Hay personas que son indivisibles de su ámbito. Que están adheridas a un lugar, por amor y pertenencia. Las calles de Liniers tienen un fragor incesante sobre la avenida Rivadavia, cuando el reloj parte la jornada en el mediodía, pero se vive una mansa calma un par de cuadras hacia adentro, al respirar el aroma a barrio. La cita con Raúl Gámez no podía ser en otro sitio que allí, donde será por siempre local, envuelto en los recuerdos de una vida pletórica de fútbol y de Vélez.
El encuentro con Raúl. Con ese porte que fue por siempre un sello propio y que mantiene intacto, desmintiendo el almanaque que ya cantó los 80. El saludo fraternal, para poder abrir el arcón de los más preciosos recuerdos, que comenzaron con una sentencia a flor de piel: “Vélez es el amor de mi vida. Yo me casé con Vélez, no con mi esposa (risas). Desde los 6 años anduve por el club, que tenía la primera pileta olímpica de la Capital y ya debo haber cumplido las bodas de diamante como socio. Ese vínculo me hizo muy bien y también, un poco mal. Todo por culpa mía. Me sacó del juego, que me gustaba mucho. Y eso lo debo agradecer, porque la historia del jugador compulsivo siempre termina mal. No hay salida. Cuando era dirigente, me internaba en el club. Era la única forma de poder controlarlo. Pasaba 14 horas ahí adentro. Vivía a unas pocas cuadras, donde alquilé durante 25 años hasta hace un tiempo, cuando ya no lo pude pagar más. Soy jubilado y cobro la mínima. No soy indigente por la gran cantidad de amigos que tengo. Uno de ellos me presta un departamento en Villa Luzuriaga, donde estoy ahora. Es feo vivir de prestado, cuando uno tuvo una vida de trabajo, pero quizá descuidé mis emprendimientos personales por Vélez”.
Ese amor germinó entre los adoquines que adornaban las calles del barrio, siempre desembocando en el viejo Fortín. Desde pibe en la tribuna, abrigado con la bandera y la V, soñando con esa quimera de verlo campeón: “Llevábamos varios años de noviazgo con mi esposa, cuando Vélez hizo la gran campaña del Nacional ‘68. Al llegar a los momentos finales, dije que si salíamos campeones me casaba. Y ustedes fueron los culpables (se ríe mientras mira la foto y les habla a los jugadores de aquel equipo). El día de la consagración, en la cancha de San Lorenzo contra Racing, te juro que miraba al cielo y veía flamear la bandera de Vélez. Fue memorable, porque hasta ese momento, nuestro equipo perdía casi siempre (risas) y nosotros éramos hinchas para ir a verlo jugar, no ganar. Y eso era suficiente. La cosa fue cambiando en los ‘90, de lo que me siento responsable. Por ejemplo, que la platea sea tan brava y exigente, porque se acostumbraron a los éxitos. Yo hice cambiar las populares de lugar, para tener la de mayor capacidad y hacernos más fuertes en nuestra casa”.
Desde que tiene uso de razón, cada domingo, Raúl estaba allí, en la tribuna, alentando al equipo. Conocido por todos, respondiendo a un seudónimo cuyo origen ingresó en la mitología del tablón. Él se encarga de aclararlo: “Cuando éramos chicos, había un pibe de la barra al que el tío le decía Pistolita y a él no le gustaba. En aquellos tiempos, al vago o al piola se le solía decir: No te hagas el pistola. Viene de ahí, nada que ver con las armas o la violencia”. En 1982 fue testigo y protagonista de uno de los choques de barras más duros que se recuerden. Nueva Chicago había ascendido el año anterior y recibía al Fortín: “Unos chicos de Velez prendieron fuego una parte de los quinchos y la gente se enardeció. Yo nunca tuve mucho miedo, pero por inconsciente, no por guapo. No razono ante el temor, pero no lo hago de valiente. Esa fue una pelea durísima y complicada, porque se nos vino encima toda la gente de Chicago y me pegaron en la cabeza con una botella de vidrio de ketchup. Me llevaron al hospital, donde me cosieron la herida y me volví para la cancha, aunque parezca mentira. Cuando terminó, regresamos para Vélez, donde me dieron una camisa, porque la mía estaba ensangrentada y rota. De ahí nos fuimos al hipódromo de Palermo: tenía que llegar lo más tarde posible a mi casa para que no me viese mi esposa en ese estado (risas)”.
Poco tiempo después le llegaría el turno de involucrarse definitivamente en la vida institucional del club como dirigente. Con un modelo a seguir, que era nada menos que José Amalfitani: “Tuve el gusto de conocerlo, porque nos cruzábamos siempre en el club. No llegué a establecer confianza por la diferencia de edad, pero siempre lo veía y charlábamos. Nosotros éramos de la hinchada, pero sin micros, entradas ni nada de parte de Vélez. Conseguíamos algún camioncito y así íbamos a las canchas de visitante. Éramos un grupo que parábamos en la vieja entrada al club sobre la calle Barragán, un día pasó Don Pepe y le dije, bastante canchero: ‘Nos hacen falta un 7 y un 8 en el equipo’. Él era petiso y bastante cabrón. Recuerdo que se dio vuelta y me contestó: ‘7 y 8 son 15. Escoba. Te embromé’ (risas). Era rápido, bravísimo, súper honesto y trabajador. Al que quería aparecer para figurar, lo hacía aportar plata o ponerse a laburar. Por eso es tan reconocido en todos los niveles y el estadio con justicia lleva su nombre”.
El Mundial ‘86 fue una de las gestas más grandes del fútbol argentino. No solo por la soberbia actuación del equipo, con un Maradona de otra galaxia, sino por cómo se llegó. Gámez era de los pocos que confiaban, porque conocía a los protagonistas: “Fui muy amigo de Osvaldo Zubeldía, desde la época que fue jugador de Vélez. Y más tarde tuve relación con Carlos Bilardo. Era gente con la que aprendías de fútbol. Nunca necesité que me regalaran un pasaje, porque me lo podía pagar con mi trabajo. México ‘86 lo viví muy de cerca. Cuando llegué a Ezeiza había una huelga de maleteros de Aerolíneas y allí me encontré con Carlos Bello, que era un diputado radical y me consiguió viajar con él por otra compañía. Llegamos y yo no tenía ningún hospedaje reservado, entonces me alojé con Carlos en el Crown Plaza, donde estaban los dirigentes y allegados. Un día, Hugo Santilli y Julio Grondona me propusieron acompañarlos a la concentración de la Selección. Cuando llegamos, noté un clima excelente. Nos quedamos a comer el asado que había preparado el padre de Diego. Como ganaron el partido siguiente, me adoptaron un poco como cábala y hasta hicieron la gestión para que regresara con el plantel en el avión. Fue maravilloso. Lo mismo que salir con ellos al balcón de la Casa de Gobierno, algo que mi esposa nunca me perdonó: ‘Te fuiste un mes y, al volver, no venís para casa, sino que termino viéndote por televisión en el balcón’” (risas).
Sin embargo, para muchos, la conexión Gámez-México ‘86 tiene otra connotación, vinculada a un enfrentamiento de barras con los temibles hooligans: “Todo se inició por una discusión muy simple, por una banderita. Se acercaron desafiantes unos ingleses, que querían ocupar un lugar que era para los argentinos. Comenzaron los forcejeos, hasta que me perdí mentalmente, pero logramos conseguir el espacio para nuestra gente. Yo soy de la idea que los hinchas ingleses son buena gente, trabajan y estudian de manera normal. Nosotros estamos confundidos, y más en ese momento, con el tema de Malvinas. Ellos son peligrosos cuando toman de más, porque ahí son capaces de cualquier cosa. Di y recibí bastante, porque nos agarramos varias veces. Incluso a la salida me estaban esperando los muchachos (risas). A veces me pone mal cuando me lo recuerdan, sobre todo por mis nietos. Hace poco hicieron un mural cerca de la cancha de Vélez, en la zona del colegio, donde se me ve peleando”.
Durante gran parte de la década del ‘80 y comienzos de los ‘90, Vélez conformaba buenos equipos, con excelentes jugadores, pero no podía gritar campeón. Estuvo cerca en el ‘92, cuando ya Gámez era el responsable del fútbol profesional. Tras la ida de Eduardo Manera, había que elaborar con tiempo la temporada ‘93: “En el primero que pensé fue en Marcelo Bielsa, que recién había llegado a México, y de quien tenía las mejores referencias, pero había decidido instalarse por unos años allá con la familia. No era fácil la decisión y había que elegir bien. Conocía a un farmacéutico fanático de Vélez, de apellido Godoy, que siempre me insistía para que lo llamara a Bianchi que vivía en Francia. A Carlos lo conocía desde antes de que debutase en Primera. Firmamos el contrato por un año y a los pocos meses ya lo queríamos extender a tres más (risas). Se dio una cosa extraordinaria, porque llegó y salió campeón del primer torneo. Y no paró más, sumando la Libertadores y la Intercontinental. Fue un técnico brillante. Se fueron Mancuso, Gareca y armó un equipo sólido, con muchos jóvenes. Nosotros acompañamos desde la conducción, no vendiendo, pese a todos los pedidos, ni a Boca ni a River. No íbamos a reforzar a los rivales”.
En ese plantel sobresalía una inmensa figura, que desde el arco irradiaba una impactante sensación de confianza e invulnerabilidad, que lo transformaría en uno de los ídolos más grandes de la historia del club: “José Luis Chilavert fue un fenómeno. Los fuimos a buscar a fines del ‘91, cuando había regresado de España. Eduardo Manera era nuestro entrenador y no solo me recomendó a él, sino a José Basualdo y Roberto Trotta. Lo que decía él, era un acierto, lástima que no se le dieron bien las cosas. En ese momento era vicepresidente del club y el responsable del fútbol profesional. Mi idea era poder cambiar la imagen de Vélez en el fútbol, donde no era tan reconocido, como si en otros ámbitos, como el social. Chilavert era excepcional, no solo como arquero, sino que se hacía cargo de la presión que podían sufrir sus compañeros. Una personalidad ganadora única”.
La Copa Libertadores del ‘94 configuraba un desafío para Vélez. Era el regreso a la máxima competencia y en uno de los grupos más complejos: Palmeiras, Cruzeiro y Boca. No solo ganó la zona con autoridad, sino que fue campeón, dejando en Raúl un recuerdo imborrable: “Lo que más disfruté en mi vida fue la final de la Libertadores contra Sao Paulo en Brasil, porque la del mundo fue una yapa. Como dirigente traté de ser ejemplo, porque sabía cuáles eran las cosas que no se podían hacer, pero esa noche me equivoqué. Antes del partido, le dije al árbitro Filippi: ‘Estoy contento y tranquilo, porque me tocaron árbitros uruguayos. Y no conozco uno de ese país que sea cagón’. En el primer tiempo, vi algunas cositas dudosas y al terminar, lo esperé en la boca del túnel: ‘¿La verdad? Hoy si conocí un uruguayo cagón’. No me dio ni bola y lo seguí hasta su vestuario, algo que jamás debe hacer un dirigente, y se la seguí: ‘No sé cómo haces para mirar a tus hijos a la cara’. Fui una basura, porque la actitud fue horrible y me demostraron su hombría. Salimos campeones y me abracé fuertemente con Bianchi. Habíamos logrado algo impensado un tiempo atrás”.
Raúl conoció mucha gente en el devenir de tantos años en el fútbol. Personajes de todo tipo, con los que vivió anécdotas increíbles. Pocas como la que le ocurrió con Carlos Monzón: “Fue una falta de respeto mía a su trayectoria. Yo no razono ni mido los peligros, por eso cobré la mayoría de las veces que me peleé (risas). Estábamos en un cumpleaños del Coco Basile, sentados a una mesa, y Carlos al lado mío. Cada vez que contaba algo, me tocaba el brazo o el hombro. Él era un tipo bárbaro, pero cuando tenían alguna copa de más, se transformaba. Unos días antes, yo había estado en un partido con varios futbolistas, jugando de arquero. Entonces hizo un comentario desagradable hacía mí y los arqueros, a lo que le respondí. Se levantó y me dijo: ‘¿Vos querés pelear?’. Por supuesto le contesté que sí. Menos mal que lo pararon a él (risas), porque donde me tocara me tiraba 50 metros”.
Con Julio Grondona vivió una relación compleja, con idas, vueltas y discusiones varias. En el balance, queda el reconocimiento: “Era un tipo que cuando los conocías, te atrapaba completamente e ibas aprendiendo. Creo que me veía a mí como un joven peleador, parecido a lo que él había sido años antes. Yo lo enfrentaba mucho y le decía cosas duras, pero me respetaba. En algún momento llegué a trabajar a su lado, cuando estuve como secretario de selecciones. No tengo dudas de que podría haber ayudado más a los clubes. Estoy convencido de que ahora es mucho más difícil ser dirigente que en mis tiempos, porque todo ha cambiado mucho. En aquella época, había hombres de mucha personalidad como Juan Destéfano o Fernando Miele, cuestionados, pero que defendían a muerte a sus clubes. Julio, cuando empezó a tener cada vez más poder en FIFA, se obnubiló con la plata. Era como El Padrino. Dentro de todo lo que le puedo criticar, y que lo hice delante de él, le tengo un gran respeto a su trayectoria”.
Raúl Gámez siempre tuvo una posición clara y definida con respecto a un tema que fue candente hace un cuarto de siglo y retornó a los primeros planos en el último tiempo: el ingreso de las SAD: “El fútbol argentino tiene que resistir este intento del arribo de las sociedades anónimas, que vienen en busca de los clubes con plata de orígenes dudosos, para tratar de generar más dinero, pero sin importarles los socios, que son lo más importante. Que alguien me explique qué pueden tener de bueno. En Europa triunfan los que son sociedades anónimas, pero también lo harían si no lo fueran, porque son grandes instituciones, que siempre han ganado títulos. ¿De Vélez qué les puede interesar? Creo que solo la Villa Olímpíca, porque del resto, nada. Ni la escuela, ni los vitalicios. Por unos pesos se quieren quedar con una historia centenaria y, si les va mal, desaparecen de día para el otro. Ellos no tienen sentimientos”.
Ahora es el tiempo de disfrutar de la familia. Una de sus integrantes es reconocida en el mundo del fútbol, siempre tan ligado a la vida de este abuelo orgulloso: “Mis cuatro nietas son muy bonitas. En el caso de Lis, ella es capaz, estudió mucho y se capacitó con la música. Ahora está trabajando muy bien y es un orgullo verla cuando aparece en los partidos donde Deportivo Riestra actúa como local, haciendo lo que le gusta.” Y también de seguir a este Vélez de tan buen rendimiento, que rememora aquellos de los ‘90. Un tiempo extraordinario, en el que su equipo se había sentado a la mesa de los clubes más importantes, a fuerza de trabajo y personalidad. Como un reflejo de este hombre, que se mantiene inalterable.