En un principio, Ana Greco vivió en La Rochelle, un poblado en la costa oeste de Francia. Había llegado con un contrato temporal como profesora de castellano y, ni bien terminara, su plan era regresar a la Argentina.

Sus emociones por aquellos días tambaleaban entre la emoción de lo nuevo y el agotamiento físico y mental. Cada noche se recostaba muy cansada, sin entender del todo por qué sentía tal grado de agotamiento. De a poco, comprendió que realizaba muchos esfuerzos constantes y desconocidos hasta entonces, como tratar de entender a la gente cuando le hablaba, así como expresarse ella con corrección. Si bien había aprendido el francés, hablarlo en la vida cotidiana era muy diferente, no resultaba fácil, por ejemplo, comprender lo que le decían en un auto con la radio encendida y las ventanas abiertas, o conversar en la sala de profesores junto a diversas charlas paralelas.

Pero, a pesar del agotamiento, Ana se entregó al aprendizaje y al disfrute. Sabía que el tiempo volaba y que debía aprovechar cada instante antes de regresar a la Argentina. Lo que desconocía era hasta qué punto los planes pueden verse afectados por imprevistos que cambian el rumbo de una vida entera.

La Rochelle, Francia

La vida se construye con decisiones dinámicas: de Francia a Barcelona

Mientras el tiempo en Francia avanzaba, lo inesperado emergió en el horizonte. De pronto, Ana se halló parada frente a nuevas propuestas de trabajo y con ellas tuvo que tomar decisiones que la incomodaron. Jamás había pensado en no volver a la Argentina, sin embargo, decidió seguir en Europa un período más y ver qué más tenía para ofrecerle el viejo continente.

Y así, la joven argentina se expuso a lo inevitable: nuevas circunstancias, y nuevas decisiones que la llevaron a mudarse a Barcelona, retomar sus estudios y enamorarse de quien se convirtió en su marido.

“Cada decisión provocó que me fuera quedando, pero no lo pensé desde el principio como una determinación a largo plazo. Eso, de hecho, me angustiaba un poco y me ponía en contradicción con mis ideas previas o cambios de planes. La verdad es que siento que ese período me dejó un poco esta habilidad de tomar decisiones sin necesidad de considerarlas como definitivas o estáticas, sino como dinámicas, considerando la complejidad de la situación y teniendo también en cuenta el largo plazo”, reflexiona Ana hoy, mientras repasa su historia.

La burocracia imprevista y un período duro: “Me faltaba sentir que tenía un propósito”

En Francia todo había fluido con facilidad, su contrato laboral le había dado el beneficio de acceder a los papeles y el alojamiento. Ana creyó que en España, tal vez, todo sería más sencillo aún, pero en tierra catalana las cosas tendieron a complicarse. Había llegado con una propuesta de trabajo de una empresa italiana, pero ni ellos ni la joven supieron bien cómo avanzar a nivel burocrático: “Ahí me di cuenta de que el tema de los papeles te limita muchísimo”, asegura.

Ana decidió entonces inscribirse en un postgrado donde le extendieron una visa de estudiante, pero esta solo le permitía trabajar pocas horas y en cierto tipo de empleos: “Fue un período muy duro porque me faltaba no sólo el trabajo que permitiera subsistir, sino también la rutina de ir cada día a un lugar, compartir tiempo con gente que se dedica a algo similar, sentir que tenía un propósito. Me costó mucho porque tampoco tenía muchas ideas de dónde conocer gente sin tener una rutina estable. Tampoco hablaba el catalán y el posgrado era todo en ese idioma, así como las interacciones con las compañeras, lo cual sumó una dificultad un poco inesperada”.

Ana, junto a su marido.

El panorama de a poco mejoró. Ana comenzó a dar clases particulares y a hacer de canguro (acompañante) de una familia que tenía un niño dentro del espectro autista. Hubo algo, sin embargo, que comenzó a allanar aún más el camino de Ana. Su pareja, un hombre francés con el que había comenzado una relación hacía un tiempo, cobró fuerza, y con el vínculo más sólido la escenografía se transformó. Juntos empezaron a conocer gente y a construir una vida social.

“Te une mucho, porque cada vez que conocés a alguien le contás al otro qué tal te fue, qué perspectivas de amistad posible hay, y cuando salíamos con parejas también, chusmeábamos juntos de cómo nos habíamos sentido. Creo que esto de empezar de cero solos nos hizo que nos diéramos la oportunidad de conocer personas o entablar relación con gente muy distinta, que quizás nunca me hubiera dado la chance en Argentina al tener mis amistades de toda la vida”, dice pensativa.

Calidad de vida, hijos, colegio, y vivir en un pequeño pueblo en los Pirineos: “Nos acercó mucho más a la naturaleza”

Con la llegada de los hijos, Ana comenzó otro capítulo de vida, donde nuevas decisiones trazaron su mapa. Con su marido y sus niños, dejaron la gran urbe atrás para mudarse a un pequeñísimo pueblo en los Pirineos.

Cuando los hijos aún no habían llegado al mundo, la lejanía de Argentina por momentos se había sentido con fuerza, pero con ellos se agudizó. Dentro de las dificultades, Ana percibió ese vacío de no contar con la familia externa para urgencias o situaciones de necesidad. Pero, más aún, lo que faltaba era el vínculo que solo es posible generar cuando hay cotidianidad.

“Hay que pasar tiempo para realmente generar relación, conocerlos, descubrir qué les gusta, qué compartís, qué les entristece… En fin, eso a veces duele. Y también que mis hijos no tienen tanto conocimiento o contacto de las costumbres de mi país, de su geografía, de su historia”, explica Ana.

“Yo intento transmitirles cosas, obviamente aman el dulce de leche, me ven siempre tomando mate, hablo mucho de mi infancia, intento mostrarles canciones, símbolos, mapas, etc. Pero tengo que asumir que ellos viven en otro lugar al que pertenecen, y que también tiene sus cosas que me encantan, por algo lo hemos elegido”, continúa.

“En su nota positiva, desde que nos mudamos a este pueblo tan chiquito vivimos mucho más esa sensación de comunidad, de que todo el mundo se conoce y se da una mano. Es decir, en la ciudad las cosas son más impersonales, te podés cruzar con gente todos los días y no saber cómo se llaman o cómo está compuesta su familia. Creo que también tardás más en pedir favores o en generar confianza”.

“Nuestra hija y nuestro hijo van a una escuela rural, donde somos unas quince familias y el alumnado es menos de treinta. Entonces se mezclan diversas edades, comparten todos el patio, todas las familias nos organizamos más fácil para cualquier evento o lo que haga falta para el cole”.

“A nivel del entorno también es un gran cambio. Yo nunca pensé que le daría importancia a esto, pero veo que para nuestra familia vivir en la montaña nos acercó mucho más a la naturaleza de manera cotidiana. Por ejemplo, siempre cuando empieza el cole vamos a recoger moras. Y claro a veces llega el invierno y te preguntan `mamá ¿por qué no comemos más moras?´ Y es tan sencillo como ir al mismo camino y ver que las plantas no están dando moras en esa época. Mi hija tiene 5 años y sabe mucho más que yo de plantas”, afirma Ana. “Por nuestra parte, también hacemos mucho más deporte afuera: correr, andar en bici, caminar por la montaña, cuando llega el invierno esquiar, a veces ir a escalar”.

“A nivel del entorno también es un gran cambio. Yo nunca pensé que le daría importancia a esto, pero veo que para nuestra familia vivir en la montaña nos acercó mucho más a la naturaleza de manera cotidiana

Especializarse en violencia infantil, el trabajo y las oportunidades: “Es la parte difícil de vivir en el ámbito rural”

En Argentina, Ana había estudiado Ciencias de la Educación en la Universidad de Buenos Aires, una etapa que recuerda con orgullo y alegría. En su tierra también había ejercido como maestra en diversos colegios, pero fue en España que comenzó a explorar un mundo que le apasionaba: la violencia contra la infancia.

En el viejo continente hizo su tesis basada en cómo detectar y notificar casos de violencia ejercida en los niños por parte de su entorno: “Qué conocimientos y experiencias tiene el personal docente al respecto. Hace poco acabo de cerrar un proyecto de investigación en el cual diseñamos y evaluamos el impacto de un programa para formar alumnado, personal escolar y familias en el tema”, explica Ana.

“Pero yo creo que el aspecto de la inserción laboral sigue siendo algo dura para mí. Aún no me siento estabilizada del todo porque, entre la maternidad y el derecho de piso que uno paga, en cierto sentido me fui `atrasando´. Ahora doy clase en dos universidades, hago formación para diversas instituciones y trabajo en proyectos de investigación, pero siento que al cambiar de lugar tuve que empezar de nuevo. Es la parte difícil de vivir en el ámbito rural, no hay tanto trabajo diverso, sino de los rubros que más se necesitan en el campo o en el turismo. Así que de momento, la sigo peleando”.

“Tengo un trabajo que me encanta pero que paga menos de lo que me gustaría y es poco estable. Mi marido al revés, tiene un trabajo estable y con buenas condiciones, pero no le gusta tanto. Entonces intentamos encontrar el equilibrio, abrirnos a las posibilidades. Porque tenemos claro que en esta etapa estamos disfrutando mucho como familia de este cambio, y vamos a intentar sostenerlo un tiempo”.

De regresos y aprendizajes: ”Construir lo propio sin estar todo el rato teniendo que explicarlo o justificarlo”

Con cada decisión, varias ventanas antes imperceptibles se dibujan en el horizonte. Eso comprendió Ana el día en el que se aventuró a vivir una experiencia diferente en Francia. Su plan era dejar Argentina por un tiempo corto, pero aquel viaje abrió un portal hacia otra dimensión y tuvo que elegir: o seguía su línea de vida en Argentina, o iniciaba aquella otra en el viejo mundo. Y así, su decisión la llevó al amor, a Barcelona, al desarrollo de una pasión, a la maternidad y a un pueblo en los Pirineos.

A la Argentina, mientras tanto, regresa menos de lo que le gustaría, una vez cada dos años aproximadamente: “Gracias a Dios, sí que me visitan mucho, sobre todo mi familia. Y la verdad es que hoy por hoy me gusta mucho la vida que llevo acá. Cada regreso me reconecta con mi parte argenta, los códigos, las costumbres, el cariño, el humor compartido… eso me recarga de energía”, dice emocionada. “Las comidas en casa de mi abuela, el reencuentro con las amistades, las largas tardes de juegos de mesa en familia, los mates o paseos con mi vieja… Verlos compartir tiempo con mis hijos, o poder dejarlos un rato con ellos para que hagan vínculo sin nosotros de por medio, y aprovechar esos ratitos de pareja que acá tanto nos cuesta encontrar. Esas son las cositas que aprovecho cuando estoy allá”.

“Lo que sí me mata cada vez es el momento de subirme al avión para volverme. Una vez que estoy de nuevo en mi casa me engancho enseguida con mi rutina y todo lo que me gusta hacer, pero ese momento, el irse de Argentina, siempre me genera mucha angustia. Sobre todo si no tengo una fecha próxima para volver, o una visita que llega pronto”.

“Pero vivir lejos tiene otras cosas buenas que no son las evidentes, porque en Argentina tenés mil compromisos sociales y los días llenos todo el rato. Eso es muy lindo, pero acá nos tomamos más tiempo de estar en familia y hacer lo que realmente nos da ganas y no por cumplir o porque es una tradición ancestral. Liberarte de ciertos mandatos familiares creo que también está bueno, te permite construir los tuyos propios sin estar todo el rato teniendo que explicarlos o justificarlos”.

“Y lo cierto es que cuando regreso a Argentina reafirmo muchas veces la elección actual de vivir afuera, por la vida que nos gusta llevar y la familia que estamos criando. Y, sinceramente, allá también me falta mucho la diversidad que hay acá en Europa, de nacionalidades, de religiones, de idiomas, de culturas… Porque como decía anteriormente, en Argentina, teniendo a mis amistades y familias, no estuve nunca obligada a abrirme como me pasó viviendo fuera. Y eso a mí me enriquece muchísimo”, concluye.

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