Desde antes de comenzar, 2024 fue un año “pasado a pérdida”. Lo sabían los ciudadanos y también los empresarios. De manera inédita, la mayoría de las personas que entrevistábamos en nuestros estudios cualitativos del humor social reconocían con lucidez, dolor y temor en 2023 que “el ajuste era inevitable” porque “así no va más”. Daban por descontado que, de modo indefectible, resuelto el dilema electoral, vendría un año difícil.

Resalto el carácter asombroso de esas aseveraciones porque históricamente la sociedad argentina tiene una profunda aversión a los ajustes severos. Tuvieron razón.

La economía caería 3,5% este año. Si le quitamos lo que aportará el agro, que compara contra la terrible sequía del período anterior, sería entre 7% y 8%. Es decir que, para gran parte de los sectores, con la excepción de la energía, la minería y los negocios digitales –comercio electrónico, software, billeteras–, será la peor recesión desde 2002.

Entre ellos hay que considerar a la construcción, el comercio y la industria. Los tres, grandes generadores de empleo. La buena noticia es que 2024 está terminando. Y además con una reducción de la inflación notable que no era tan creíble ni esperable en sus comienzos. Si, como anticipa el modelo econométrico Price Stats desarrollado por Alberto Cavallo, vamos a tasas cercanas al 2% mensual, los argentinos podrán vivir, sentir y pensar, después de muchos años, en un entorno que, para nuestros estándares desorbitados, amerita ser calificado de un regreso a cierta “normalidad”.

La mala es que el año próximo los parámetros ya serán otros. Todos tendrán que hacerse cargo de su realidad sin poder mirar demasiado hacia atrás. El “borrón y cuenta nueva” que el sistema entero decidió realizar de manera consciente ya se habrá concretado. Es más, el giro de 180 grados en las reglas de juego, veloz, disruptivo y shockeante, promete acelerarse. La gran diferencia es que debiera haber sido decodificado y digerido.

El 2025 será entonces un año con entidad propia. Mal podrían las estrategias y las ideas del pasado funcionar en el futuro, porque justamente lo que ese futuro está haciendo es modificar los cimientos estructurales de aquel pasado. El interrogante que exige una respuesta urgente es uno solo: ¿hacia dónde estamos yendo?

La estatua El pensador, del francés Auguste Rodin. Todo un símbolo

¿Qué sabemos con certeza?

La escena tiene un dejo místico. Un padre empuja la hamaca de un niño. El verde del césped y el azul del cielo terminan de configurar un cuadro cinematográfico que logra su cometido: transmitir aquello de anodino y gozoso a la vez que tienen los rituales de la vida cotidiana. Sobre ese fondo, Adrian McKay, el director del film, apoya una cita de Mark Twain: “Lo que nos mete en problemas no es lo que no sabemos, sino aquello que creemos con certeza, y simplemente no es así”.

La película se estrenó en 2016 y retrató con la textura que los grandes artistas son capaces de plasmar en esos óleos magnéticos los claroscuros de los pocos que se anticiparon a la crisis de las hipotecas de los Estados Unidos. Si bien el hecho icónico fue la caída del banco de inversión Lehman Brothers el 15 de septiembre de 2009, y el consecuente derrumbe de las bolsas mundiales afectando por años a la economía global, el proceso fue bastante más largo.

Su título original es The big short y en español se la conoce como La gran apuesta. Durante mucho tiempo se la pudo ver en Netflix. Bien podría haberse llamado Ensayo sobre la ceguera, como aquella novela de José Saramago. Sucede que, en realidad, lo que el film retrata es por qué solo unos pocos pudieron ver lo que nadie más veía. A sus ojos, lo que estaba sucediendo y, sobre todo, lo que podría suceder resultaba evidente. Para los demás, un delirio propio de los pesimistas crónicos que disfrutan aguando la fiesta cuando se encuentra en su punto más álgido.

Siempre es más divertido reír, bailar y disfrutar que andar preocupándose por lo que podría salir mal. Y es legítimo que así sea. ¿Quién podría reprochar esa actitud? A fin de cuentas, el futuro es inasible y el mundo está lleno de agoreros que viven prediciendo apocalipsis que nunca se concretan. Si nos atuviéramos a cada uno de estos pronósticos, la amargura se apoderaría de nosotros, arrojándonos al lodo de la ansiedad y la depresión donde resulta poco interesante el extraordinario hecho de la vida.

McKay plantea la complicidad de los espectadores, preguntándose de manera retórica: ¿qué hicieron aquellos contrafácticos audaces para ver lo que casi nadie veía? ¿Cómo fue que, mientras la gran mayoría estaba celebrando un tiempo glorioso donde los mercados financieros no dejaban de subir y el dinero fluía casi al borde de la magia, unos pocos se atrevieron a ir contra la corriente poniendo en riesgo no solo su prestigio profesional, sino también su patrimonio? ¿Por qué hicieron la gran apuesta? Responde, y se responde: “Simplemente, miraron”.

Por un lado, los que “la ven” se aferran a una concepción que, de manera sorpresiva para el histórico escepticismo de los argentinos, gana densidad: “Esta vez va a salir bien”

En nuestro entramado actual, donde sobran contradicciones, paradojas, ambigüedades e incertidumbres, dos certezas subterráneas y extremas se están disputando la configuración de los futuros posibles. Por un lado, los que “la ven” se aferran a una concepción que, de manera sorpresiva para el histórico escepticismo de los argentinos, gana densidad: “Esta vez va a salir bien”. Su foco está en la macroeconomía, las variables financieras, el regreso del crédito y las oportunidades que, a futuro, prometen los recursos energéticos y mineros, junto con el tradicional aporte del agro.

En el otro polo, los que “no la ven” comienzan a subir el volumen. Despojados ya de los pruritos iniciales, sueltan con voz firme un latiguillo que, de tan recurrente en el largo ciclo de degradación nacional, agota y agobia: “Yo te avisé”. ¿Qué cosa? Que “esto termina mal”

En el otro polo, los que “no la ven” comienzan a subir el volumen. Despojados ya de los pruritos iniciales, sueltan con voz firme un latiguillo que, de tan recurrente en el largo ciclo de degradación nacional, agota y agobia: “Yo te avisé”. ¿Qué cosa? Que “esto termina mal”. Se concentran en el desempeño de la microeconomía, la caída del poder adquisitivo de las familias y el consecuente malestar que se podría generar si, al promediar 2025, fueran muchos los que continuaran sintiendo que “se quiere, pero no se puede”. Prenden las alertas sobre los niveles de empleo, así como en la carrera ya lanzada entre ingresos y costos. Tanto de los hogares como de las empresas.

Para ser perspectivas tan opuestas, está claro que están observando la realidad desde distintos ángulos. Esos enfoques son profundamente dicotómicos, binarios, agonales, blanco o negro. Afectan naturalmente la opinión, el consumo de información, el rating, a quién se sigue en las redes, los datos que se destacan, los que se elige no ver, los que se muestran de manera parcial y los que se esconden. El punto es que, además, impactan sobre algo aún más importante: la toma de decisiones.

Lo que parecería estar faltando, de cara a lo que viene, es una mirada que integre los contrastes. Hace falta rescatar los matices y los condicionantes que, por definición, requiere el pensamiento de lo complejo. El deseo, el entusiasmo y la convicción son motores fundamentales para la acción. Los visionarios y los hacedores son capaces de transformar la realidad porque se atreven a luchar contra lo instalado, lo preconcebido y lo “imposible”. Sin embargo, una cosa es el coraje y otra muy diferente la desmesura. Es mejor actuar conociendo los riesgos que hacerlo a ciegas.

Ordenar el pensamiento

En el año 2000, a los 80 años, el sociólogo y filósofo francés Edgar Morin, atendiendo los desafíos que planteaba el nuevo milenio, publicó su ensayo La mente bien ordenada. Siendo el padre de la teoría del pensamiento complejo, entendió pertinente recordar, y reforzar, algunos de sus conceptos centrales. Planteaba que intentar comprender por separado aquello que está junto y entrelazado era un error del pensamiento cada vez más frecuente y grave. Decía, sin medias tintas, que “una inteligencia incapaz de considerar el contexto nos hace ciegos, inconscientes e irresponsables”.

Valoraba y destacaba a la ciencia económica como la ciencia humana más sofisticada y, justamente por ello, criticaba su progresivo alejamiento del mundo abstracto, emocional y sensible. Su planteo crítico no era en sí a la disciplina, sino a su deriva parcelaria y estrictamente técnica. “La ciencia económica es cada vez más incapaz de considerar lo que no es cuantificable, es decir, las pasiones y las necesidades humanas. De este modo, la economía es a la vez la ciencia más avanzada matemáticamente y la más atrasada humanamente”.

Ya por aquel entonces, cuando la tecnología estaba lejos de ser lo que es hoy, ponía el acento en un pensamiento que se dividía en dos bloques: la cultura cientificista, por un lado, y las humanidades por el otro. En su tesis, “la cultura humanista es una cultura genérica que alimenta la inteligencia general, se enfrenta a los grandes interrogantes humanos, estimula la reflexión sobre el saber y favorece la integración personal de los conocimientos. La cultura científica, de naturaleza totalmente distinta, separa los campos del conocimiento, suscita admirables descubrimientos, teorías geniales, pero no una reflexión sobre el destino humano y el curso de la ciencia misma”.

Por ello, Morin enfatizaba que “la aptitud para contextualizar e integrar es una cualidad fundamental del espíritu humano que conviene desarrollar más que atrofiar”. Podríamos decir que se anticipó 25 años al debate actual sobre el rol de la inteligencia artificial y su capacidad o no para reemplazar las particularidades que durante miles de años forjaron el intelecto de los Homo sapiens.

El pensador francés tiene una cita fetiche. Es un fragmento del poema La roca, publicado en 1934 por el afamado norteamericano T.S.Elliot: “¿Dónde está el conocimiento que hemos perdido en la información? ¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido en el conocimiento?” Recurre a ella cada vez que necesita remarcar que separar lo que está junto es pensarlo mal.

Quien parece haber recogido el guante, a los 90 años, fue el gran maestro de las estrategias comerciales Philip Kotler. En su libro Marketing 5.0, publicado en 2022, se encargó de modificar la tradicional pirámide del conocimiento que venía de la teoría de los sistemas: datos, información, conocimiento, sabiduría. Lo hizo agregándole dos nuevos campos: ruido en la base e intuición en el quinto lugar.

Adicionalmente, en un gesto de extrema pericia, dividió las seis dimensiones dejando información, datos y conocimiento para las plataformas tecnológicas y preservando ruido, intuición y sabiduría para los seres humanos.

El mensaje de Kotler es claro: en la era de la transformación digital, sobrarán datos, información y hasta conocimiento, tópico por cierto controvertido. Lo que resultará escaso será la capacidad de discernir a qué vale la pena prestarle atención y a qué no –ruido–, ser capaces de decidir en velocidad escuchando lo consciente, pero también lo inconsciente –intuición– y finalmente alcanzar la sabiduría, que no es otra cosa que el grado más alto del conocimiento. De eso solo se pueden ocupar los seres humanos. Las máquinas pueden potenciarlos –lógica de la singularidad–, pero no reemplazarlos. Sucede que en esa tarea hay “un algo más” propio de la piel y el alma, que el silicio es, y será, incapaz de replicar.

Atendiendo a esta nueva manera de organizar los procesos mentales, es que la complejidad debe organizarse y ordenarse para poder abordarla con espíritu crítico y sin euforias. Las visiones unidimensionales y fanáticas, en cualquiera de los sentidos, resultan poco nutricias para la reflexión sensata y el buen pensar.

Simplificar sobre la base de reduccionismos voluntaristas aquello que de ninguna manera es simple resulta una trampa del pensamiento. Que sea algo cada vez más habitual, en una era moldeada por los sesgos de confirmación, las cámaras de eco y las manipulaciones algorítmicas, no le quita su peligrosidad.

En su pensamiento sobre el futuro, los que “la ven” tienen un set de preguntas que se organizan alrededor de la velocidad, el financiamiento, la competitividad y las transformaciones necesarias de su modelo de negocios o de vida, para capturar antes y mejor la oportunidad. Están convencidos de que deben acelerar antes de que otros “la vean”. ¿Dónde hay que invertir? ¿Dónde conseguimos el dinero? ¿Qué tasa es razonable pagar por ese apalancamiento? ¿Quiénes quieren vender y salir? ¿Qué vale la pena comprar? ¿Conviene producir localmente o importar? ¿Cuál es el mix adecuado para el nuevo contexto entre lo uno y lo otro?

Más preguntas

Si se pone el foco en la importación, ¿qué hay que hacer con las estructuras productivas que fueron tan útiles en el pasado? ¿Hay que cerrarlas o solo quitarles impulso?

En el lado opuesto, los que “no la ven” despliegan otro set de interrogantes a la hora de imaginar lo que viene. ¿Qué podría suceder con el humor social si llegado el mes de marzo o abril, un grupo mayoritario de la sociedad no percibiera una mejora real en su calidad de vida? ¿Cómo harán las empresas para incrementar los salarios de sus equipos de trabajo por encima de la inflación si sus márgenes de utilidad se redujeron al límite? El crecimiento del 4% al 5% en el PBI que se proyecta, ¿logrará sanar las heridas de la gran recesión de 2024? ¿De qué modo la economía en sus dimensiones –macro y micro– puede impactar en el escenario electoral? Y, en consecuencia, ¿cómo podrían afectar las encuestas, primero, y luego los resultados el devenir económico del futuro cercano?

Siguiendo los sabios consejos de Edgar Morin, el desafío para pensar bien 2025 será poder responder cada una de esas preguntas, sin verlas como campos disociados, sino como partes de un mismo todo. Y, por ello, visualizar cómo sus respuestas individuales se interrelacionan y podrían influenciarse entre sí.

Cumplimentada esa ardua tarea, cada quien podrá hacer las apuestas que entienda pertinentes. Obviamente se puede evitar el trabajoso proceso. Solo se debe ser consciente de que de ese modo los riesgos se incrementan. Pensamiento sin acción es cobardía. Acción sin pensamiento, temeridad.