Por suerte tenemos un mapa con un alfiler mostrando cada uno de los pueblitos de la Puglia que visitamos, porque no habría forma de que los recordase de memoria. Si lo intento: Alberobello, Martina Franca (este es fácil porque nuestra casa, un típico trullo, estaba allí),

Polignano a Mare (también fácil porque la estatua de Domenico Modugno alza los brazos cantándole al azul del Adriático), Torre dell’Orso, Ostuni, Lecce, Locorotondo, Cisternino… Hasta ahí llego sin hacer trampa y sin mirar un mapa. A partir de allí puedo sumar Otranto, Monopoli y Maglie, idéntico a cualquier pueblito de la provincia de Buenos Aires, con su plaza central, sus pequeños comercios y la arquitectura de sus casas que evidentemente los inmigrantes italianos llevaron consigo.

En una de las cajas que vinieron de la mudanza, y que dejé al libre albedrío de los embaladores, están envueltos varios objetos sin ninguna vinculación entre sí, salvo que yo sé en qué lugar del viejo departamento se encontraban. Allí, entre unos jabones de verbena, una colección de pequeñas lupas de plata que eran de mi padre y algunos sets de toallas de mano, apareció mi pumo pugliese.

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Algo sucede durante los viajes. Un objeto capta nuestra atención. Lo vemos casualmente de pasada. Aparece después en la terraza de una casa, luego en varias. Está marcando la entrada de una puerta, otras veces es macetero y en un restaurante se convierte en porta velas. La forma nos empieza a resultar familiar: se repite una y otra vez durante el trayecto. Finalmente, en alguno de la extensa lista de pueblos que visitamos, se me ocurrió preguntar por los famosos pumi. Se trata de piezas de cerámica fabricada por artesanos de Grottaglie, de forma ovoide y rodeadas de hojas. Algunas versiones indican que se trata de hojas de acanto, otras que su nombre deriva del latín y rinde culto a la diosa Pomona. La cosa es que los hay de todos los tamaños y colores posibles y que en todo caso son portadores de buena fortuna en los hogares de Apulia. La enésima vez que me los cruzo en una tienda, decido llevarme tres: uno para mí y dos para regalar.

Polignano a Mare, el pueblo donde está la estatua de Domenico Modugno

La palabra souvenir, obviamente de origen francés, se traduce libremente como recuerdo o memoria e ingresa al inglés y otros idiomas a finales del siglo XVIII para referirse a objetos que nos recuerdan a un lugar o una época determinada. Pero, sin embargo, el acto de adquirirlos es muy anterior. Los antiguos egipcios y romanos ya traían artefactos y productos exóticos de sus expediciones y conquistas en tierras extranjeras. Los primeros peregrinos que viajaban a Tierra Santa, por su lado, se llevaban consigo puñados de tierra o piedras pequeñas del sitio de la crucifixión de Jesús. En la Edad Media, las peregrinaciones dispararon una precoz industria del souvenir con un prolífico comercio de agua bendita, que se vendía en pequeñas ampollas de plomo a los piadosos viajantes.

Una vez que alcanzaban la mayoría de edad, los jóvenes aristocráticos europeos de los siglos XVIII y XIX partían en lo que se llamaba Grand Tour, un viaje por Europa, teniendo a Italia como principal destino. Allí, rodeados de los genios del arte clásico y el Renacimiento, se empaparían de cultura, educación y esparcimiento antes de caer en lo que para muchos sería el tedio de la vida matrimonial. Por supuesto, había souvenirs para llevar a casa recordando la maravillosa experiencia. Podía ser una vista del Gran Canal pintada por Canaletto, según lo cuenta la casa de remates Christie’s en un artículo sobre la historia detrás de esta práctica titulado “Los recuerdos están hechos de esto: el arte del souvenir”, o bien un abanico con imágenes del Coliseo o hasta un óleo pequeño mostrando la erupción del Vesubio. El artículo relata cómo viajeros decepcionados por encontrar lugares como las ruinas de la Acrópolis de Atenas rodeadas de la molesta modernidad, pedían por encargo ilustraciones de los edificios aislados, para llevarse de recuerdo. Un Photoshop de la época…

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Conocidas atracciones turísticas fueron vandalizadas en busca de souvenirs. Viajeros hambrientos llegaron a llevarse trozos de edificios con la esperanza de capturar algo de la magia que estaban viendo. Pasaron cientos de años para que los viajes dejaran de ser lujo para convertirse en un pasatiempo más masivo, y con ello surgiría toda una industria para saciar esa voracidad por pequeños objetos para llevar de vuelta a casa y mirar de reojo cada tanto recordando lo que fue.

Mucho más cercano en el tiempo, la misma casa Christie’s remató un trozo del muro de Berlín con la firma del presidente Ronald Reagan que había visitado el sitio en junio 1987. “Sr. Gorbachev, tire abajo este muro”, decía, junto a la puerta de Brandemburgo, en su famoso discurso. Dos años más tarde el muro caería y algún cazador de pequeños trofeos se hizo del pedazo de muro firmado, que se subastó en U$S 277.500 dólares en 2016.

La leggenda narra che regalandolo auspichi buoni inizi (cuenta la leyenda que al regalarlo uno desea un buen comienzo), dicen en el negocio que vende los pumi. Llevo dos en tonos azules y uno más verdoso, casi turquesa como el agua de Polignano a Mare. Volare oh, oh / Cantare oh, oh / Nel blu dipinto di blu/ Felice di stare lassù, canta Domenico Modugno mirando al mar. Y yo también, cada vez que miro mi pumo.