Antes de poder acompañar a nuestros hijos en sus emociones tenemos que revisar lo que hacemos nosotros con las nuestras, aquello que aprendimos a hacer cuando éramos chicos: si aceptamos todas, cuáles rechazamos y entonces negamos (“no me molesta que no me preste atención”), reprimimos (“ni siquiera tengo en cuenta el tema, lo escondo hasta de mí misma”) o buscamos a quién acusar para no sentir nosotros culpa por lo que sentimos (“¿cómo no me voy a poner celosa si siempre le presta atención a ella?”).

Además de estos mecanismos de defensa habituales estemos atentos también a la forma en que intentamos resolver (o evitar) las ansiedades: lo que hacemos cuando nos enojamos/ asustamos/ preocupamos/entristecemos.

De chiquitos aprendimos lo que está bien sentir y lo que no. Nuestros padres a veces se enojaban si sentíamos enojo, celos, frustración, incluso tristeza si no les parecía adecuado. Hoy es más habitual que intentemos evitarles el dolor, buscando “curarlo” con distracciones, regalos, prendiendo la tele o con una salida.

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Un ejemplo de lo que solemos hacer: a Juan (8) no lo eligieron para el equipo de fútbol de la escuela. Le duele, está enojado, desilusionado, frustrado. Demasiado pronto empezamos a sacarlo de su dolor sin dar tiempo al proceso, del que saldría mejor preparado para enfrentar otros dolores de la vida. “Vas a tener más tiempo libre para otras cosas”, “no podés preocuparte por esa pavada, problemas son otros” o “vamos a tomar un helado”. Todas esas ideas quizás sean buenas… pero expuestas antes de tiempo.

Juan necesita conectarse con el dolor (no esquivarlo) de no haber sido elegido, también con el miedo de jugar mal, con los celos a los amigos que sí están en esa lista, para ir lentamente reconstruyendo su imagen valiosa de sí mismo a pesar de que no fue elegido.

De chiquito se aprende lo que está bien sentir y lo que no

Eso lleva tiempo y el acompañamiento de un adulto que haga preguntas, que revuelva el caldero de esa alquimia. Y entonces quizás Juan descubra que si quiere que lo elijan tiene que practicar más, que efectivamente no es tan bueno para fútbol pero es muy rápido en matemática. Entonces logre tolerar el dolor y los celos sin derrumbarse y todo eso le va a servir para las siguientes veces en que no se sienta elegido.

Al ir internalizando el acompañamiento y los recursos que le ofreció el adulto, el niño o adolescente no va a necesitar soluciones mágicas que le saquen el dolor y que no lo fortalecen.

A veces los “atajos” son buenas soluciones, el tema es que no los usemos sistemáticamente, que alguna vez nos detengamos a abrazar a nuestra amiga y a hablar de su dolor, que junto con el vaso de vino conversemos de las preocupaciones laborales de nuestro cónyuge o que acompañemos a la chiquita en su desilusión porque su abuela trabaja muy temprano y no puede recibirla a dormir como a ella le gustaría.

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Gestionar emociones

Y así vamos y/o van logrando tener acceso a ellas y ser capaz de sentirlas, sin quedar preso de ellas y pudiendo dominarlas. Como sabiamente nos explica la doctora Inés Di Bártolo eso supone lograr que las emociones nos informen y no nos desborden, que podamos mantenernos en control de nuestras acciones.

Implica habilidades de experimentarlas y registrarlas, de expresarlas adecuadamente (a uno y/o a los demás), controlar la impulsividad, saber calmarnos, tolerar la frustración y el dolor, tener capacidad de espera y esfuerzo y así ser capaces de generar emociones positivas y disfrutar.

Los adultos no siempre lo logramos, o no en todos los temas. Hasta podríamos desregular al otro, tanto por excedernos en nuestra respuesta como por quedarnos cortos. A veces no tenemos los recursos o no entendemos lo que le pasa. Otras toca nuestra zona sabida no pensada, nuestra sombra no procesada. O nos resulta una experiencia muy ajena e incomprensible o una dificultad actual nos lo complica. Sería ideal que predominen las experiencias en las que lo logramos, pero no necesitan ser las únicas.

Nuestro desafío: que nuestros hijos lleguen al momento de vivir situaciones estresantes con conocimiento de su mundo interno y con fortaleza y recursos para enfrentarlas y usarlas para su crecimiento personal, tolerando niveles de estrés crecientes y encontrando respuestas adaptativas.

¿Cómo acompañamos? Con nuestras palabras, miradas y gestos empáticos, con nuestra presencia y escucha o con recursos concretos como invitarlos a respirar, alejarse un rato de la situación, moverse, contar, dibujar, representar, escribir, jugar, conversar, pensar juntos, les hacemos preguntas abiertas y los estimulamos, etc.

De a poco, ellos pueden resolver solos mucho temas habiendo internalizado el acompañamiento y el modo de preguntarse.

Al ir internalizando el acompañamiento y los recursos que le ofreció el adulto, el niño o adolescente no va a necesitar soluciones mágicas que le saquen el dolor y que no lo fortalecen