No se sabe con certeza cuándo las plantas desarrollaron las primeras flores. La ciencia tiene ese hábito fantástico de dudar; y de refutar solo con pruebas, no con relato. Algunos fósiles indican que las antepasadas de las flores actuales tienen 130 millones de años. Pero también hay razones para pensar que podrían ser mucho más antiguas y que 250 millones de años atrás algunas plantas empezaron a ensayar un nuevo mecanismo de reproducción, insólito y arriesgado.
Eso fue 185 millones de años antes de que cayera, en lo que hoy es la Península de de Yucatán, un cometa del tamaño de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. El cataclismo iba a causar un cambio climático brutal que duró 100.000 años y llevó a la extinción a toda una clase de animales que hasta entonces había prosperado sin freno. Exagero. Solo los grandes dinosaurios se extinguieron. Buena parte de los que no terminarían retratados por Hollywood evolucionaron hasta convertirse en nuestras queridas aves actuales.
Así que los humanos estábamos muy lejos en el futuro cuando la vida en la Tierra se sentó con sus planos y dijo: “A esto le está faltando flores”. Y se puso a trabajar.
Sin embargo, los humanos amamos esa creación. La primavera, que por fin está entre nosotros, viene asociada sobre todo con las flores, los trinos, los gorjeos y los días luminosos. Como ocurre con otros fenómenos, sin que ni siquiera nos preguntemos por qué, sería muy difícil encontrar a alguien que encuentre desagradables estos estímulos.
Dentro de ese misterio se esconde otro, que me parece todavía más insondable. Los perfumes. Es cierto que desde la tierra mojada hasta la madera del sándalo y la resina del arbusto de la mirra propagan aromas que nos atraen y que a veces añoramos. El olor a mar, por ejemplo. Pero las flores, bueno, son flores; son las dueñas absolutas de nuestro sentido más sutil y emocional.
Pero déjenme hacer mi trabajo. Donde uno debería simplemente regocijarse, no puedo evitarlo, y pregunto: “¿Por qué exhalan perfumes las flores?” Podría ser mero narcisismo. No les alcanzaba con ser bellas y punto. No. Además tenían que procurarnos esa dicha siempre inconclusa de los azahares y las lavandas. O la que solo despereza sus notas preternaturales por las noches, como la flor de cera, cuyo nombre científico es Hoya carnosa. Incluso hay plantas que llenan el aire con unas moléculas que nuestras narices no perciben. Es que disfrutamos de un convite ajeno.
Las plantas tampoco están a nuestro servicio, crean lo que crean los conquistadores seriales. los colores de sus flores (mucho de los cuales nuestra vista tampoco puede advertir), sus formas y sus perfumes sirven al breve, pero intenso papel que le ha tocado a las flores, el de la reproducción. En un mundo de estímulos que no podemos siquiera empezar a comprender, son faros que atraen a los polinizadores, avisan cuando han alcanzado la madurez y se defienden de las amenazas. De día, las flores perfuman para convocar insectos y aves; de noche, cuando su polen se adaptó a viajar a bordo de polillas y murciélagos.
Y sin embargo, las idolatramos desde siempre. Ya sé, hay que tomarse un momento para disfrutar del perfume de las flores. Pero la pregunta no deja de machacar desde ese vaso con jazmines y rosas. ¿Por qué este festín de colores y perfumes, cuyos destinatarios son los pájaros y los insectos, nos hace tanto bien, nos llena de felicidad, nos cura?
Bueno, también ahí hay un número de teorías. A lo mejor, puesto que evolucionamos en un mundo que ya era floral, nuestro cerebro asoció estos colores y estas esencias con la abundancia de frutos, de miel, de aves, de agua. Pero también es posible que la vida, luego de un merecido descanso, se haya dado cuenta de lo bien que le había salido todo esto de las flores y haya decidido que necesitaba que alguien les cantara y les compusiera himnos y odas. Entonces tuvo otra idea.