“Soy un alma desnuda en estos versos, alma desnuda que angustiada y sola va dejando sus pétalos dispersos…”, escribió Alfonsina Storni en La Loba (1918), uno de sus poemas más recordados que sintetiza su lucha interior y el mundo que la rodeó.
Nació el 29 de mayo de 1892 en Sala Capriasca, Suiza, pero fue criada desde pequeña en Argentina. Arribó en un país en plena transformación, marcado por la inmigración masiva y un orden conservador que dejaba a las mujeres al margen de los debates públicos. En ese contexto, el positivismo dominaba el pensamiento y la voz femenina era casi desconocida en el campo cultural. Por eso, su aparición como poeta, maestra y periodista representó una irrupción: la de una mujer que no pedía permiso para escribir, que convertía la experiencia personal en una forma de intervención social.
Su obra, desde La inquietud del rosal (1916) hasta libros como Mundo de siete pozos (1934) y Mascarilla y trébol (1938), recorrió temas entonces vedados o censurados: el cuerpo femenino, el deseo, la maternidad sin idealización, la fatiga vital y la autonomía. Su voz, decidida y sin concesiones, consiguió interpelar y desestabilizar las normas literarias establecidas de su época. Pero no solo escribió poesía: ocupó espacios de opinión en los diarios y se convirtió en una referencia para las mujeres que buscaban una palabra propia en lo público. Su escritura fue política. Derribó moldes estéticos sin caer en el panfleto, y dejó una obra que desbordó los géneros para instalar preguntas que aún persisten: sobre el deseo, el cuerpo, la maternidad, la autonomía y el derecho de las mujeres a narrarse sin permiso.
Su vida también estuvo marcada por vínculos intensos y complejos. Con el escritor Horacio Quiroga compartió una relación cercana durante sus veinte años, atravesada por el respeto literario, el intercambio de cartas y la afinidad existencial. Años más tarde, durante una visita a Buenos Aires, Federico García Lorca asistió a una lectura pública de Alfonsina y, aunque no se conservan declaraciones suyas, la admiración fue mutua y quedó plasmada en el poema que ella le dedicó, Retrato de García Lorca (1934).
Aunque evitó los rótulos, su presencia fue clave en la apertura de espacios para escritoras en América Latina
Los primeros años
Alfonsina fue la tercera hija del matrimonio formado por Alfonso Storni y Paulina Martignoni; en homenaje a su padre, llevó su nombre. Escribió en prosa y obras teatrales, pero fue la poesía su máxima fuente de inspiración, expresión y desahogo para sus pesares. La relación con la escritura fue temprana: a los diez años ya había escrito un poema sombrío, atravesado por la muerte, en el que se insinuaba la melancolía que más tarde impregnaría gran parte de su obra.
Seis años antes, cuando tenía cuatro, la familia emigró a la Argentina y se instaló primero en la región cuyana. “Estoy en San Juan, tengo 4 años; me veo colorada, redonda, chatilla y fea. Sentada en el umbral de mi casa, muevo los labios como leyendo un libro que tengo en la mano y espío con el rabo del ojo el efecto que causo en el transeúnte…”, revivió en una de sus obras. Luego, se mudaron a Rosario, en una etapa de inestabilidad económica. Aunque su padre había tenido una pequeña cervecería en Suiza, los emprendimientos familiares en la Argentina no prosperaban. Doña Paulina, su madre, llevó adelante distintos proyectos: abrió una escuela en su casa y luego un café cerca de la estación de trenes, donde Alfonsina ayudaba lavando platos y atendiendo a los clientes.
La situación económica no mejoró. Con apenas diez años, Alfonsina empezó a trabajar como obrera en una fábrica de gorras, mientras sus hermanas se dedicaban a la costura. De esa manera, la infancia quedó atrás muy pronto. En 1907, una compañía de teatro itinerante llegó a Rosario durante una gira nacional y fue cuando Alfonsina tuvo una oportunidad inesperada: supo que una actriz había enfermado y buscaban un reemplazo. Se presentó a una audición y quedó. Con el consentimiento de su madre, se unió a la gira por varias provincia. Esa experiencia marcó el inicio de su vínculo con el arte escénico que más adelante retomaría, pero sobre todo confirmó su amor por el lenguaje y por el escenario como espacio de expresión.
Del teatro a las aulas y de allí a las revistas de Buenos Aires
“A los 13 años estaba en el teatro. Este salto brusco, hijo de una serie de casualidades, tuvo una gran influencia sobre mi actividad sensorial, pues me puso en contacto con las mejores obras del teatro contemporáneo y clásico (…). Pero casi una niña y pareciendo ya una mujer, la vida se me hizo insoportable. Aquel ambiente me ahogaba. Torcí rumbos…”, le contó Alfonsina al filólogo español Julio Cejador en una carta donde recuerda su temprana incursión en el teatro. Al salir de allí, escribió su primera obra teatral, de la que no quedaron rastros.
Cuando regresó a su hogar se encontró con algunas sorpresas: su madre se había vuelto a casar y mudado a Bustinza, otra localidad de Santa Fe. Ese mismo año, comenzó a estudiar la carrera de maestra rural en Coronda. Se recibió y al poco tiempo logró un puesto como docente titular, pero sin dejar la escritura: por un año publicó sus poemas en las revistas literarias de Rosario. Al año siguiente hizo lo mismo en Mundo Argentino, una revista nacional que llegaba a varios países de habla hispana.
En 1911, con 19 años, se mudó a Buenos Aires y al año siguiente nació su hijo Alejandro. Nunca reveló la identidad del padre. Para mantener al niño trabajó como cajera en un comercio de Florida y Sarmiento y en la revista Caras y Caretas. Su estilo de vida subrayó su carácter decidido e independiente, algo inusual para la época. Cinco años más tarde, en 1916, por fin pudo vencer sus dificultades económicas y logró publicar La inquietud del rosal, su primer libro.
No tardó en llegarle el merecido reconocimiento: durante un homenaje al novelista Manuel Gálvez, recitó públicamente sus propios versos con muy buena recepción. En el otoño de ese año, la revista Mundo Argentino volvió a publicar uno de sus poemas y compartió páginas con Amado Nervo, poeta mexicano que ella admiraba y que era defensor del modernismo junto con Rubén Darío.
Poco tiempo después, Manuel Ugarte y José Ingenieros se convirtieron en sus más entrañables amigos. En esos años de crecimiento en la literatura, nunca dejó de lado su trabajo docente. Para 1920, Alfonsina viajó por primera vez a Montevideo y conoció a varios colegas. Así la describió la poeta Juana de Ibarbourou después de la muerte: “Era joven y parecía alegre; por lo menos su conversación era chispeante, a veces muy aguda, a veces también sarcástica. Levantó una ola de admiración y simpatía… Un núcleo de lo más granado de la sociedad y de la gente intelectual la rodeó siguiéndola por todos lados. Alfonsina, en ese momento, pudo sentirse un poco reina”.
El grupo “Anaconda” y Horacio Quiroga
La década de 1920 encontró a Alfonsina en un momento de plena consolidación literaria. Ya había publicado Irremediablemente (1919) y Languidez (1920), dos libros que la posicionaron como una de las voces poéticas más relevantes del Río de la Plata. En esos años entabló una estrecha amistad con el pintor Emilio Centurión, a quien visitaba en su casa con frecuencia. Y, según distintas fuentes, fue allí donde conoció al escritor uruguayo Horacio Quiroga, en 1922. Él ya había publicado sus obras más reconocidas y subsistía modestamente gracias a sus colaboraciones en la prensa.
La relación entre ambos escritores generó revuelo en su época y hoy, probablemente, hubiese ocupado titulares en varias revistas de chimentos. Varias biografías de Storni coinciden en una anécdota que atribuyen a la escritora Norah Lange: durante una de las reuniones habituales entre escritores, se jugó al tradicional juego de las prendas. A Quiroga le tocó sostener un reloj de cadena, que él y Alfonsina debían besar al mismo tiempo. En un gesto inesperado, Quiroga retiró el reloj justo cuando ella acercaba los labios, y el juego terminó en un beso.
Entre 1919 y 1922, Quiroga hacía referencia a Alfonsina en las cartas que escribía a sus allegados, lo que daba cuenta de lo cercanos que eran. En 1925, Quiroga se mudó a Misiones y la invitó a acompañarlo. Ella dudó de la oferta y le pidió consejos a su amigo Benito Quinquela Martín: “¿Con ese loco? ¡No!”, le dijo. Alfonsina atendió la sugerencia y rechazó la oferta.
En ese mismo año, la escritura de Storni dio un giro y Ocre marcó un punto de inflexión: una poesía más introspectiva, influida por el duelo por la muerte de su gran amigo José Ingenieros (ocurrida el 31 de octubre de 1925) y por su experiencia docente en la Escuela Normal de Lenguas Vivas, donde daba clases de lectura y declamación. La soledad empezaba a asomar como un tema persistente en su obra. En ese tiempo también recibió en su casa a la escritora chilena Gabriela Mistral, quien quedó profundamente impresionada por su personalidad y carácter.
Dos años más tarde volvió a un viejo amor: estrenó su primera obra de teatro bajo las atentas miradas de su público, entre ellos el presidente Marcelo Torcuato de Alvear y su esposa, Regina Pacini. Pero la critica fue despiadada y duró solo tres días en cartel. Aunque desanimada, inició entonces una etapa marcada por el activismo social y el gremialismo literario: participó de la creación de la Sociedad Argentina de Escritores. Comenzó a viajar de manera reiterada a España y, posteriormente, publicó dos nuevas obras, mientras colaboraba en los diarios Crítica y La Nación.
En 1933 tuvo un encuentro relevante en el café Tortoni: conoció a Federico García Lorca, quien había llegado a Buenos Aires, deslumbrando a los círculos literarios porteños. Impactado por la fuerza de su presencia y su potencia en la voz, el poeta andaluz había manifestado su admiración por Alfonsina, quien le dedicó un poema que luego fue incluido en Mundo de siete pozos (1934), su penúltimo libro publicado en vida.
Dos años después, en mayo de 1935, Alfonsina fue sometida a una operación por un cáncer de mama. Su salud comenzaba a deteriorarse de manera irreversible. A ese padecimiento físico se sumó un golpe emocional profundo: el suicidio de Horacio Quiroga. Alfonsina lo despidió como sabía y le dedicó un poema con sabor a partida que, también, anticipaba su propio final: “Morir como tú, Horacio, en tus cabales/ Y así como en tus cuentos, no está mal/ Un rayo a tiempo y se acabó la feria…/ Allá dirán./ Más pudre el miedo, Horacio, que la muerte/ Que a las espaldas va/ Bebiste bien, que luego sonreías…/Allá dirán”.
La conciencia del tiempo final
Su ultimo año fue un período de enfermedad, introspección y despedida, en el que enfrentó con crudeza las limitaciones impuestas por su cuerpo y la soledad.
Luego de ser operada por el cáncer de mama, su salud se fue deteriorando de forma paulatina. Se escudó escribiendo y conservando alguna actividad literaria, a través de colaboraciones en La Nación. Pasó un tiempo y, finalmente, decidió aislarse del ámbito público, dejó de frecuentar cafés, evitó presentaciones y redujo sus vínculos sociales. Buscando calma y aislamiento, se instaló cerca de la playa: primero en Santa Clara del Mar y luego en Mar del Plata, donde intentó convivir con el dolor físico y un silencioso proceso de despedida.
Pese a esa situación, en enero de 1938, viajó a Montevideo para participar de un encuentro organizado por el Ministerio de Instrucción Pública de Uruguay, junto a sus colegas Juana de Ibarbourou y Gabriela Mistral, donde debían exponer sus procesos creativos. Alfonsina escribió su exposición durante el viaje: puso su valija sobre las rodillas, sacó lápiz y papel y escribió Entre un par de maletas a medio abrir y las manecillas del reloj. Ese mismo año publicó Mascarilla y trébol, una serie de poemas breves marcados por la conciencia de la muerte, y Antología poética con sus textos preferidos. Esos libros revelan una voluntad de cierre lúcida y contenida hacia el final. Poco antes de morir, envió los originales a la editorial Losada en un sobre cerrado, mientras su salud se agravaba y el temor al avance de la enfermedad la atormentaba.
El 23 de octubre de 1938 viajó sola a Mar del Plata y se alojó en un hotel frente a la playa La Perla. Durante la madrugada del 25 de octubre, abandonó su habitación y fue hacia el mar. Nadie la vio. Dos obreros encontraron su cuerpo sin vida horas más tarde. La leyenda dice que caminó lentamente hacia las olas —una imagen que luego inmortalizaría la canción Alfonsina y el mar—, la realidad es que dejó una carta dirigida a su hijo Alejandro y una nota para la administración del hotel que simplemente decía: “Me arrojo al mar”.
“Querido Alejandro: Te hago escribir con mi mucama; pues anoche he tenido una pequeña crisis y estoy un poco fatigada, solamente para decirte que te adoro, que a cada momento pienso en ti, nada más por ahora para no cansarme e insisto en decirte que te adoro, sueña conmigo, lo necesito. Besitos largos, Alfonsina”, le escribió a su hijo. También dejó con ese escrito su último poema, Voy a dormir.
Alfonsina no resistió: la muerte de Horacio Quiroga (19 de febrero de 1937), el avance del cáncer y el desgaste acumulado por los años de lucha pudieron haber influido en su decisión final.
Los diarios de la tarde titularon: “Ha muerto trágicamente Alfonsina Storni, gran poetisa de América”. Alejandro se enteró de la muerte de su madre por la radio. La noticia conmocionó al mundo literario. En los días siguientes, los homenajes se multiplicaron: Alfonsina se convirtió, definitivamente, en una figura fundamental de la literatura de habla hispana.
Su último poema: “Voy a dormir”
Dientes de flores, cofia de rocío,
manos de hierbas, tú, nodriza fina,
tenme prestas las sábanas terrosas
y el edredón de musgos escardados.
Voy a dormir, nodriza mía, acuéstame.
Ponme una lámpara a la cabecera,
una constelación, la que te guste;
todas son buenas, bájala un poquito.
Déjame sola: ¿oyes romper los brotes?
Te acuna un pie celeste desde arriba
y un pájaro te traza unos compases
Para que no olvides… Gracias. Ah, un encargo:
si él llama nuevamente por teléfono
le dices que no insista, que he salido…