Era ya un Papa cansado. Así lo percibí en nuestro último encuentro, en octubre pasado. Era, a la vez, un Pontífice apurado por implementar más reformas a la Iglesia, seguramente convencido de que su papado se terminaría pronto. Esa mezcla de cansancio y ansiedad lo condujeron a descuidar dramáticamente su salud. Durante todo el invierno boreal que acaba de concluir se lo vio resfriado o con bronquitis, pero, como fue evidente, decidió echar mano al remedio doméstico de los corticoides, que lo hincharon hasta desfigurarlo y no curaron nada. Lo llevaron al hospital Gemeli cuando ya virtualmente se había quedado sin capacidad para respirar. Lo que siguió fue una lenta agonía; él decidió que esa despedida de la vida fuera pública. El domingo último vimos a un Papa que ya no pertenecía a este mundo. Roma vivía disimuladamente las vísperas de un cónclave, la reunión de cardenales que se convoca solo para elegir a los pontífices. El Vaticano es el único Estado europeo gobernado por un monarca absoluto, pero elegido.
Los casi doce años que pasaron desde la elección del papa Francisco como jefe de la Iglesia católica universal serán recordados con mucho más intensidad que los de su predecesor, Benedicto XVI. Como todo jefe innovador, tuvo adeptos y adversarios en igual medida, sobre todo en el Vaticano. En el resto del mundo, según el testimonio de muchos funcionarios vaticanos, la Iglesia se limitaba a aplicar las decisiones del Pontífice, porque sus líderes locales sabían tanto como Bergoglio que la institución religiosa de más de 2000 años necesitaba con urgencia algunas reformas. Si se recuerda el tiempo de Benedicto XVI (un Papa admirado por Bergoglio, a pesar de sus diferencias ideológicas), sobresalen los escándalos por el delito de pedofilia cometido por curas, la filtración pública de documentos reservados en manos del Pontífice o los manejos turbios de dinero en el banco vaticano. Bergoglio detestó la religión conducida por “príncipes de la Iglesia”, y creyó con obstinación que los curas, obispos, arzobispos y cardenales debían volver a las raíces de su misión: evangelizar, difundir el mensaje de las sagradas escrituras, cumplir con lo que él llamaba “el plan de Dios”, estar cerca de los que sufren y no descartar a nadie (por más pecador que haya sido). La Iglesia como “hospital de campaña” o los curas como “pastores con olor a oveja” fueron metáforas que explicaban muy bien la Iglesia que él imaginaba para acercarla a la gente común que había perdido. Una vez, cuando Bergoglio ya era el cardenal de Buenos Aires, le comenté que había regresado al país desde Roma y que en el vuelo venía también un arzobispo argentino (reservo su nombre por piedad). Bergoglio bajó el tono de la voz, se acercó a mi y me preguntó: “¿Puede contarme en qué lugar del avión venía el arzobispo?”. Le contesté que el prelado viajó sentado en el mejor asiento del avión. “¡Un cura no puede viajar así!”, estalló no bien me escuchó. La anécdota viene a cuento porque es un ejemplo de la Iglesia que no quería y que, según él, la había alejado del “pueblo de Dios”, como llamaba a los creyentes. El propio Bergoglio viajó a Roma para asistir al cónclave que lo convertiría en Papa, tras la renuncia de Benedicto XVI, en la clase turista de un vuelo de la desaparecida Alitalia.
Tales ideas las impuso en el propio Vaticano cuando eligió vivir en la residencia de Santa Marta, un hotel para sacerdotes dentro de la ciudad desde donde se dirige la Iglesia universal; ese hotel lo hizo construir el papa Juan Pablo II, sobre todo para que lo usaran los cardenales en los cónclaves para elegir a un nuevo Papa. Es un departamento austero, con una sala para recibir, un comedor y un dormitorio. Todos los ambientes tienen dimensiones pequeñas; están destinadas al cardenal elegido Papa hasta que se acondicionen las habitaciones del Pontífice en el Palacio Apostólico. Aunque Francisco solía atender a sus visitas en las salas de recepción del hotel, más amplias y cómodas, la última vez que lo vi nos reunimos en su departamento. Ya le costaba un esfuerzo bajar dos pisos en ascensor y en silla de ruedas. Un síntoma de su decadencia física. En ese sobrio departamento, ya en los tiempos finales de su vida, podían advertirse a simple vista su silla de ruedas, distintos bastones y hasta un andador que lo ayudaba a desplazarse. La opción de la silla de ruedas fue una decisión que afectó aún más salud, pero se negó a que los médicos le colocaran una prótesis en la rodilla, operación que les mejoró la vida a muchísimas personas en el mundo. Bergoglio tenía un pésimo recuerdo de los efectos de la anestesia total que le aplicaron cuando debió someterse a una urgente operación intestinal en julio de 2021. No quería repetir esa experiencia. Al menos, ese fue el argumento que me dio cada vez que le pregunté por qué no reemplazaba su rodilla enferma por una prótesis.
La relación con la Argentina
La relación del Papa muerto con la Argentina está llena de tergiversaciones, malentendidos e inferencias. El triste final consistió, al fin y al cabo, en que nunca volvió al país que tanto amó y del que nunca se desprendió del todo. Francisco fue elegido Papa el 13 de marzo de 2013 en pleno gobierno argentino de Cristina Kirchner; ella imaginaba todavía un tercer mandato si ganaba las elecciones legislativas de ese año, que perdió frente a Sergio Massa. Bergoglio (un hombre religioso, pero también de política y de poder) había sido un tenaz crítico de la larga diarquía de los Kirchner cuando era el arzobispo de Buenos Aires. En sus sermones locales insistía en denunciar la corrupción de la política, reclamaba la apertura de un diálogo político y social frente a una dinastía dispuesta a gobernar según el exclusivo criterio del entonces matrimonio presidencial, y advertía sobre el crecimiento exponencial del tráfico y consumo de drogas en el país. Nunca existió una reunión personal del cardenal Bergoglio con cualquiera de los dos presidentes Kirchner, a pesar de que a los despachos oficiales del jefe del Estado y del prelado lo distancian solo 50 metros. ¿Quién debía tomar la primera decisión? ¿Era Bergoglio quien debía pedir una audiencia, como sostenían los Kirchner? ¿O eran los Kirchner quienes debían invitar a Bergoglio a la Casa de Gobierno, como aseguraba el arzobispo? Nunca se resolvió ese debate.
Así estaban las cosas cuando Francisco fue elegido Papa. El día de la elección, Cristina Kirchner dio un discurso en un acto público y solo dijo esta frase ya célebre: “Me dicen que hoy eligieron a un Papa latinoamericano”. Era el primer -y, tal vez, único- Papa argentino en la historia de la Iglesia. La expresidenta se negaba a reconocerlo. Paralelamente, un periodismo cercano al gobierno kirchnerista comenzaba a vincular al Papa con la dictadura militar. Los testimonios posteriores no dieron crédito a esa versión absolutamente falsa, pero Cristina Kirchner cambió rápidamente. No se sumó a la inicial campaña contra el Pontífice, y entendió que su mejor estrategia política consistía en acercarse al nuevo Papa. La entonces decisión presidencial de frenar la publicación de esas versiones alivió considerablemente la situación del Papa nuevo; explicar lo que hizo -o no hizo- durante el gobierno militar argentino hubiera sido un mal comienzo de su pontificado. Los rumores consistían, además, en un montón de falacias. Pero Cristina Kirchner creó el problema y después cobró por haberlo solucionado. Insistió con que el Papa la recibiera varias veces; le dio tres audiencias en el Vaticano, según Bergoglio explicó luego. Las dos primeras veces la recibió en la residencia de Santa Marta. Pero la segunda vez en el hotel vaticano, la entonces presidenta argentina apareció con una nutrida comitiva, casi toda integrada por jóvenes dirigentes de su agrupación La Cámpora. Las fotos fueron pésimas para la imagen del Papa, sobre todo en la Argentina. Francisco ordenó que la siguiente reunión se hiciera en el Palacio Apostólico porque ahí prevalece la autoridad de un rígido protocolo. De hecho, solo ingresó la expresidenta, el canciller y el embajador argentino en el Vaticano. El resto de la delegación fue invitada a visitar los jardines vaticanos. El viaje más extravagante al Vaticano sucedió una vez que la entonces presidenta argentina viajaba a Nueva York para asistir a la asamblea anual de las Naciones Unidas. Todo muy estrafalario: viajó desde Buenos Aires a Nueva York vía Roma. Ante la asamblea general de la ONU, denunció que la habían amenazado de muerte porque era “amiga del Papa”. Justo ella, que había detestado a Bergoglio. Las restantes veces que Cristina Kirchner vio a Francisco fueron breves saludos durante visitas del Pontífice a países latinoamericanos (Brasil, Paraguay y Cuba, por ejemplo) porque la invitaron los líderes de esos países.
Sin embargo, los encuentros con la entonces jefa del peronismo ocurrieron cuando ella ya había instaurado una política de extrema división en la sociedad argentina; era el “ellos” o “nosotros”, y no había lugar para los neutrales. El Papa cayó involuntariamente en esa grieta, y los antikirchneristas lo identificaron rápidamente como un peronista y kirchnerista y, en el colmo de las deducciones, como un protector de la corrupción del gobierno de los Kirchner. Todo eso fue falso, aunque el Pontífice también se equivocó con muchas de las audiencias que concedió, entre ellas a algunos dirigentes peronistas que aprovecharon esas reuniones para hacer promoción personal. El Papa llegó a prohibir las audiencias con políticos argentinos cuando se enteró que uno de ellos había hecho photoshop en una foto de un saludo en una audiencia general en la plaza de San Pedro y la convirtió en una foto dentro del Vaticano. Hubo excepciones, que también deben consignarse. El papa Francisco siempre destacaba la actitud del dirigente peronista José Manuel de la Sota, que lo vio en una reunión privada acompañado de sus hijas, y nunca reveló nada en público. También se reunió varias veces sin que nada trascendiera nunca con los macristas María Eugenia Vidal, Horacio Rodríguez Larreta o Gabriela Michetti, de quien era amigo desde sus tiempos porteños. También lo frecuentaron los macristas Jorge Triaca (era amigo de la madre del exministro) y Carolina Stanley, que fue ministra de Desarrollo Social de Macri. No obstante, el político al que más valoró fue al también macrista Esteban Bullrich, de quien realmente se hizo amigo cuando una hija pequeña del exsenador pasó por un grave trance de salud. El entonces cardenal Bergoglio estuvo cerca de él -y de su hija- durante los peores momentos de la enfermedad de la niña; Bullrich recordaba siempre que el médico le informó que su hija finalmente estaba fuera de peligro la misma tarde en que lo eligieron Papa a Francisco. “Fue un milagro”, solía decir. Ya cuando Bullrich tropezó con la infame enfermedad del ELA, el Papa se lamentó estar lejos de él. “Me gustaría estar cerca de Esteban y poder llevarle consuelo”, le dijo a este periodista más de una vez. “¿Cómo está Esteban?”, era su pregunta más recurrente en los últimos años.
En el gobierno de Macri había, sí, un asesor con una clara militancia anticlerical, Jaime Duran Barba, quien no se privó de hablar en público con desdén del Papa. “Es imposible luchar contra la egomanía”, aclararon entonces desde el macrismo aludiendo al consultor Durán Barba. A pesar de todo, Francisco no pudo nunca colocarse por encima de la grieta entre kirchneristas y antikirchneristas, y eso dificultó el proyecto de visitar su país. Su última promesa de viaje al país fue para 2024, y así se lo adelantó a este periodista un año antes. No lo pudo concretar porque comenzaron los síntomas de su decadencia física, y tampoco le gustaba el actual clima político argentino, demasiado crispado.
Fotos y realidad
¿Cómo fue, en rigor, la relación con Mauricio Macri? El análisis se quedó siempre en la pura observación de la foto protocolar que se sacaron cuando el expresidente fue a verlo poco después de acceder al poder. El Papa estuvo serio, pero no muy diferente de cómo posó en algunas fotos con Cristina Kirchner y con Alberto Fernández. Son fáciles de comparar en cualquier hemeroteca. El Pontífice había tenido además un gesto de cortesía con Macri cuando lo designaron Papa y se enteró de que Cristina Kirchner no lo había incluido al jefe del gobierno de la Capital en la comitiva oficial del país que asistiría a la ceremonia de su asunción como jefe de la Iglesia católica. El despacho de Bergoglio como arzobispo de Buenos Aires había estado a mitad de camino entre las oficinas de la entonces presidenta de la Nación y las del entonces jefe de gobierno de la Capital. Bergoglio le envió una invitación especial a Macri y, al final, saludó a este primero que a Cristina Kirchner, simplemente porque saludó primero a los invitados especiales. No hubo, como se repitió, una crisis importante entre el cardenal Bergoglio y Macri cuando este no apeló una decisión de una jueza de la Capital que autorizó la primera unión civil argentina de una pareja homosexual. Es cierto que luego el arzobispo le envió una discreta carta a una congregación de monjas para señalarle su oposición, pero fue después de que se enterara que sus enemigos locales, en colusión con los de Roma, planeaban la intervención del arzobispado porteño por su silencio sobre esa unión civil. Si esa intervención hubiera ocurrido, nunca habría existido el papa Francisco. En 2020, ya como Papa, señaló que la Iglesia no se oponía a la unión civil de parejas del mismo sexo porque “tenían derecho a vivir en familia”. Se opuso al uso de la palabra “matrimonio” en esos vínculos porque sostenía que tal palabra pertenece a las religiones. Antes, en julio de 2016, en un reportaje concedido a este periodista, Bergoglio fue enfático: “Yo no tengo ningún problema con el presidente Macri. No me gustan los conflictos”. Ante un repregunta sobre esa relación, el Papa respondió, enfático: “No busque más razones para una supuesta mala relación. No hay ninguna explicación en la historia para que se diga que yo tengo un conflicto con Macri, quien me parece, además, una persona noble”. El reportaje se publicó en LA NACION el 3 de julio de 2016 y al día siguiente lo reprodujo el diario del Vaticano, L’Osservatore Romano, por pedido expreso del Pontífice.
La relación con Alberto Fernández fue corta y complicada. En verdad, el expresidente conocía muy poco al Papa, y formó parte de la cruzada kirchnerista contra el arzobispo de Buenos Aires cuando el presidente era Néstor Kirchner. Sin embargo, Bergoglio lo recibió mucho antes de que fuera presidente porque iba con otros dirigentes latinoamericanos para pedirle una gestión para lograr la libertad de Lula da Silva, que estaba preso en Brasil acusado de corrupción. Poco después de que Fernández llegara a la presidencia, el Papa tuvo una reunión oficial con él y el mandatario le aseguró que colocaría su gestión presidencial bajo la guía política y espiritual del Pontífice. Incluso, le anunció que le pondría de nombre Francisco al hijo que acaba de tener con su pareja Fabiola Yañez. Luego de regresar al país, el entonces presidente de la Nación anunció que promovería como jefe del Estado la legalización del aborto. Si hay algo que se sabía de Bergoglio era su pertinaz oposición al aborto. Punto final. La relación entre ellos se enfrió definitivamente.
La experiencia con Javier Milei fue corta, pero le perdonó en el acto aquella frase poco feliz del presidente, cuando no era presidente, que señaló que Bergoglio era “el representante del Maligno en la tierra”. Ya como jefe del Estado argentino, Milei lo vio en Roma y Bergoglio lo trató afectuosamente. “¡Te cortaste el pelo!”, le dijo no bien lo saludó al ya presidente argentino. Milei pareció haber escuchado el discurso del Papa porque durante el mes siguiente bajó el nivel de sus confrontaciones verbales con amigos y enemigos. No hubo oportunidad de una segunda reunión entre el Pontífice y el presidente de su país. “El Papa lo serena a Milei. Debería recibirlo un vez por mes”, ironizó hace poco uno de los principales obispos argentinos. Pero la verdad no se puede esconder: eran muy distintos.
¿Era Bergoglio peronista, como se repitió hasta el cansancio? Sintió cierta simpatía por el Perón que volvió del exilio en 1973 e impulsó el diálogo con sus opositores, sobre todo con su histórico adversario, el radical Ricardo Balbín. Nunca, en las conversaciones que tuvimos durante 35 años de relación personal (comenzó cuando Bergoglio era vicario del entonces arzobispo de Buenos Aires, el cardenal Antonio Quarracino), el Papa muerto me contó que fuera peronista. Si lo fue, se trató de un peronista raro. Militó contra el menemismo (demasiado frívolo, demasiado insensible, decía) y contra el kirchnerismo (mucho autoritarismo, muchas denuncias de corrupción nunca aclaradas), que son los dos peronismos con más protagonismo en los 40 años de democracia. Y, encima, fue quien autorizó y respaldó el llamado Diálogo Argentino previo a la crisis de 2001, que se organizó para evitar el colapso del país y para que el entonces presidente, el radical Fernando de la Rúa, concluyera su mandato. No lo logró, a pesar de que autorizó al entonces obispo de San Isidro, Jorge Casaretto, un cercano amigo suyo al que conocía desde el seminario y con quien se llevaba apenas diez días de diferencia en edad, para que insistiera y conversara repetidamente con todos los protagonistas de la vida pública argentina. No todos los obispos argentinos estuvieron de acuerdo con el apoyo de la Iglesia a ese diálogo. Este periodista escuchó al entonces poderoso arzobispo de La Plata, Héctor Aguer, decir: “Es un error de mis hermanos con el que yo no estoy de acuerdo”.
El legado papal
El legado del papa Francisco es demasiado amplio como para exponerlo en pocas palabras. Una síntesis arbitraria podría señalar que abrió las puertas de la Iglesia a los sectores más desfavorecidos de la sociedad. ¿Fue, por eso, un Papa comunista, como lo insultaron los conservadores? En la Biblia está la doctrina de Francisco: “Bienaventurado los pobres de espíritu porque de ellos es el reino de los cielos”, dice el libro sagrado. La Iglesia hablará de los pobres mientras haya un solo pobre. Autorizó la comunión de los divorciados, que antes estaba prohibida, y la unión civil de parejas del mismo sexo. Ordenó las finanzas del Vaticano, de tal manera que el banco de esa ciudad dejara de ser, como se lo reprochaba la Unión Europea, un paraíso fiscal, y aplicó una política de tolerancia cero a los abusos sexuales dentro de la Iglesia. Los escándalos sexuales o financieros de la Iglesia se redujeron muchísimo durante la gestión del papa Francisco. Las últimas decisiones, que se conocieron este año, fueron las más renovadoras. Nombró a dos monjas en cargos importantísimos del Vaticano. A una, Simona Brambilla, la elevó a la función de jefa del dicasterio (departamento o agencia gubernamental) responsable de todas las órdenes religiosas. A otra, Raffaela Petrini, la nombró presidenta de la gobernación del Vaticano, la autoridad máxima en la administración de la ciudad religiosa. Nunca esos lugares habían sido ocupados por monjas, pero Francisco ya había anticipado que se proponía equilibrar la representación de la mujer en el gobierno de la Iglesia universal. No habrá marcha atrás después de semejantes innovaciones.
Una parte importante de su legado es un discurso permanente en favor del diálogo entre los diferentes. El Papa muerto no se cansó de predicar la necesidad del acuerdo y el respeto. “Sin respeto, no puede haber convivencia ni, mucho menos, acuerdo”, repetía. No creía en la imposición de los autoritarios y, por eso, se encaminaba hacia un choque inevitable con el presidente norteamericano, Donald Trump. En la reunión de octubre pasado lo escuché decir: “Sigo creyendo que la unidad es superior al conflicto. La unidad se puede lograr si todos acordamos primero que la realidad es más importante que la idea”. En Buenos Aires, en su época de arzobispo, había creado la primera experiencia mundial de diálogo entre las tres religiones monoteístas. Una comisión integrada por el sacerdote católico Guillermo Marcó; por el líder de la comunidad musulmana local Omar Abboud, y por el rabino Daniel Goldman, constituyeron esa primera experiencia interreligiosa universal de diálogo. Luego, ya Papa, Bergoglio creo en el Vaticano el Dicasterio del Diálogo Interreligioso. “Este consejo de diálogo y acercamiento entre las partes está más vigente que nunca”, lo escuché decir cuando una ola de autoritarismo se apoderaba del mundo. “No vemos pronto”, me despedí en la reunión de octubre, después de incontables encuentros. “Siempre se lo espera aquí”, fueron las últimas palabras amables que escuché del viejo y cansado pastor.