El Día de los Muertos transforma los cementerios en espacios de reencuentro y memoria, donde familias enteras llegan con flores frescas de crisantemo, comida y bebidas para recordar a sus seres queridos. Entre el ajetreo y el aroma floral, se ven niños correteando mientras los adultos se detienen junto a las tumbas, limpiándolas con dedicación o compartiendo anécdotas de los difuntos.
Muchos llevan velas y fotografías, y aunque el ambiente es festivo, también se percibe un aire de melancolía. En los rincones más concurridos, algunos visitantes colocan altares improvisados, otros simplemente se sientan en silencio, perdidos en sus pensamientos.
Algunos elementos de esta tradición ya se reflejaban en el Perú prehispánico, cuando diversas culturas mantenían sus propias visiones sobre la muerte y formas particulares de rendirle homenaje. Por ejemplo, los gobernantes de la cultura chachapoyas eran colocados en sarcófagos, que se ubicaban en lo alto de imponentes acantilados.
Otras civilizaciones, como los Wari y los Paracas, desarrollaron prácticas funerarias peculiares. La primera, por ejemplo, confeccionaba coloridos fardos funerarios en los que envolvían a los difuntos, otorgándoles una apariencia casi humana. En cambio, la segunda también utilizaba fardos, pero en su caso, los cuerpos eran acompañados de alimentos.
En el Tahuantinsuyo, también se practicaba un ritual en un mes que podría sorprender a muchos. En noviembre, los antiguos pobladores rendían homenaje a sus difuntos, una tradición que perdura hasta nuestros días. Además, algunas de las actividades realizadas junto a las tumbas son similares a las que se llevan a cabo en los cementerios del Perú.
Para sustentar esta afirmación, es pertinente dar a conocer un fragmento del libro “Nueva crónica y buen gobierno” de Guamán Poma de Ayala.
“Noviembre. Aya Marcay Quilla, este mes fue el de los difuntos. Aya quiere decir difunto, es la fiesta de los difuntos, en ese mes sacan los difuntos de sus bóvedas que llaman pucullo y le dan de comer y de beber, y le visten de sus, vestidos ricos, y le ponen plumas en la cabeza, y cantan y danzan con ellos, y le pone en unas andas y andan con ellas en casa en casa y por las calles y por la plaza y después tornan a meterlos en sus pucullos, dándole sus comidas y vajilla, al principal de plata y de oro y al pobre de barro; y le dan sus carneros y ropa y los entierran con ellas y gasta en esta fiesta muy mucho”, se lee.
Con la llegada del virreinato, algunas tradiciones desaparecieron, mientras que otras se conservaron. Mientras esto ocurría, la Iglesia católica se estableció en diversas regiones de América, donde construyó iglesias y organizó misiones. En cuanto al entierro de los difuntos, la historia indica que los cuerpos eran depositados en centros religiosos y otros lugares que no eran estrictamente camposantos.
Los difuntos eran enterrados en iglesias y conventos
Resulta curioso imaginar que, en el virreinato, los difuntos encontraban su descanso eterno en el interior de iglesias y conventos. En esos sagrados recintos, donde la devoción y la fe solían manifestarse a través de cantos y oraciones, el silencio de la muerte tomaba una dimensión peculiar.
La práctica de inhumar en iglesias y conventos no comenzó con la llegada de los españoles a América. En la Edad Media, ya se enterraban cuerpos en sitios sagrados, una costumbre que se extendió durante varios siglos.
En el libro “Historia del Cementerio General de LA APACHETA” del historiador y docente Hélard André Fuentes Pastor, da cuenta de esto. “Es importante recordar que en la historia universal, si bien existieron inhumaciones desde tiempos pretéritos, recién a partir de la Edad Media hasta el siglo XIX, se conciben los entierros al interior de los conventos, iglesias y ermitas, algunas edificadas en la ciudad y otras alejadas de sus principales calles y solares”, contó.
No solo los recintos religiosos del Perú acogieron cuerpos en su interior. Desde las últimas décadas del siglo XVIII, en la parroquia de Nuestra Señora de Montserrat, situada en Buenos Aires, Argentina, los entierros se realizaban tanto dentro de la iglesia como en el camposanto adyacente. Todos los vecinos que residían en su jurisdicción tenían derecho a este tipo de inhumación.
Facundo Roca, de la Universidad Nacional de La Plata, Argentina, publicó un artículo académico en el que documenta los entierros tanto en parroquias como en iglesias conventuales y parroquiales. Bajo el título “Prácticas funerarias y lugares de entierro en el Buenos Aires tardo-colonial: Un estudio sobre la parroquia de Nuestra Señora de Montserrat”, el autor reveló datos que podrían captar la atención de la opinión pública.
“Los fieles también podían ser enterrados en cualquiera de las otras iglesias conventuales o parroquiales de la ciudad, una vez satisfechos los derechos de cruz y obtenida la licencia del cura párroco. Como señala María Isabel Seoane, la Ley V de la Primera Partida de Alfonso X, ‘luego de sentar el derecho de cada uno a ser enterrado en su propia parroquia, proclamaba el principio de la libertad en la elección’”, se lee en su artículo.
Un segmento del texto indica que cerca del 73% de los entierros registrados entre 1770 y 1800 se realizaron en la parroquia de Nuestra Señora de Montserrat, lugar de origen de la mayoría de las inhumaciones.
“Los feligreses rehusaban enterrarse en el cementerio, ya que éste era concebido como un espacio de olvido y de abandono. Por el contrario, la sepultura dentro de la iglesia, y en especial aquellas que se realizaban en las inmediaciones del altar o del coro, comportaban una cercanía con lo divino que le estaba vedada a quienes se enterraban del otro lado de sus muros”, se lee en otro fragmento del artículo.
Pero volvamos al Perú. En Arequipa, los entierros en iglesias y conventos también eran una costumbre. Aunque esto sucedía durante el virreinato, no se puede dar por sentado que esta práctica se realizara en toda esa época.
El historiador Fuentes Pastor detalló las prácticas de inhumación en la época colonial y las soluciones propuestas por las autoridades ante la creciente cantidad de cuerpos que se acumulaban en las iglesias.
“En Arequipa, la idea de los cementerios extramuros se comenzó a aplicar desde fines del siglo XVIII hasta inicios del XIX. Vale marcar que en la primera mitad del siglo XVIII, las iglesias estaban hacinadas de cadáveres, lo que obligó a la ampliación de cementerios, comenzando a enterrar en atrios, huertas, patios y pos patios de las casas religiosas”, señaló.
Es menester mencionar que, en esa época, un sector de la población temía las epidemias que podían originarse al enterrar cadáveres en áreas cercanas a la ciudad. Iglesias y monasterios, que por largo tiempo funcionaron como las primeras necrópolis, eran motivo de preocupación para quienes consideraban insalubre la cercanía de los cuerpos.
En otro apartado del libro consultado, el también docente señala lo siguiente: “La etapa de la ilustración y el urbanismo burgués característico de la centuria del XIX, consiguieron una percepción negativa de los cementerios cercanos al casco urbano, sobrevinieron las medidas de higiene pública y sanidad”.
En ese contexto, es pertinente citar al historiador Juan Luis Orrego Penagos, quien escribió un artículo titulado “La Lima subterránea: la ciudad de los muertos”. “Decían que la gran causa de las epidemias eran los aires pestilentes que emanaban de los cuerpos en descomposición enterrados en las iglesias, de los cadáveres que eran llevados en las elaboradas procesiones fúnebres y de los desperdicios estancados en las calles angostas y en las viejas acequias, todo lo cual quedaba atrapado en los cielos nublados de la ciudad”, sostuvo.
Finalmente, al mirar hacia esa época, comprendemos cuánto ha cambiado la percepción de los espacios para los difuntos y cómo las ideas sobre salud pública y urbanismo moldearon la transición hacia los cementerios modernos.