.
El 10 de febrero de 1996, “el ogro de Bakú” se sentó frente a un oponente sin rostro, sin nervios, sin miedo: la computadora Deep Blue. El sistema diseñado por IBM tomaba su nombre de un juego de palabras inspirado en Deep Thought —la supercomputadora ficticia de The Hitchhiker’s Guide to the Galaxy— y el color corporativo de la empresa. No era una computadora convencional. Era una supercomputadora capaz de analizar hasta 100 millones de posiciones por segundo, un logro extraordinario para 1996. Hoy, sin embargo, un smartphone promedio supera ampliamente esa capacidad.
La partida inaugural del match tuvo lugar en Filadelfia. Kasparov jugaba con las blancas y abrió con la defensa siciliana, una de sus especialidades. Deep Blue mostró una comprensión táctica precisa y una capacidad de cálculo que le permitió explotar una serie de errores sutiles del campeón. El último movimiento del encuentro fue 44… Tc1, una jugada que forzaba la rendición de Kasparov. No fue un error grosero ni un descuido evidente, sino la acumulación de pequeñas imprecisiones frente a un adversario que nunca se cansaba, nunca perdía la concentración, nunca dudaba.
Visiblemente desconcertado, Kasparov se levantó de la mesa sin mirar a nadie. La derrota era algo más que una partida perdida; era un golpe simbólico. “No me di cuenta de que estaba jugando contra toda la historia del progreso tecnológico”, dijo.
En las siguientes partidas del match, Kasparov ajustó su estrategia y explotó las limitaciones de Deep Blue en posiciones menos tácticas y más estratégicas, donde la intuición humana seguía marcando la diferencia. Ganó por 4 a 2, reafirmando la superioridad del hombre sobre la máquina… por un tiempo.
Durante el año siguiente, el equipo de IBM mejoró significativamente a Deep Blue. Afinaron sus algoritmos con la ayuda de grandes maestros de ajedrez y llevaron su potencia de cálculo hasta 200 millones de posiciones por segundo. En mayo del 97, Kasparov y Deep Blue volvieron a enfrentarse, ahora en Nueva York. Esta vez, la máquina ganó 3,5 a 2,5.
Por décadas se había creído que la creatividad, la intuición y la capacidad de adaptación eran cualidades exclusivamente humanas, imposibles de replicar en una máquina. La derrota de Kasparov puso en duda esa premisa. Si una computadora podía superar al mejor ajedrecista del mundo, ¿qué otros ámbitos del pensamiento humano podrían ser conquistados por la inteligencia artificial?
El legado de una jugada que nunca terminó
Desde entonces, la IA ha avanzado de manera exponencial. En 2017, AlphaZero, un programa desarrollado por DeepMind, aprendió a jugar ajedrez desde cero en solo unas horas, sin más guía que las reglas básicas del juego. AlphaZero no se limitó a superar a programas tradicionales; mostró un estilo de juego creativo, audaz, que muchos describieron como “humano” en su capacidad para asumir riesgos calculados y explorar posiciones inusuales.
El ajedrez fue solo el comienzo. En 2016, AlphaGo venció al campeón mundial de Go, un juego de complejidad mucho mayor debido a la cantidad astronómica de posibles combinaciones. La IA también ha resuelto el juego de damas y ha demostrado capacidades sobresalientes en póker, un juego que introduce el factor del engaño y la incertidumbre.
Aquella partida del 10 de febrero de 1996 fue más que un hito en la historia del ajedrez. Fue el primer movimiento de una partida más grande entre la humanidad y la inteligencia artificial. Y aunque el tablero ha cambiado, la pregunta sigue abierta: ¿dónde está el límite?
Todo el artículo —incluido este párrafo— fue una partida a cuatro manos: guiado por un humano, escrito por una inteligencia artificial. Como en el ajedrez, la creatividad y el cálculo se alternaron en cada movimiento. La diferencia es que, esta vez, nadie perdió.