
Dentro de la secuencia de fotografías y cortes de video de los años más siniestros del país y del regreso democrático que se agolpan en la memoria colectiva argentina, junto con el “Comunicado Nº 1 de la Junta Militar” del 24 de marzo de 1976 y la voz metálica, castrense, saliendo por las radios; junto con el grito desesperado de las Madres de Plaza de Mayo ante la prensa: “Solamente queremos saber dónde están nuestros hijos, vivos o muertos”; con la apertura del Mundial 78; con Videla pronunciando con la impunidad de quien cree que no tiene por qué dar explicaciones y la naturalidad de quien explica un tema más en la agenda, la que quizás fue su frase más sádica: “(…) mientras sea desaparecido no puede tener ningún tratamiento especial (…). No tiene entidad. No está. Ni muerto ni vivo. Está desaparecido”; con Galtieri arengando: “Si quieren venir que vengan, les presentaremos batalla”; con Alfonsín, prometiendo: “Con la democracia se come, se educa y se cura”; con el épico: “Señores jueces: Nunca más”, del fiscal Julio Strassera; está la voz de Carlos Saúl Menem, declarando: “Esta mañana, en horas muy tempranas, he firmado los decretos que llevan los números: mil dos, mil tres, mil cuatro y mil cinco, donde indulto a muchos militares y a muchos civiles para que empecemos a construir la patria en paz, en libertad y en justicia”.
Eran los primeros indultos firmados el 7 de octubre de 1989, que perdonaban a los jefes militares procesados que no habían sido alcanzados por las leyes de impunidad y a miembros de las organizaciones armadas. En diciembre de 1990, la segunda tanda fue noticia el 28 —se conocieron entre ese día y los siguientes—. Los nuevos decretos beneficiaban a los condenados en el Juicio a las Juntas y a otros procesados como el exministro de Economía José Alfredo Martínez de Hoz, completando la maqueta de una época calamitosa. Una época que iba a sumergir a la Argentina en la espuma del consumo, los excesos, la frivolidad, el falso poder adquisitivo y las modelos con desórdenes alimenticios. En lo que muchas personas se ocupaban mientras, astutamente, el país era desguazado desde sus tripas.
Con el discurso de la reconciliación, Menem ponía en pie de igualdad a los exmilitantes de organizaciones armadas y a los militares que secuestraron, violaron, torturaron y asesinaron a miles —con tanto cinismo que el Decreto 1003/89, de octubre, indultaba a dieciséis guerrilleros desaparecidos, entre ellos, María Antonia Berger, sobreviviente de la Masacre de Trelew de 1972—, adhiriendo y avivando así la teoría de los dos demonios.
Hace tres décadas y media, en 1990, cuando el riojano anunciaba los indultos que había dado a conocer el Día de los Inocentes, llevándose puesto el proceso judicial que hacía solo cinco años había sentado precedente en la historia de los derechos humanos a nivel internacional, de su lado de la escena, sus hombres aplaudían con vehemencia. Del lado de enfrente, el domingo 30 de diciembre, cerca de diez mil personas, convocadas por los movimientos de derechos humanos, se concentraban en la Plaza de Mayo para repudiarlos.
“Es un día de luto, es un día de tristeza, es un día históricamente negro, uno de los más negros que conoce la historia del país. Acá está la ciudadanía, la que expresó que no quería el indulto, acá estamos nosotros, y esto quiere decir que vamos a seguir luchando”, decía firme Estela de Carlotto, mientras el “No” gritado al unísono por las miles de personas que se oponían al perdón a los genocidas hacía vibrar el aire, retumbaba en el asfalto hirviente.
Diciembre casi moría y con él 1990. Aunque la década que marcaría el futuro de millones de argentinos y argentinas apenas estaba empezando.

La gestación de los indultos
Menem asumió la presidencia el 8 de julio de 1989, tomando el mando antes de lo previsto ante la agónica gestión de Alfonsín y un país hundido en una crisis económica y social que incluía hiperinflación, saqueos y una democracia flaca, casi en los huesos, que necesitaba robustecerse. En su discurso de asunción, frente al Parlamento, el flamante dirigente dio indicios de lo que vendría: “Yo quiero ser presidente de un reencuentro, en lugar de transformarme en el líder de una nueva división entre hermanos. Por eso no vamos a perder tiempo para concretar la reconciliación de todos los argentinos”. “Se terminó el país del ‘todos contra todos’. Comienza el país del ‘todos junto a todos’”. “Ha llegado la hora de que cada argentino tienda su mano al hermano, para hacer una cadena más fuerte que el rencor, que la discordia, que el resentimiento, que el dolor, que la muerte, que el pasado. Ha llegado la hora de un gesto de pacificación; de amor, de patriotismo. Tras seis años de vida democrática no hemos logrado superar los crueles enfrentamientos que nos dividieron hace más de una década. Vamos a decirles que jamás se alimentará un enfrentamiento entre civiles y militares, sencillamente porque ambos conforman y nutren la esencia del pueblo argentino”.
En el mundo, el contexto acompañaba: la Guerra Fría languidecía y ya comenzaba a hablarse de “el fin de la historia”, una teoría controversial forjada por Francis Fukuyama, un politólogo estadounidense que, como parte de un ensayo publicado en 1989 —que sería ampliado en su libro El fin de la historia y el último hombre (The End of History and the Last Man), en 1992— teorizaba sobre el triunfo de las democracias liberales como consecuencia de la caída del comunismo y sobre el fin de la historia como enfrentamiento de ideologías. Es decir: el fin de la historia se traducía como el fin de las guerras y las revoluciones violentas.
En Argentina, el asunto de los indultos venía desde el mismo fin de la dictadura: Reynaldo Bignone, el último militar a la cabeza del autodenominado “Proceso de Reorganización Nacional”, firmó un decreto de autoamnistía cinco semanas antes de que se eligiera el nuevo Gobierno constitucional.
El país estaba bañado en sangre. Miles de familias arrasadas. Niños sin madres, sin padres. Otros con la identidad fraguada, desaparecidos sin saberlo. Madres, Abuelas en pie de lucha. La Argentina era un gran agujero negro. Y la milicia se otorgaba su propia absolución: “acá no pasó nada”. Sectores de la Iglesia católica adhirieron, salieron a pedir que la sociedad apoyara la reconciliación. El olvido. Más de cincuenta mil personas se reunieron en una marcha para decir que de ninguna manera. “¡Ni olvido, ni perdón. Cien años de prisión!”.
Los dos candidatos dispuestos a tomar lo que quedaba del país tuvieron diferentes posturas frente a la autoamnistía: Ítalo Luder sostuvo que la respetaría; Alfonsín, en cambio, prometió juzgar a los genocidas por los crímenes de lesa humanidad perpetrados durante el terrorismo de Estado. El candidato de la UCR comprendía que los movimientos de derechos humanos no iban a aceptar la impunidad por decreto y que el camino hacia la reconstrucción del país comenzaba con la búsqueda de justicia. Cuando asumió, firmó los decretos 157/83 y 158/83, en los que ordenaba el juzgamiento de los líderes de las organizaciones armadas y de las Juntas militares. A la vez, envió al Congreso un proyecto para derogar la Ley de Autoamnistía.
Pero tres años después, en diciembre de 1986, el mismo Alfonsín promulgaba la ley de Punto Final, que fijaba un plazo de treinta días para presentar denuncias sobre los crímenes de lesa humanidad de la dictadura, tras el cual vencía el derecho de buscar justicia. Una ley que activó un efecto en cadena: muchas víctimas se apuraron a declarar e iniciaron procesos judiciales. Cuando los oficiales comenzaron a ser llamados al banquillo, comenzaron las resistencias. En 1987, con la democracia endeble, apenas renacida, los “levantamientos Carapintadas”, en los que un grupo de oficiales del Ejército tomaron instalaciones militares para protestar contra esos procesos judiciales y reclamar la impunidad para todos sus compañeros de armas —levantamientos que eran la sombra de un monstruo muerto demasiado fresco—, terminaron por forzar o acabar de definir las leyes de impunidad.
Al Punto Final le siguió la Obediencia Debida. Una ley que Alfonsín promulgó en junio de 1987 y establecía que los delitos cometidos durante el terrorismo de Estado por los miembros de las Fuerzas Armadas con jerarquía por debajo de coronel no eran condenables por haber sido perpetrados en virtud de la “obediencia debida”, un concepto militar que dicta que los subordinados solo se limitan a obedecer las órdenes de sus superiores. Norma que tenía excepciones para personas involucradas en robos de bebés y de bienes. Aunque tampoco abundaron los procesos en estos casos.
No alcanzó. Los carapintadas continuaban disconformes: querían impunidad absoluta.
Y a la sublevación de Semana Santa de 1987 le siguió la de Monte Caseros, en enero de 1988, lideradas ambas por Aldo Rico. En diciembre de 1988 hubo un nuevo intento de revuelta, en Villa Martelli, encabezado por Mohamed Alí Seineldín.
El asunto estaba inconcluso cuando Alfonsín le entregó el mando —y la papa caliente— a Menem. Lo cierto es que el perdón sin condiciones que buscaban ya era rumor en los pasillos del (nuevo) poder. Y encajaba en la política de reconciliación y pacificación nacional buscada por el riojano que había avanzado con medidas simbólicas como la repatriación de los restos de Juan Manuel de Rosas. En el acto que lideró en el cementerio de la Recoleta, el entonces presidente aseguró: “Aún quedan heridas por cerrar”.
Pocos días después, en octubre de 1989, Carlos Menem anunciaba que indultaría a los militares, junto a integrantes de las agrupaciones armadas. Gran parte de la sociedad respondió con una movilización en repudio a la medida, una de las más masivas de la historia del país en defensa de los derechos humanos. Una ola que desbordó las calles desde la Plaza de Mayo a la del Congreso.
A Menem no se le movió un pelo de las patillas.

“El que no está de acuerdo se puede ir, que nadie va a ofenderse”: los indultos de octubre de 1989
El 7 de octubre de 1989, muy considerado, Menem avisó a la prensa: “Voy a anunciar el indulto; el que no está de acuerdo se puede ir, que nadie va a ofenderse”. El mismo día se hicieron públicos los decretos 1002/89, 1003/89, 1004/89 y 1005/89, que eran generosos con todos los jefes militares procesados que no se habían visto beneficiados por las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, y con líderes e integrantes de las organizaciones armadas.
El Decreto 1002/89 indultó a 38 oficiales que no eran alcanzados por las leyes de impunidad, con excepción de Carlos Guillermo Suárez Mason, el excomandante del Ejército a quien llamaban “el carnicero del Olimpo”, extraditado en 1988 desde Estados Unidos, a quien liberaría poco después de los procesos judiciales que le correspondían. Quedaron libres, además, Harguindeguy, Reynaldo Bignone, Luciano Benjamín Menéndez, Ramón Genero Díaz Bessone, Cristino Nicolaides y Leopoldo Fortunato Galtieri. Todos estaban siendo juzgados, aún sin condena.
El Decreto 1003/89 indultó a 59 dirigentes y militantes del ERP y Montoneros, como Roberto Perdía, Fernando Vaca Narvaja y Rodolfo Galimberti. En esa primera tanda no liberó a Mario Firmenich, quien cumplía 30 años de condena por la causa del secuestro de Juan y Jorge Born. Pero cuando los exlíderes montoneros pidieron por él, el presidente les dijo que su libertad llegaría “dentro de unos meses, junto con la de los excomandantes” —quienes habían formado parte de la cúpula de Montoneros habían apoyado de cerca a Menem en la campaña presidencial e incluso habían aportado dinero.
El decreto también tuvo un cariz perverso: dieciséis de los militantes indultados estaban desaparecidos. Varios exmiembros de las organizaciones armadas alcanzados por la medida rechazaron el beneficio.
Por medio del mismo decreto indultó también a cuatro militares uruguayos del área de Inteligencia que tenían causa abierta en Capital Federal. Entre ellos estaba José Nino Gavazzo, uno de los principales represores de la dictadura de su país iniciada en 1973.
El Decreto 1004/89 libraba de rendir cuentas en la Justicia a los implicados en los alzamientos de Semana Santa, Monte Caseros y Villa Martelli: ahí brillaban Aldo Rico y Seineldín. Y el 1005/89 le regalaba el perdón terrenal a Leopoldo Galtieri —quien había sido absuelto en el Juicio a las Juntas—, Jorge Isaac Anaya y Basilio Lami Dozo, condenados por la conducción durante la guerra de Malvinas.
En total, estos primeros decretos beneficiaron a unos 300 imputados.
El rechazo volvió a sonar, masivamente, en las calles.

Menem lo hizo: los indultos de diciembre de 1990
El 3 de diciembre de 1990, un nuevo levantamiento carapintada colmó la paciencia del riojano, que ya estaba advertido de lo que el movimiento militar se tenía entre manos.
Por orden del jefe del Ejército, Martín Bonnet, Seineldín estaba detenido en San Martín de los Andes y se esperaba que intentaran liberarlo.
Menem no tuvo ningún reparo: “Yo no voy a ser otro Alfonsín, no voy a negociar. O se rinden, o bombardeamos las unidades”, dijo. Y ordenó reprimir la revuelta que amenazaba con escalar a un nuevo golpe de Estado.
El timing también lo presionaba: la agenda política marcaba que dos días después, el entonces presidente de los Estados Unidos, George H. Bush, haría una visita oficial a la Argentina.
Los enfrentamientos entre las fuerzas se extendieron por 20 horas y dejaron catorce muertos, entre ellos cinco ciudadanos que viajaban en un colectivo que fue atropellado por un tanque.
Esa fue la cuarta y última rebelión carapintada. Y el hecho que terminó de subordinar las Fuerzas Armadas al Estado, es decir, de integrarlas al sistema democrático.
Semanas después de dar vuelta esa página, en el Día de los Inocentes, el 28 de diciembre, Menem anunció nuevos indultos que se terminarían de conocer los días siguientes. Otro combo que venía a completar las leyes de impunidad.
Esta vez los decretos eran seis.
El 2741/90 perdonó a los cinco comandantes condenados en 1985: Jorge Rafael Videla, Emilio Eduardo Massera, Orlando Ramón Agosti (que había sido penado con cuatro años y medio de prisión y ya estaba en libertad), Roberto Viola y Armando Lambruschini. También liberó a Ramón Camps y Ovidio Riccheri, quienes no habían sido alcanzados por las leyes de Punto Final y Obediencia Debida y estaban condenados.
El Decreto 2742/90 indultó finalmente a Mario Firmenich.
Los Decretos 2743/90 y 2744/90 otorgaron el perdón a Norma Kennedy y a Duilio Brunello, respectivamente, los dos procesados por malversación de fondos públicos. Lo que en el caso de Brunello le había valido una condena a inhabilitación absoluta y perpetua.
El Decreto 2745/90, otorgó la gracia a José Alfredo Martínez de Hoz, procesado por los secuestros y torturas al empresario Federico Gutheim y a su hijo Miguel, un hecho por el cual había estado detenido dos meses y medio en 1988.
Por último, el Decreto 2746/90 indultó a Carlos Guillermo Suárez Mason, al frente del Primer Cuerpo del Ejército durante el terrorismo de Estado, prófugo y extraditado desde los Estados Unidos. Otro que no había podido ampararse en las leyes de impunidad de Alfonsín por su grado.
Una vez más, como lo venían haciendo, como no dejarán de hacerlo ante cualquier medida que amenace los derechos humanos, una multitud se lanzó a las calles, hacia la Plaza de Mayo, para rechazar los indultos.
Veinticuatro horas después de promulgados los decretos, todos los beneficiados estaban en libertad.

Indultos, una medida inconstitucional: la búsqueda de Memoria, Verdad y Justicia
Las imágenes del indulto son otras de las que se suman a ese archivo de la memoria nacional: Firmenich sonriendo en un auto desde la tapa de Clarín. Videla recibiendo una hostia de manos de un párroco en una iglesia de Belgrano, diciéndole a los periodistas que lo aguardaban afuera que en ese momento no iba a decir nada; yéndose, feliz, a reunirse con su familia.
Las imágenes de la reconciliación. De la paz buscada por Menem.
Poco más de una década después, en 2003, el Congreso de la Nación anuló las leyes de Punto Final y Obediencia Debida. Con un clima de época completamente diferente al del menemismo, con un Néstor Kirchner bajando los cuadros de los genocidas de las paredes, algunos jueces comenzaron a declarar inconstitucionales aquellos indultos emitidos a decreto limpio por el riojano.
Era 15 de junio de 2006 cuando la Cámara de Casación Penal consideró que los indultos concedidos a quienes habían cometido delitos de lesa humanidad eran inconstitucionales. Y 31 de agosto de 2010 cuando la Corte Suprema de Justicia confirmó sentencias de tribunales inferiores, avalando esa inconstitucionalidad. Las condenas anuladas debían ser cumplidas. Los casos se comenzaron a abrir de nuevo. Los juicios por crímenes de lesa humanidad, a llenar los tribunales. Y empezó así una nueva búsqueda de pacificación: la que demuestra que no hay olvido por decreto. La que traen la memoria, la verdad, y la justicia.