Enrique Piñeyro es médico, cineasta, piloto, activista y cocinero. Su versatilidad parece no tener límites. En su camarín, se acomoda y se dispone a hablar con LA NACIÓN consciente de que su vida está tejida con los mismos hilos de sus pasiones: “Hoy hago lo mismo que hacía de chico: volar, actuar y cocinar”
En las últimas 24 horas, se bajó de su Boeing 787 tras un vuelo para llevar ayuda humanitaria a Sudán, se subió al escenario para su show Volar es humano, aterrizar es divino, y, ya entrada la noche, volvió a la cocina de su restaurante Anchoíta. Piñeyro convierte sus oficios en herramientas de cambio y denuncia, con un marcado sentido de justicia social. “Siempre hago las cosas con la esperanza de que sirvan para algo”, afirma.
Desde hace 11 temporadas, su stand-up sigue en cartel, y este año presentó funciones solo los fines de semana de octubre, la mayoría a beneficio de fundaciones como Favaloro o Pupi Zanetti. “No es tan sencillo conseguir teatro, después hay que llenarlo”, comenta Piñeyro. “La primera vez que Lino [Patalano] me trajo acá, le dije: ‘¡Estás loco! Poné un telón negro en la quinta fila’. Él confiaba en mí más que yo mismo”, recuerda sobre su debut en el teatro Coliseo.
–¿Cómo lográs unir todas esas pasiones en una sola vida?
–Es lo mismo que hice toda mi vida. Siempre digo que hay tres formas de ganar plata sin trabajar: una es ser piloto, la otra es ser actor y la tercera es ser sommelier. Los sommeliers se súper enojan, así que tengo que aclarar que es un chiste.
–¿Cuándo empezaste a cocinar?
–A los seis años me hice mi peor huevo frito. En mi casa había un problema: a mi viejo no le gustaba el ajo, la cebolla ni los condimentos. Ya estaba dos a cero abajo al salir a la cancha. Mi vieja había estado en la guerra, entonces nos retaceaba la comida, con la discusión de si eso era grasa o no era grasa. Además, decía que era una gran cocinera, pero nunca la vi poner agua a hervir en una pava. Era una familia italiana totalmente atípica.
–¿Y a actuar?
–Todos los chicos actúan. Jugaba a todo: a la casita, al estanciero, a las cartas con mi abuela. Le miraba las cartas que se reflejaban en sus anteojos, nunca se enteró… Ahora me aburren las cartas.
–¿Por qué estudiaste medicina?
–En realidad fue bastante honesta mi incursión. Me quedé libre el último día de quinto año después de recibir 59 amonestaciones y, mientras mis compañeros se fueron de viaje de egresados a Europa, yo agarré la mochila y me fui al norte, a Salta y Formosa. Acampé, trabajé en acción social y, al volver, entendí que la salud y la educación eran las áreas a las que quería dedicarme. Pensé en ecología, pero no había acá y probé con biología y al final terminé en medicina.
–¿Y la aviación?
–Hice las dos en paralelo. Empecé a volar cuando estaba en cuarto año de medicina. Y la verdad, los aeropuertos son lugares más amables que los hospitales.
–Ser piloto es un trabajo.
–No. Estás haciendo lo que querías hacer a los tres años; me metí adentro de mis juguetes. Yo solo jugaba con aviones. Vivíamos debajo del localizador de Aeroparque, en Vicente López y lo único que hacía era mirar aviones todo el santo día. A cinco millas ya te podía decir qué avión era. Me encabronaba con los adultos que decían mal el modelo.
–Pero no volás solo por placer. Parece que todo lo hacés con un propósito.
–Sí, miro el cielo y también como. Pero si es cierto, me gusta que las cosas impacten en la realidad, obviamente. Cuando hago una película, me gusta que pase algo. El día siguiente al estreno de Fuerza Aérea Sociedad Anónima, el gobierno anunció que le sacaron el control a la Fuerza Aérea. Estaba hecho para eso. El Rati Horror Show estaba hecho para que Fernando Carrera saliera de la cárcel, y salió. Me gusta que lo que hago, de alguna manera, sirva para algo, claramente.
–¿Ese mismo propósito define a Solidaire, tu ONG?
–En general, me subleva bastante la injusticia. Me molesta mucho. Me parece muy bestial la falta de empatía, la deshumanización del conflicto. Tenemos un tercer cargamento para Gaza que no estamos llegando porque no podemos pasar. Están cerrados los pasos humanitarios.
–¿Es imposible llegar a Gaza?
–Es la primera guerra que cierra los pasos de ayuda humanitaria. La primera guerra que no tiene corresponsales extranjeros. No sabés qué está pasando, nada. El 8 de octubre de 2023, el embajador de Israel me pidió que sacara a 200 chicos que estaban en viaje de estudio. Nos reunimos en Amia, el embajador, el cónsul, un jefe de seguridad de la embajada, los de Amia. Nos citaron en el sexto subsuelo, eran las 7 de la tarde, y a la 1 de la madrugada estábamos despegando. Pasando Gibraltar, me dicen que no está autorizado el aterrizaje. Me lo pidió el embajador, uno supone que está hablando con un Estado.
–¿Y qué pasó?
–Todavía faltaban dos horas para llegar a Tel Aviv, y me dijeron que ni me acercase al espacio aéreo israelí. Después, a la semana o dos, llevamos un cargamento para Gaza. Y la verdad, a mí no me importa lo que digan: yo siempre me instalo del lado de la población civil atacada. Si había que ir a Tel Aviv a sacar a esos chicos, íbamos. Si hay que ir a Gaza a llevar ayuda humanitaria, vamos a ir. Porque la realidad es esa. Hay muchos civiles que están sufriendo un trato inhumano.
–De todo lo que hacés, ¿qué es lo que más disfrutás?
–Volar, obvio. Como diría Milei: “¡Obviooo! “.
–¿Cuánto tiempo pasás volando?
–Más que cuando volaba en una línea aérea. Mucho más. Casi las 800 horas anuales permitidas. No sé cuántas. El avión está registrado en un operador aéreo que controla, lleva todos los tiempos de vuelo, tiempos de descanso, te dice si podés volar o no. Es como si el avión estuviera afectado a una línea aérea. Entonces ellos nos dicen todo: mantenimiento, garantía, registro de tripulación, mantenimiento preventivo, chequeos. Tenemos un avión grande, entonces es compleja la operación.
–La primera vez que transportaste exiliados, ¿fue desde Ucrania?
–No. La primera vez que sacamos gente fue de Níger.
–A veces llevás a la prensa en tus vuelos humanitarios, ¿te parece importante darle visibilidad?
–Depende. Hay cosas que sí, cosas que no. Por ejemplo, en la misión a Sudán me pareció importante hablar del tema porque es una crisis completamente olvidada, fuera de moda. Hay otras crisis más “fashion” y esta es la más destratada de todas. Los millones de personas desplazadas que hay: seis y pico era el número que tenía. ¡Andá a contarlos!
–Acá no se habla sobre África. ¿Por qué pensás que es así?
–Somos un poquito insulares. No publicamos nada, de nada. Es un mal argentino, me parece. Hay un desinterés importante por todo lo que sucede en lugares recónditos, como Asia, África, incluso Australia. Es como en Europa y los Estados Unidos.
–Recién mencionaste conflictos que “se ponen de moda”. Por ejemplo, la guerra de Ucrania tuvo toda la atención hasta el 7 de octubre de 2023, después la atención pasó a Gaza…
–Sí. Es un poquito agotador. Sin embargo, los europeos son geniales: si el malo es otro, abren las puertas a dos millones de ucranianos, sin problema. Pero cuando los malos son ellos, miran para otro lado. Tienen 100.000 migrantes africanos al año y mueren siete personas por día en el Mediterráneo. El otro día, el barco de nuestra ONG rescató a 41 personas. El rescate fue pedido por el avión de Frontex (la Agencia Europea de la Guardia de Fronteras y Costas), a través de un Mayday Relay, que es una retransmisión de mensaje de emergencia. Demoraron dos horas para pedirlo, pero lo tuvieron que hacer. El presupuesto que maneja esta agencia de la Unión Europea es de 8.000 millones de euros, más que los planes de vivienda en España. No son los migrantes quienes les sacan trabajo; son ellos quienes les quitan trabajo a los migrantes, por los acuerdos pesqueros de la UE, la depredación de Senegal y Mauritania. Están pescando a 30 millas de la costa. Es espantoso lo que pasa ahí.
–¿Por qué no enfocarte en la pobreza en lugar de la guerra?
–Tenemos proyectos también. Pero son gotas en el océano. La guerra es muy extrema, es un estado de necesidad y vulnerabilidad altísimo. La pobreza es un estado de vulnerabilidad altísimo también, y reaccionás a lo que podés. Tenemos proyectos con el tema de la pobreza, que son de más largo plazo. La guerra tiene una inmediatez a la que podés responder más adecuadamente con un envío, por ejemplo. Obviamente, combatir la pobreza no es algo que una ONG pueda hacer. Hay que tomar conciencia de muchas cosas.
–¿Qué creés que debería cambiar en los gobiernos?
–Tienen que empezar a gobernar con honestidad. No pueden mentir con la inflación, no pueden reducir a la pobreza a la otra mitad de la población que faltaba para sustentar una teoría económica jurásica. No entienden que no les va a alcanzar toda la plata del mundo para defenderse si sumen a la población en la desesperación. Este sistema es muy obsceno. Vos podés acumular la cantidad de dinero que quieras, no hay ningún freno, no hay política fiscal que ponga un tope a la acumulación. ¿Cuánto querés tener? ¿50, 300, 1000 millones de dólares? ¿Y para qué? En los países nórdicos tienen un sistema de producción capitalista y otro fiscal que es totalmente socialista, llega un punto en el que si ganás más, ganás menos. Lo ves porque no hay lujo de ser frenado.
–¿Tampoco hay corrupción como acá?
–Acá la práctica es que si pasás un semáforo en rojo te piden plata directamente. Me dejaron un poco tocado las declaraciones de Mayra Arena cuando dijo: “La corrupción de la obra pública está bien [roban pero hacen], la que está mal es la de los burócratas”. Que alguien que me parecía medianamente lúcido salga con esas reivindicaciones es desesperanzador. Y sabés que no es así: la corrupción del burócrata viene con la otra, y la otra viene con los muertos de LAPA. Es todo el mismo paquete.
–Renunciaste a LAPA dos meses antes del accidente.
–Sí, dos meses antes. Dejé por escrito que iba a pasar y quiénes eran los responsables. Lo hice dos veces: la primera, cuando paré el avión, y la segunda, cuando me fui. Aun así, reinó la impunidad: solo hubo dos condenas menores y en suspenso. Se armó el juicio más largo de la historia argentina, con 1200 testigos, cuando el Juicio a las Juntas se resolvió con 300. En 1985 fui personalmente a ver los alegatos…
–¿Del Juicio a las Juntas?
–Sí. La noche anterior dormí en la vereda haciendo la cola para tener mi entrada; éramos quince pibes. A la mañana siguiente, la fila ya era más larga. Quería escuchar los alegatos del fiscal y verlos a ellos pararse cuando entraban los jueces.
–¿Sos justiciero?
–No me siento así. Solo siento que me subleva mucho la injusticia.
–¿Qué sentiste al estar ahí?
–Fue muy reparador. Yo siempre pensaba: ¿cuál va a ser el costo que vamos a pagar por haber vivido todo esto? ¿Qué secuela va a dejar? Porque somos todos la segunda línea de una generación desaparecida. Y en los últimos años no entendí esta división, esta violencia, esta cosa tan rara que se instaló. Antes podías tener disensos políticos y no pasaba nada; llegaba el asado y se terminaba. Ahora hay amistades rotas.
–¿Te pasó?
–Sí. Yo seguí diciendo siempre lo mismo. La misma gente que me daba una palmadita en el hombro y me decía “¡Qué lindo lo que decís!”, de golpe empezó a decir: “Vos no entendés”. ¿Qué no entiendo? Yo no cambié. Algo cambió.
–¿No pensaste en hacer un documental sobre eso?
–No. Mucha fiaca filmar. Eso es trabajo. Ser director es trabajo. A mí me gustan las cosas que no son trabajo.
–Pero trabajás…
–Volar y actuar no son un trabajo, ser cocinero sí. Siento que es la primera vez en mi vida que estoy trabajando. Mi plan era ponerme a cocinar, que me encanta. Quería experimentar en un lugar muy chiquito, con cuatro mesas, y decir: “Estoy haciendo esto, siéntense, esperen y no fastidien; si sale mal, yo pago la pizza”, pero al final se transformó en otra cosa.
–¿Llegaste a un punto donde decís: “Hago esto porque quiero y puedo”?
–No, no, no. Para mí es al revés: la evolución pasa por primero hacer lo que podés, después lo que debés y, finalmente, lo que querés.