
El 2025 dejó en evidencia las tensiones y limitaciones del modelo económico y social. Las expectativas iniciales de una recuperación sostenida dieron paso a un escenario de estancamiento y persistencia de problemas estructurales. La caída del consumo, el aumento de la informalidad laboral y la no generación de empleo formal quedaron en el centro del debate y atravesaron la vida cotidiana de las familias argentinas.
En ese marco, en diálogo con Infobae, Agustín Salvia, director del Observatorio de la Deuda Social Argentina (ODSA) de la UCA, analizó los datos oficiales, las percepciones sociales y los desafíos que enfrenta el país.

El sociólogo e investigador advirtió sobre el riesgo de sobredimensionar la mejora en la tasa de pobreza y señaló la necesidad de políticas públicas que acompañen el esfuerzo individual con condiciones favorables para el crecimiento y la inclusión.
— ¿Qué balance hace de este año en términos sociales y económicos?
— Fue un año en el que se esperaba que el proceso económico aportara una mayor estabilidad e incluso una recuperación capaz de reducir de manera más genuina la pobreza y la indigencia, y de mejorar el consumo.
Pero el “verano” financiero y económico se extendió solo hasta fines del 2024 o los primeros meses de este año, y luego derivó en un escenario de estancamiento. El impulso inicial se frenó, pese a que puedan aparecer datos que muestren crecimiento o algún rebote. De este modo, empiezan a evidenciarse problemas estructurales del modelo político, económico y financiero.
—¿La mayor estabilidad económica se traduce en una mejora en la percepción de los hogares?
— Lo peor, en términos del impacto sobre el ánimo de la sociedad argentina, fue a fines de 2023 y comienzos de 2024, y esa situación hoy está lejos de reflejarse en el clima socioeconómico.
Empezamos a discutir cómo desarrollarnos y cómo crecer —si es que crecemos—, con qué nivel de inversión y de creación de empleo. Son cuestiones que todavía no se resuelven, pero que ya están en debate.

El equilibrio fiscal y una relativa estabilización del ritmo inflacionario —valores que no son buenos, pero sí mucho mejores que los que teníamos, en torno al 2% mensual— generan un clima de paz y tranquilidad social muy relevante.
En ese contexto, buena parte de la salida para las familias parece depender del esfuerzo individual. Ahí hay un error de percepción, porque se necesita un entorno económico que lo acompañe.
Hoy el escenario está planteado de modo tal que ya no se identifica al Estado como el responsable directo de la crisis o de la inflación, y mucho pasa por el equilibrio que cada familia logra entre ingresos y gastos, por el acceso al empleo y por la lucha cotidiana para conseguirlo. Para ciertos sectores, eso implica recurrir al cuentapropismo. Hay una “uberización” del mercado de trabajo.
Comienza a hacerse evidente que el esfuerzo de las personas no rinde, ni en el corto ni en el mediano plazo, para mejorar su posición económica.
— ¿De qué se trata esa “uberización”?
— Como las empresas vinculadas a la industria, la construcción y el comercio no están invirtiendo ni generando más empleo, se produce un excedente de fuerza de trabajo. Esa mano de obra sobrante se vuelca a actividades que dependen de sí mismas, al autoempleo refugio.
A nivel individual o familiar, muchas personas salen a producir y vender bienes de manera informal, usan los autos como remises o brindan servicios personales, como albañilería o reparaciones. No se trata solo de plataformas como Uber, sino de un conjunto más amplio de actividades que se ofrecen, en general, a estratos medios y medios-altos.

Son segmentos a los que la crisis les impactó poco o que incluso encontraron oportunidades en ella. Allí existe un mercado y una demanda de servicios personales que se mantiene activa, y que absorbe parte de ese excedente de trabajo, aunque sin resolver el problema estructural de fondo.
Al mismo tiempo, es importante resaltar que se observa cierta saturación de esos servicios, por lo que las remuneraciones o beneficios bajan.
— En ese contexto, ¿qué análisis hace de la reducción del desempleo informada recientemente?
— Detrás de ese dato hay una ficción. En este caso, la caída de la desocupación no es un indicador positivo, porque no se están creando puestos formales. Las familias hacen lo que pueden para conseguir trabajo, aunque sea informal y precario, o una changa, que finalmente queda computada como empleo.
— El ODSA hizo foco en reiteradas ocasiones en la sobreestimación de las mediciones del Indec en relación a la baja de la pobreza y la indigencia. ¿Por qué cree que no se informan los posibles cambios realizados en la metodología?
— En primer lugar, hay varias hipótesis posibles de esta sobreestimación. La primera, vinculada a la baja inflación y a una mayor capacidad de recordar los ingresos. Esto ya no parece suficiente para explicar el fenómeno dado que se estabilizó.
La segunda es una modificación en el instrumento o en el cuestionario, especialmente en lo referido a ingresos no laborales, que efectivamente muestran una mejor captación. Pero las preguntas específicas sobre los ingresos laborales continúan siendo las mismas, por lo que no está claro que esa sea la causa.

La tercera hipótesis apunta a cambios en los procedimientos de edición o ponderación de los datos.
Es posible que el resultado sea una combinación de estos factores.
Desde el Indec señalan que no detectan problemas ni alteraciones metodológicas, ni consideran que los cambios en el cuestionario hayan tenido impacto. Sin embargo, no se realizó una encuesta piloto que permita hacer evaluaciones. Así, las hipótesis no pueden ni descartarse ni confirmarse.
Han renunciado la directora de la EPH y el jefe de esa dirección, y se niega que haya habido ajustes. Todavía no se aceptó la reunión que he planteado y ofrecido para discutir qué es lo que está ocurriendo.
— ¿En qué nivel se ubicaría la tasa de pobreza sin esa sobreestimación?
— Esto puede explicar una diferencia de entre dos y cuatro puntos en la medición de la pobreza. Las proyecciones más recientes del Consejo de Políticas Sociales la ubican entre 27% y 28% para el tercer trimestre de 2025. Pero si se asume que hoy se están captando con mayor precisión los ingresos que en el pasado, entonces la comparación histórica cambia: la mejora no sería tan extraordinaria como sugieren los datos actuales.

Aun así, seguimos por encima de los niveles más bajos registrados en años anteriores. No estaríamos en los valores de pobreza del 25%–27% que se registraron en los mejores momentos de los gobiernos de Cristina Fernández de Kirchner o en 2017 durante la gestión de Mauricio Macri.
— Falta también la actualización de la Canasta Básica Total (CBT) en base a la estructura de gasto de los hogares relevada en 2017/2018. ¿Cuál sería el costo si el Indec hiciera ese ajuste? ¿Por qué no lo hace?
— La canasta que se utiliza actualmente tiene un peso muy bajo de las tarifas y los servicios públicos, en un contexto de fuertes aumentos por la quita de subsidios.
Si se hiciera esa revisión, el valor de la CBT estaría en torno a $1.950.000 para un hogar tipo de dos adultos y dos niños, frente a los $1.257.329 que marcó la última publicación oficial.
Esto implicaría que la pobreza sea aproximadamente 10 puntos superior a la que conocemos.
— ¿Existe margen para que la gestión de Javier Milei comience a reducir la cantidad de planes sociales, a la luz de los niveles de pobreza?
— Yo creo que no. De hecho, considero que la Asignación Universal por Hijo (AUH), la Tarjeta Alimentar y los distintos esquemas de vouchers van a seguir desarrollándose. La Argentina tiene, a nuestro juicio, un nivel de pobreza crónica de entre 25% y 30% que requiere asistencia pública.
No se trata de hogares que entran y salen de la pobreza, sino que permanecen en ella de manera casi sistemática, con privaciones persistentes: no llegan a fin de mes, no tienen capacidad de ahorro y deben hacer ajustes en su presupuesto que afectan aspectos básicos del funcionamiento social.
El Gobierno tiene que mantener los programas porque el mercado de trabajo no está generando empleo ni puestos con ingresos adecuados para esa población, ni siquiera para los jóvenes de clase media.
Es esperable que haya un proceso de reactivación económica que impulse el mercado laboral para los sectores medios. Pero hacia abajo no va a derramar: va a gotear. Ese goteo deriva en más changas, pero no en más empleo formal para aquellos de baja o mediana calificación.
— ¿Cree que la reforma laboral va a generar más empleo y reducir la informalidad?
— No. Yo pienso que la reforma laboral, incluso en sus capítulos vinculados al aspecto fiscal, apunta a mejorar la productividad de las empresas formales y, dentro de ese marco, a habilitar una negociación colectiva más flexible entre trabajadores y empleadores. Un punto positivo es la eliminación de la ultraactividad, que obliga a revisar convenios de 10, 20 o 30 años.
Hay que tener en cuenta que, aun en el mejor de los escenarios, su alcance se limita a alrededor del 30% de la mano de obra del país: es decir, a los trabajadores hoy alcanzados por la normativa laboral, 6 o 7 millones de personas.
Los cambios propuestos, por sí solos, no crean empleo: es necesario que haya crecimiento económico y que se multipliquen las pequeñas y medianas empresas.
Por otra parte, a mi entender, la reforma en discusión no vulnera derechos fundamentales de los trabajadores.
¿Qué escenario espera para 2026 y qué desafíos enfrenta el Gobierno?
— Lo peor ya pasó. Con la baja de la inflación y una relativa estabilización de la economía se alcanzó un proceso de equilibrio: muy inestable, pero equilibrio al fin.
El 2025 no resultó un buen año en términos de crecimiento económico por varios factores, entre ellos una mala praxis económica y financiera, más allá de lo que el Gobierno pueda argumentar.
Hubo un problema en los fundamentos de la economía que limitó la capacidad de seguir invirtiendo y creciendo, aunque al mismo tiempo se sientan las bases para que eso ocurra en 2026, siempre y cuando no haya alteraciones bruscas a nivel internacional.
Si ese contexto se mantiene, el país podría mejorar su balanza comercial y su cuenta corriente, utilizar parte de ese saldo positivo para pagar deudas y, eventualmente, pedir financiamiento para afrontar intereses.
Esa estabilización financiera daría mucha más paz económica y productiva, y mayor certidumbre, lo que favorecería la inversión, no solo en sectores estratégicos, sino también en el mercado interno.
A eso podría sumarse, si se cumple lo que plantea el Gobierno, una expansión del crédito interno, una baja en el costo del dinero y una mayor disponibilidad monetaria para impulsar el consumo. Pero ese proceso no debería desbordarse ni derivar en burbujas para ganar legitimidad, como ocurrió en años electorales durante el kirchnerismo y el macrismo.