Son inesperados los caminos por los que se llega a un libro. Por caso, quien esto escribe, persona más bien torpe a la hora de cocinar, anduvo por estos días leyendo –y disfrutando– un libro de cocina al que nunca habría prestado atención de no haber reparado en un pequeño detalle: el prólogo escrito por Milena Busquets.

El libro en cuestión se llama Una escritora en la cocina, fue publicado por Libros del Asteroide con traducción de Regina López Muñoz, y es un encantador entretejido de reflexiones, anécdotas y recetas (¡cómo no!) de la estadounidense Laurie Colwin (1944-1992). Pero antes de ir a Colwin y su capacidad para convencer hasta al más hereje de que podría haber algo realmente bueno –y no mera abnegación o rutina– allí, en los territorios de la cocina casera, quisiera apuntar algo sobre Busquets.

Hace ya unos cuantos años, cuando leí su segundo libro, También esto pasará (Anagrama), amé la fluidez de la escritura y la capacidad para navegar tanto la liviandad–idas y venidas entre Barcelona y la costa mediterránea, encuentros con amantes, rencillas con amigas– como aquello que nada tiene de liviano: el duelo por la muerte de una madre.

Blanca, la protagonista de la novela, es un evidente alter ego de la escritora. Y la figura por cuya pérdida no encuentra consuelo se parece mucho a Esther Tusquets, madre de Milena, hija a su vez de la clase acomodada catalana, mujer culta a más no poder, escritora, editora –dirigió la editorial Lumen–, mujer que supo dejar huella y que en su momento ajustó cuentas con su propia clase en libros como, por ejemplo, Habíamos ganado la guerra.

Laurie Colwin –más allá de sus dotes culinarias– escribe muy bien. Y leer es un placer demasiado similar, a veces, al de saborear un plato nutritivo, servido en su punto justo

Son inesperados los caminos por los que llegamos a los libros e imprevisibles las zonas que esos libros tocarán en cada uno de nosotros. De También esto pasará recuerdo, además de la frescura y el erotismo de ciertos pasajes, la punzada de dolor cada vez que la protagonista volvía a sentir que su mundo se hundía porque la madre ya no estaba en él.

Pero también recuerdo el sabor –¿también se sazona la escritura?– de algunas situaciones ínfimas, perfectas para que algunas nos identificáramos con la narradora como quien descubre a una hermana.

Blanca no solo no es una experta cocinera, sino que además los secretos de la cocina la tienen sin cuidado. Se sostiene en el permiso que alguna vez le otorgara un pediatra: sus dos hijos se mantendrían sanos incluso si ella recurría a menudo a los envíos de comida hecha; solo tenía que garantizar que siempre hubiera fruta y lácteos en la casa. Recuerda también la indicación que alguna vez le impartiera su madre: ninguna culpa por no cocinar, pero siempre una botella de champagne y algún trozo de queso en la heladera.

En el prólogo a Una escritora en la cocina, Busquets insiste con esta particular filosofía familiar: “He cocinado y cocino de forma muy esporádica –escribe–. Mi abuela no sabía hacer ni un huevo frito. Mi madre solo sabía hacer huevos fritos y arroz hervido (magistralmente, eso sí). Yo he mejorado un poco la estirpe familiar, pero no mucho”. Cuenta que, así y todo, al libro de Colwin “se lo devoró” en dos días. Y doy fe de que algo así es perfectamente posible.

Porque Laurie Colwin –más allá de sus dotes culinarias– escribe muy bien. Y leer es un placer demasiado similar, a veces, al de saborear un plato nutritivo, servido en su punto justo.

En Una escritora en la cocina, la autora nos introduce en su vida al compás de cacerolas, hornallas e ingredientes: la vida en un ínfimo departamento de estudiante, la gracia de compartir ágapes con amigos, la emoción de cocinar en el marco de un voluntariado social. Colwin no es en absoluto solemne; se permite el humor y capítulos como “Cenas vomitivas. Mi testimonio”. Su libro respira espíritu neoyorquino: urbano, sofisticado y, al mismo tiempo, próximo. Tras leerlo, dan ganas de alguna vez poder llamar–tal como lo hace Colwin–”mi amada cocina” a ese específico sector del hogar.

Laurie Colwin