Es dramaturga, novelista, pero se define escritora. “Yo escribo”, dice. Pronunciar su nombre es asociarlo a un éxito teatral de años: ART. Yasmina Reza (Francia, 1959) pasó estos días por Buenos Aires a propósito del FIBA (Festival Internacional de Buenos Aires). Allí se presenta su obra, James Brown usaba ruleros, bajo la dirección de Alfredo Arias (amigo de ella, con una vida en Francia, también). La pieza fue adaptada y traducida por el escritor argentino Gonzalo Garcés. Que Reza estuviera este octubre en nuestro país, significó la posibilidad de escucharla en otro contexto del FIBA, el Conversatorio: una charla para hablar sobre esta última obra suya. Acompañada por Arias y Garcés, sucedió en la tarde del martes, en la sala Casacuberta del Teatro San Martín.

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“Ya estuve en esta misma sala con una obra de Erik Satie”, señala la autora, a poco de sentarse en uno de los tres sillones que hay sobre el escenario, preparados para la charla. “Toqué el piano acá”, dice en francés, que Garcés traduce. Eso fue los años 90. Sobre sus obras, Reza destacó que están muy estructuradas y que no permitiría que las cambiaran mucho. “A Alfredo, sí”, dice, mirándolo, y agrega: “Pero sin cambiar las frases. No se lo permitiría ni a él”. La obra, James Brown usaba ruleros, es una historia que abre el campo para pensar sobre la aceptación de las identidades de género. Jacob es un chico que le dice a sus padres que, a partir de ese instante, será Céline Dion. Tendrá su estreno el jueves 31 y antes se podrá ver en el marco del festival este viernes y sábado.

Yasmina Reza, en diálogo con Alfredo Arias y Gonzalo Garcés

Al día siguiente del conversatorio, Reza está sentada en un rincón del bar del hotel donde se aloja. De jean, más relajada, pero igual de atenta a lo que le preguntan, escucha.

-En la nueva obra, ¿cómo surgió trabajar en algo tan central a nuestra contemporaneidad?

-Cuando el mundo se puso muy atento a estas cuestiones de género, de transición, de quién soy yo, entendí que había un tema verdadero que podía ampliar. Indagar en esa cuestión y que iba a dar lugar a una obra de teatro.

-¿Atenta a una térmica social?

-Todos los creadores un poco serios son muy porosos a lo que sucede, al espíritu del tiempo y sin pensarlo. Y sin necesariamente tener algo que decir. Y eso se ve en lo que escribimos. Chejov, con quien no me comparo en absoluto -para mí es un genio-, no quería ser el portavoz de su época. Y es el testigo más genial de la época previa a la Revolución Rusa.

-En esta obra, hay cosas que hablan del dolor. Como están dichas, pueden tomarse a chiste. En su momento, comentaste que no entendías de qué se reían con ART. ¿Qué habías querido señalar?

-Escribiendo ART sabía que era graciosa, pero el misterio de la representación hace que sea imprevisible, después. Si no, el teatro no precisaría de ser representado por actores. Bastaría con leer el libro. No creí que la gente se riera tanto con esta obra. Y me gustó que se rieran, pero me daba miedo de que se ocultara el aspecto inteligente y un poco desgarrador de la obra. Pero bueno, es así. El hecho de que la obra haya tenido tanto éxito en todas partes, demuestra que se entendió cuál era el propósito.

-Hablando de creación, ¿tenés ritos de escritura?

-Ninguno. Cuando empecé a escribir, no tenía hijos. Escribía, tenía cierta libertad. Luego tuve hijos y empecé a escribir en los huecos libres. Después, con el éxito fenomenal, internacional con ART empecé a escribir en los aviones, en los aeropuertos. Entendí que no necesitaba una casa en el campo tranquila para poder escribir. Está bien tener un impedimento para escribir.

-¿Cómo sería eso?

-Hay mucha gente que me dice: “Vení a mi casa. Tengo un cuartito en el campo, nadie te va a molestar”. Huyo de eso. Porque sé que no voy a escribir nada. Necesito vida, ruido. Saber que esa anoche voy a salir con amigos. Por ejemplo, mis hijos, podían molestarme. No les prohibía que ellos entraran.

-Hay un libro tuyo en registro de crónica sobre Nicolás Sarkozy, ¿cómo fue trabajar en ese mapa de lo político?

Lo seguí a él en su campaña por casi un año. Todo lo que cuento es verdad. Tuve mucha suerte, porque Sarkozy, piensen lo que piensen de él, me dejó mucha proximidad y libertad. Nunca miró lo que yo escribía ni quiso leer el libro antes de ser publicado, inclusive casi no me prohibió nada. Digo casi, porque a veces había gente que no quería que yo estuviera. Angela Merkel, no quiso; Obama sí, aceptó.

-¿Sarkozy sí y otros mandatarios no?

-Exacto. Por ejemplo, cuando llegamos a Berlín, había una reunión con Angela Merkel y se hizo el pedido de que yo pudiera ingresar con ellos. Merkel dijo que no. Me encontré años después con ella, en algo que nada que ver con la política, en La Scala de Milán. Estuvimos en el mismo palco. Se acordaba de mí. Me dijo que había leído el libro y que lamentaba no haberme permitido estar presente.

-¿Cómo fue contarlo?

-Yo tenía una dramaturgia, porque se estaba presentando a la elección presidencial. Seguía su campaña. No sabía si él iba a ganar o perder y, de todos modos, eso para mí era bueno. A mí lo que me interesaba no era en absoluto las cuestiones políticas, si no la sustancia casi metafísica de un hombre que duerme cuatro horas por noche, que estaba haciendo todo lo posible por convertirse en el presidente de un país. La vida política, la manera en que vive esta gente, es una locura. Y eso es lo que quería ver.

-¿Harías lo mismo con Macron?

-No. Como textura, no me interesa ninguno. En la época en que empecé a querer seguir a Sarkozy, él era ministro del Interior y en el mundillo cultural era detestado. En Francia, el mundo cultural es muy de izquierda. Mis amigos me decían: “¿Por qué hacés eso, estás loca?”. La candidata de izquierda tenía una sustancia un poco etérea que no me interesaba. En cambio él estaba rodeado de personajes muy interesantes, todos un poco chiflados. Muy fuera de las normas.

-¿Qué pensás sobre el caso Pelicot, del que habla todo Francia?

-Hace 15 años que asisto a procesos judiciales y escribí un libro. Salió ahora en Francia, Relatos de ciertos hechos. Ahí cuento cosas de mi vida y juicios que presencié. No fui al juicio de Pelicot, porque está sucediendo ahora. Quizá vaya la próxima semana. Pero sé que no se puede pensar nada, si no estás en el lugar mismo. No confío en lo que cuentan los periodistas.

-¿Por qué?

-Porque son cronistas, a veces son muy buenos, pero no tienen punto de vista. Solo cuentan, registran. Yo miro de otra manera. Entonces, sobre el juicio de Pélicort, no sé qué pensar. Por supuesto que es una locura. Pienso que cada persona que estuvo ahí, eran todos distintos, por motivos distintos y eso es lo que es muy interesante. Ella también lo es. No estoy ahí, por eso no sé.

-Entonces, ¿puro punto de vista?

-Para mí no hay buenas historias. Mi mirada es lo que cuenta. Para mí eso es la escritura: la mirada, el ojo, eso es lo que importa. Se ve con amigos: hay quienes cuentan bien y otros no. No es porque sepan contarlo, sino porque su uso ha captado las cosas particulares e interesantes de lo que hay para contar.

-¿Cómo ves a tu país hoy?

-No sé por qué se les pide a los escritores que tengan una opinión sobre lo que sucede en el mundo. Los escritores escriben cómo ven el mundo y ese es su trabajo. Cualquier discurso de más, no es más interesante que el de cualquiera persona.

-Tal vez venga de que a partir de la posguerra, las voces de artistas e intelectuales fueron referenciales para la sociedad.

-Entiendo que en países de dictaduras o con dificultades de expresión, algunas voces artísticas hayan tenido un peso específico. Pero inclusive en esos casos, la confusión entre la obra y lo que esa gente dice no debe hacerse. No creo en absoluto en la creación militante. Hay excepciones, pero no creo en el hecho de ser artista para dar una opinión pertinente sobre el mundo. No es mi caso.

-Sobre la obra, ¿por qué James Brown?

-Porque me encanta estudiar los peinados de la gente. Siempre me intrigó el brushing de James Brown. Entonces, pensé: no es solo un brushing, también se puso ruleros. Encontré una foto suya con ruleros. Y me gusta mucho él.