
El presente y el pasado se rozan y se confunden en la voz de Patricia Palmer, quien atraviesa más de cuarenta años de trayectoria en cine, teatro y televisión como si pudiera andar esos caminos descalza, con sencillez y cierto asombro intacto. En la actualidad, además de su lugar en el programa Siempre a tiempo de Canal de la Ciudad, la actriz mendocina forma parte del elenco de Volvió una noche en El Tinglado Teatro y asume la dirección de Creer y reventar en el Teatro Picadilly.
¿De dónde nace la raíz que sostiene a la artista? La infancia asoma luminosa, inquebrantable, en algún rincón de Mendoza. “Más que estudiar, hacía obras de teatro. Éramos un elenco infantil al mando de una profesora y presentábamos obritas de teatro, algunas cantadas”, recuerda hoy con la voz intacta de aquella niña en el Centro Catalán. “Yo todo lo que es mi infancia lo recuerdo con mucha felicidad, porque tuve una infancia muy, muy feliz y, y… una familia muy linda. Entonces, la verdad es que todo eso lo recuerdo siempre con mucha felicidad”, confiesa Palmer, los ojos puestos en un pasado sin cicatrices.
¿Puede alguien recobrar los pensamientos de sus cuatro años? “Sería deshonesto pensar que uno recuerda lo que pensaba a los cuatro años (ríe), pero creo que toda mi vida me acompañó la actuación, la danza, la música. Y, sí, como que no tenía dudas que eso formaba una parte importante de mi vida.” Ahí estuvieron temprano sus otros intereses –psicología, medicina–, pero el arte ganó la partida de manera inevitable: antes incluso de terminar el secundario, ya estudiaba el profesorado de teatro en el Instituto Santa Cecilia y estaba en el Ballet de la Universidad Nacional de Cuyo. La escena, la disciplina y la vocación la arrastraban con la contundencia de quien ha encontrado su sitio: “eran muchos, muchas horas al día de mi vida, de mi infancia, de mi adolescencia”.
Ahí, en el Instituto Santa Cecilia, no solo estudió actuación: también pedagogía teatral. “Sí, lo estudié porque también me gustaba enseñar. Ya cuando tenía dieciséis, diecisiete años, me metí ahí en el instituto y pertenecía a esa edad ya a un elenco, que siempre cuento, con el que hicimos un teatro con mucho esfuerzo, un teatrito independiente y lo volaron con una bomba, con un compañero adentro que se había quedado casualmente a dormir en la época de la Triple A.» El grupo se llamaba Taller Nuestro Teatro (TNT) y el director era Carlos Owens. “En esa época estábamos haciendo El avión negro, que era una sátira de la vuelta de Perón”.

Aquella brutalidad alteró el rumbo. La danza fue durante un tiempo su refugio, por temor de sus padres. Pero el teatro sobrevivió: “Siempre mi amor estaba en el teatro. Hice unos años de danza y volví al teatro tres, cuatro años después, con comedias. Todo allá en Mendoza. Y después me vine acá en el año 81″.
El viaje a Buenos Aires fue un salto sin red. El contexto parecía propicio: las ficciones televisivas vivían su mejor momento, pero supo desde el primer día el costo real del sacrificio. “No fue nada fácil porque yo venía de Mendoza sin ningún contacto. Había que empezar a hacer castings, contactarse. Pero de a poquito, como toda mi carrera, siempre fue muy costosa, pero llegar, siempre llegué. Pero nada sencillo.”
La dificultad se multiplica si se considera la maternidad: “Yo ya tenía una nena. Yo tuve una nena a los veintiún años, y no era fácil la situación. Lejos de la familia. Pensemos que no había WhatsApp, no había celular para hablar con mi familia. Tenía que ir a una telefónica, esperar cuatro horas”. Son datos, pero también retratos íntimos de una época. Viajar a Mendoza era casi imposible. La aventura era quedarse y resistir.
La fama llegó, pero de esa, no se hizo fanática. “Mirá, te voy a ser sincera. Yo trabajaba todo el tiempo y no tengo mucha conciencia de cómo fue que empezó a conocerme la gente. Creo que fue de a poco, que lo tomé bastante natural, porque era lógico que si yo salía en la televisión y había tres canales y era lo único que la gente veía, te saludara por la calle. Lo fui tomando bastante normal.” Los pequeños sobresaltos asociados al éxito –el tumulto en la puerta de los teatros de Mar del Plata, el resguardo de los guardaespaldas, el eco de nombres como Beban, Satur– le resultaban incómodos. “A mí no me es cómodo la pérdida del anonimato, nunca me fue cómoda. Yo soy una persona muy simple, vivo simplemente”.

¿Quién puede, en ese remolino, mantener el equilibrio? Ella encontraba ese ancla en lo cotidiano; la familia, los amigos de fuera del ambiente, el supermercado, la comida diaria. “Sigo como siendo en algún lugar de mí, la chica de Mendoza, la familiera, mis amigos están fuera del ambiente la mayoría.” Hubo títulos de éxito –Dulce Ana, Regalo del cielo–, sí, pero la incomodidad del foco no cedía: “Esto de ir a la playa con tus hijos y que todo el mundo te venga a saludar… Pero eso no deja de ser molesto para tus hijos y para uno mismo, que a veces querés simplemente estar tirado en una reposera y nada más”.
La gratitud se mezcla con el cansancio: “Entiendo lo que le pasa a la gente cuando ve a un artista que ha estado viendo. Mucha gente se emociona o quiere hablar con vos y le tenés que dar ese tiempo, ¿no? Porque es parte de tu éxito de alguna manera, es parte de lo bueno que te está pasando”.
Graba a fuego una certeza para los padres, como quien le susurra un secreto al futuro: “En la vida de una persona hay que mirar lo que un niño desea y acompañar. Eso es un trabajo que los papás y las mamás, deberíamos tener muy presente, porque en la infancia es donde realmente se manifiesta el deseo puro y las ganas de lo que quiere hacer un chico… Si uno no acompaña eso desde chico, después a lo mejor enterrás el llamado. Y no te da tanta felicidad como te da tu propia… para lo que naciste”.
Hoy, Patricia sigue fiel a esa vocación temprana. El escenario, la docencia, la dirección y los años forman la biografía indomable de una artista que nunca sintió que la actuación fuera un hobby. “Siempre sentí que era algo importante en mi vida. También tenía el apoyo de mis padres. Porque si no, hubiese sido imposible”.

El telón baja y sube una y otra vez en su historia, y cada recuerdo es una sala colmada, un grito, una multiplicidad de emociones atravesando varias generaciones. La actriz revive aquellos años de oro de la ficción nacional con una mezcla de orgullo y melancolía, esa nostalgia serena de quien supo alcanzar la cima en una época irrepetible.
“Me acuerdo cuando hicimos Regalo del cielo, que, por ejemplo, en La Plata metimos doce mil personas en una cancha. Ahí también teníamos guardaespaldas, estaba Germán Kraus, Arturo Bonín, Pablo Alarcón, eran todos galánes. También Cecilia Dupazo, un elenco de lujo y, sí, se vivía como con mucho furor. Porque no estaba tan diseminada la ficción, entonces era muy concentrado. Nosotros teníamos treinta y cinco puntos de rating. Era mucha gente”.
Las imágenes brotan nítidas. Doce mil personas. Un estadio. El furor por la televisión abierta comprimido en apenas algunos canales, con el país atento a la próxima escena, a la ficción del momento. Patricia reconoció que aquel frenesí ya no encontrará su espejo en la actualidad: la industria cambió, el público mutó.
“Lamentablemente creo que no va a volver. Están las plataformas ahora. Pero a la televisión abierta, eso que vivimos nosotros, no me parece posible por una cuestión económica, porque la publicidad también se atomizó con las redes. Hoy nadie va a poner el dinero que ponían en publicidad en un canal que no le conviene, no le reditúa, es un target de gente más grande. La televisión abierta no es de la gente joven, de la gente que más consume. Mañana será multiverso, no sé, no tengo idea, pero cambió el mundo audiovisual y volver para atrás no lo veo factible”.

¿Cómo se sobrevive a ese cambio? ¿Se elige un solo rol, un solo escenario? Ella hace equilibrio —y lo disfruta— entre la actuación y la dirección, como si fueran hijos con naturalezas opuestas que se crían bajo el mismo techo. “Los dos son distintos, son como hijos totalmente distintos, con distinta personalidad, te provocan distintas emociones, pero los querés a los dos igual”, aseguró. Lejos de automatismos, cada función, cada puesta en escena se convierte en una prueba viva. Y su lugar detrás de escena tiene un encanto propio. “Me encanta. Es otra emoción, es otra adrenalina. Me preparé también bastante. Hice dirección con Rubén Szuchmacher, que es un gran maestro, que siempre recuerdo con mucho cariño. No es algo que me surgió de pronto, vengo preparándome hace muchos años porque me encanta, así como me encanta la docencia. Son, como te decía, hijos diferentes. La televisión es uno, el cine es otro, el teatro es otro… Tengo como ocho hijos por ahí”.
La disciplina, la autocrítica y el trabajo desbordan en cada confesión. Se autodefine detallista, maniática incluso. “Yo voy a todas las funciones, te pueden decir mis actores que voy a todas las funciones y estoy cambiando permanentemente. Pobrecitos de ellos, porque después de cada función les digo: ‘Esto no lo digas, esto decilo, bajá acá’. Adapto todos los textos que yo hago y dirijo, hice la carrera de dramaturgia también en la IUNA y me gusta mucho el humor, entonces trato de meterle humor a todo. Ya te digo, soy una atrevida”.
Las primeras semanas son puro caos. Cada actor prueba, improvisa, busca. Pero después de ese torbellino aparece la forma, la armonía. “Al principio es mucho caos, porque cada uno manda fruta a lo loco, ¿viste? Pero bueno, después de eso viene la organización. Después de un mes, dos meses, y todo eso es lo emocionante, cuando ves que todo ese caos se va como acomodando. Porque el teatro es un equipo. Yo necesito ese equipo. Es como un equipo de fútbol, quizá yo soy el que va corriendo y veo dónde voy a tirar la pelota. No podés jugar sola ni querer hacer los goles sola porque perdés. Está el equipo y tenés que estar mirando todo el tiempo”.
Patricia Palmer entiende al teatro como un juego coral. La actriz, la directora, la dramaturga y la docente conviven adentro de un mismo cuerpo, uno entrenado para la incertidumbre y habituado al vértigo. ¿Quién decide cuando se atraviesan esos límites? ¿Cuántas veces se reinventa una carrera que comenzó en las canchas y hoy respira en los escenarios y las bambalinas? El arte, en su versión más humana, encuentra en ella una pieza imprescindible de la memoria colectiva argentina.

En la actualidad, se encuentra como directora de la obra Creer y reventar, con Diego Carreño y Matías Lodeiro los viernes a las 20.30 en el Teatro Picadilly. A la vez, se encuentra en su doble papel de actriz y directora de Volvió una noche en el Teatro el Tinglado, los sábados a las 21.30.
Su risa resuena cálida, casi maternal, cuando habla de su vida fuera de escena. La fuerza apacible que muestra en el escenario parece aún mayor puertas adentro, allí donde la actriz, la directora y la guionista se convierte en guardiana cotidiana. “Yo soy remadraza, tengo tres hijos, adopté hace dos años un adolescente que está en casa, que está terminando quinto año, y tengo dos nietos grandes ya. Así que lo conozco muy bien el papel de madre posesiva e hincha pelotas. Pero me siento bien y mis hijos también, así que se ve que va bien. A veces les digo: ‘Yo no estoy acá para que me quieran, estoy acá para que ustedes sean mejores personas, así que aguantárselas’”, afirmó entre carcajadas, al dejar ver el estilo inconfundible con el que encara cualquier desafío.
A los 68 años, cuando muchos apuestan por la tranquilidad, ella decidió extender aún más los límites del amor y del hogar: adoptó a un joven de 17. La decisión no fue un simple acto de generosidad, sino una misión con destino claro y palabras rotundas: “Mi llamado es el de alentar a las personas que quieren adoptar niños grandes. A partir de los 12 años, más o menos, a los niños no los quieren. La gente que tiene ilusión de tener hijos porque no tuvo, quizá quiere bebé y todo eso es muy romántico, es muy lindo, sería fantástico, pero no existe en la realidad. En la realidad hay muy pocos niños chicos… Por ejemplo, cada 200 niños pequeños hay 800 postulantes. En cambio, en niños grandes es al revés. O sea, hay muchísimos niños grandes y no hay postulantes.”
El dato estremece, pero también empuja a la reflexión. “Si cada uno que puede o quiere adopta un niño, el mundo se mejoraría un montón. Los niños más grandes tienen la ventaja de tener la conciencia de lo que es la adopción. Entonces, colabora mucho, muchísimo. Por supuesto que vienen lastimados, dañados, porque que te alejen de tu familia biológica es un daño muy grande. Pero el amor repara, el amor repara y ellos necesitan esa reparación. Así que ese es mi aliento. Por favor, por favor, adopten niños grandes. Se meten en convocatorias públicas y ahí van a ver una cantidad de niños impresionantes en todo el país que están deseosos de tener su familia, su hogar”.

Patricia despliega la misma convicción en lo social que en los escenarios. La maternidad, para ella, no es sólo instinto sino compromiso, una apuesta diaria por el bienestar de quienes la rodean. Acumula historias y generaciones y convierte las complicaciones en oportunidades de crecimiento. ¿No es acaso una forma de interpretar cada día un guión nuevo, pero real, tangible, valiente?
La actriz y directora insiste: adoptar niños grandes no es solo un acto de amor, es una urgente responsabilidad social, un modo concreto de reparar heridas profundas y construir el mañana. El mensaje queda flotando como desafío y esperanza: animarse, animarse de verdad, a cambiarle el destino a un chico que espera, y a dejarse cambiar el propio para siempre.