El jueves 14 se estrena en la Argentina Gladiador II, continuación del éxito y múltiple ganador del Oscar de 2001, aquel que casi -casi- le da el premio de dirección a Ridley Scott, director de grandes clásicos -ahí están sus primeras películas, Los duelistas, Alien y Blade Runner– pero al que no se le da. Aquella vez, bajo producción de Steven Spielberg, el hombre tuvo todas las de ganar, pero el premio se lo llevó Steven Soderbergh por Traffic. De todos modos, el que salió triunfador fue Russell Crowe por interpretar a Maximus Decimus Meridius, comandante de las tropas del norte, general de las legiones Félix, leal servidor del verdadero emperador, Marco Aurelio; padre de un hijo asesinado, marido de una mujer asesinada, y que alcanzaría su venganza. Para quien no la haya visto (el público, se sabe, siempre se renueva; la película está disponible en Prime Video) no diremos si fue en esa vida o en la otra. Por lo menos sí sabemos que el nombre de la película tuvo otra vida y ahí está, pronto a estrenarse. Veremos. Por lo pronto, es buen momento para recordar que Gladiador despertó un fugaz pero intenso interés por las togas y los gladios, que habían formado parte intensa del paisaje cinematográfico en los años 50 y 60. Gladiador era, en última instancia, el aggiornamiento de aquellos peplum que fueron tanto películas de enorme presupuesto -incluso con múltiples Oscar- como baratas producciones clase B que reciclaban escenografías y vestuarios. Como todo, aquella época imperial del cine tiene su explicación.
No por nada coincidieron con la Guerra Fría y con el anticomunismo creciente de la era Eisenhower; no por nada coincidieron con el crecimiento de la TV en los hogares estadounidenses. Hollywood se enfrentaba a dos problemas: el primero, la competencia de la pantalla chica, que los grandes estudios decidieron resolver agrandando el espectáculo hasta los setenta milímetros del CinemaScope, y las tres horas de duración a todo color. El segundo, volver a valores tradicionales, a un mundo donde el poder de la fe -esas películas romanas se vinculaban explícitamente al nacimiento del cristianismo, por lo menos las más importantes- era necesario para frenar al comunismo ateo. Claro que el espectáculo piadoso no era lo único y que el regreso a los valores familiares que se intentó imponer en los años 70 generaría no solo el baby-boom, sino una olla a presión que estallaría finalmente en los 70 con la revolución sexual, la efervescencia política, la discusión sobre Vietnam y más conflictos tras la crisis de los misiles de 1962 y el asesinato de Kennedy en 1963. Mientras tanto, las togas tuvieron su época dorada.
La mayoría de esas películas eran pan de cada día en los fines de semana de cine continuado en la TV argentina y lograban su mayor difusión en Semana Santa. Ahí podían verse El manto sagrado, de Henry Koster (primer film en CinemaScope, protagonizado por Richard Burton); El cáliz de plata (casi una copia, debut en la pantalla de Paul Newman); la repetidísima Quo Vadis?, con su gran Peter Ustinov como un Nerón sacadísimo (modelo del Calígula semi porno de Malcolm McDowell veinte años después) y la más “cristianas” Rey de reyes (aún la mejor película sobre los evangelios, gran film de Nicholas Ray). Estos títulos se mezclaban con otros que apelaban al hecho de que la antigüedad grecorromana funcionaba -diríamos, funciona- como el “había una vez”, el tiempo transformando la historia en territorio de fantasía.
Ahí podíamos disfrutar, por ejemplo, de la ópera prima de Sergio Leone, El coloso de Rodas; de la poco recordada Helena de Troya, de Robert Wise -unos años antes de que el realizador triunfara con La novicia rebelde, vaya giro-; o de otras producciones aún más itálicas, como Hércules, Sansón y Ulises (pastiche increíble de Giorgio Capitani) o la muy poética Ulises, gran adaptación de Mario Camerini del poema homérico con excelente protagónico de Kirk Douglas. O, por qué no, cosas más baratas como La rebelión de los pretorianos. Todo este desfile de togas y sandalias era el pan nuestro de cada sábado. Muchos de estos títulos se pueden encontrar en YouTube. También, si quiere, Calígula, que fue “la de romanos” de la era porno e inició otra moda en el triple X. Pero, como diría Kipling, esa es otra historia.
Aunque algunos títulos no llegaban a la televisión porque eran repuestos frecuentemente en el cine, por lo menos hasta la revolución del VHS. Algunos de ellos sí pueden verse en los streamings que supimos conseguir. En principio, Ben-Hur (Max), de William Wyler, que es como el manual de estilo que reúne absolutamente todo lo que el género podía dar, y además se llevó doce Oscar (es la película más ganadora de esos premios junto con Titanic y El señor de los anillos: el retorno del rey). Tiene como protagonista a una gran estrella, Charlton Heston, que había protagonizado los megaéxitos -cada una ganadora del Oscar a mejor película- de Cecil B. De Mille El espectáculo más grande del mundo y Los diez mandamientos, cima del cine religioso. Tenía una duración enorme (tres horas y media), batallas de todo tipo, melodrama, a Jesús dando vueltas por el marco histórico y la secuencia de acción tremenda de la carrera de cuádrigas. Algo para cada tipo de espectador, y además estaba basada en un best seller (que equivale a una franquicia instalada), además de ser la remake espectacular de un mega éxito del cine mudo. De hecho, es el gran modelo de Gladiador, con su príncipe hebreo caído en desgracia, transformado en esclavo, corredor de cuádrigas, en busca de su familia y finalmente redimido. Las inexactitudes históricas son menos importantes que la espectacularidad del marco, pero surgen de pensar que el Imperio Romano es perfecto para plasmar la mezcla de gigantismo y peligro. Y además es el monstruo (político) contra el que se recorta el surgimiento de una religión democrática -el cristianismo naciente tal como lo pensaba Hollywood; no hay consideración teológica en esto. Imposible ver algo así en la televisión, por cierto. La idea base: el Imperio Romano es necesariamente un espectáculo para el cine en la pantalla más grande posible, y los siglos que nos separan permiten cualquier licencia narrativa.
La otra película que está detrás de la primera Gladiador -de hecho los personajes son casi los mismos y alguno habló de “plagio”- es La caída del Imperio Romano (YouTube), de Anthony Mann. Mann fue el último gran creador de westerns en el cine clásico y sus personajes están, siempre, roídos por dudas y manías, algo que puede verse en sus obras maestras El hombre del Oeste y Winchester ‘73. La caída del Imperio Romano en realidad cuenta algo que sucede tres siglos antes de que los bárbaros entrasen en Roma: el final del reinado de Marco Aurelio, la proximidad de su muerte, la espera tensa de la guerra en un puesto fronterizo entre personajes que en realidad preferirían no ser parte de la historia.
El “Máximus” de este film se llama Livio (Stephen Boyd, que venía de ser el “malo” de Ben-Hur), la mujer (amante de Livio) es Sofía Loren, Marco Aurelio es Alec Guinness y Commodus está interpretado (mejor que Joaquin Phoenix, así son las cosas) por Christopher Plummer. La producción no fue un lecho de rosas entre Mann y el productor Samuel Bronston, que dominó parte de estos años con sus películas de gran presupuesto hechas en España -especialmente Rey de reyes y 55 días en Pekín, dos obras importantes de Nicholas Ray- y creía en el gigantismo. Mann creía en el drama. Apenas le presta atención a los enormes decorados ordenados por Bronston. Finalmente, la película fue un fracaso enorme de taquilla aunque muchos fueron a verla: era tan cara que no podía recuperar su inversión. Bronston quebró, aunque más tarde haría algunas películas más. Mann sobrevivió al fracaso, aunque falleció prematuramente en 1967. La caída del Imperio Romano sigue siendo el intento de entender en un marco épico las contradicciones del poder: está mucho más cerca del Shakespeare de Julio César que de las cuádrigas de Ben-Hur (aunque también hay carreras, business is business). La caída del Imperio Romano también implicó el cierre del tema para Hollywood, aunque es menos su culpa que la de otra película.
Pero antes de llegar a ella, es necesario mencionar la más subversiva de todas: Espartaco (Max) de Stanley Kubrick. Digamos que en realidad el creador de 2001 llegó después. Era un proyecto querido por su estrella, Kirk Douglas, que ya había sido Ulises en Italia, y que combinaba la moda de togas y sandalias con la política pura y dura, algo que entonces -ya- parecía la preocupación iluminada de la primera generación de estrellas con conciencia social. Para Douglas, además, era una revancha personal: había hecho lo imposible por tener el protagónico de Ben-Hur y quedó herido cuando su amigo William Wyler eligió a Heston. Lo de Wyler se entiende: una película de ese tamaño necesitaba una garantía de recupero y Heston era la estrella de esos años. Douglas le ofreció la película a varias personas hasta que, finalmente, logró concretarla. Mann comenzó a dirigir: estuvo poco más de dos semanas y o renunció o lo echó el propio Kirk (las fuentes confirman lo segundo). Y contrató a Kubrick, con quien había hecho La patrulla infernal.
La película de drama físico que reflejaba un drama interior desapareció y Kubrick hizo algo diferente: un film político, de diseño, donde además lograba colar temas imposibles en el cine de entonces, fiel a su fama de iconoclasta. No hay dudas de la homosexualidad latente en la relación entre Tony Curtis y Laurence Olivier; y por lo demás hay muchas alusiones a la caza de brujas y el macartismo (el guión es de Dalton Trumbo, uno de los célebres perseguidos de Hollywood), posibles porque al mismo tiempo aquella Roma del levantamiento de esclavos era tan lejana como para manipularse a gusto, y tan cercana al gusto del espectador de entonces como para comunicar ciertas ideas. Las anécdotas de rodaje son infinitas, pero la que mejor demuestra lo obsesivo que era Kubrick es que se levantaba por la mañana, muy temprano, y marcaba en el campo donde iba a filmarse la batalla final dónde debía caer cada extra. Uno por uno. El film se llevó cuatro Oscar, uno de ellos para el gran Charles Laughton, ya en el final de su carrera.
Pero el clavo definitivo en esta era romana del cine hollywoodense fue Cleopatra (Disney+), de Joseph L. Manckiewicz. Necesitamos una extensión del tamaño de este número para narrar cómo esta película, que iba a ser de presupuesto modesto, dirigida por Rouben Mamoulian y protagonizada por Joan Collins. Collins se cansó de esperar que se iniciara el rodaje y renunció; la Taylor no tenía la menor gana de hacerla y, para que le dijeran que “no”, le pidió a Walter Wanger, el productor un millón de dólares de los años 60. Y le dijeron que sí. En el medio se enfermó, se filmó poco, se arruinaron escenografías, y a los seis meses de rodaje solo tenían diez minutos inútiles. Taylor hizo lo posible para que contrataran a Manckiewicz (lo conocía de De repente en el verano) y finalmente entró Richard Burton. La relación entre Liz y Richard fue un escándalo (que duró décadas, dicho sea de paso) y la producción fue larguísima. Por los seguros y los retrasos, Taylor terminó cobrando siete millones verdes (¡de los sesenta!). Cleopatra fue el raro caso de enorme producción que, a pesar de ser un éxito de público global (está número 46 en la historia, con recaudación actualizada por inflación) tardó más de un año en recuperar su costo. Fue comidilla de la prensa durante varios años, pero al mismo tiempo de las producciones más accidentadas de la historia. Sin embargo, es, como las buenas obras de Manckiewicz –La malvada, La condesa descalza– un cuento sobre una mujer con poder en un mundo de hombres demasiado ambiciosos. Y fue, además, una película sobre el sexo y el poder.
Roma no se construyó en un día ni parece haber desaparecido del todo. Dictadores, gladiadores e intrigantes siguen funcionando como espejo o metáfora en tiempos donde la palabra “imperio” está prohibida pero sigue funcionando debajo de no pocas demagogias: ¿de dónde creen que viene aquello de “pan y circo”?