En realidad, vivir, lo que se dice vivir, es algo que aprendí a hacer fuera de casa, lejos de mamá (Imagen ilustrativa Infobae)

Mamá nos pegaba cada vez que tosíamos. Estaba tan desbordada con su vida, sobrepasada por sus propias emociones e incapaz de vivir con serenidad, que cualquier pequeña situación con el potencial de convertirse en un problema la perturbaba profundamente.

Una simple tos mía o de mi hermano la exasperaba. Claro, imaginaría muchos problemas potenciales: gripe, fiebre, consultas con el pediatra, inclusive tener que llevarnos a la guardia. Mejor cortar el síntoma de raíz y todo resuelto. Así se solucionaban los problemas en casa.

Desde muy chiquita fui aprendiendo a reprimir todo lo que sentía, no fuera cosa que generara algún conflicto. Mi casa se convirtió en un teatro porque todo lo que no era perfecto quedaba afuera. No había el menor margen de expresar lo que nos pasaba, a menos que fueran buenas noticias. Esa fue mi infancia.

¿Cómo se puede vivir en un ambiente en el que hay que esconder todo lo que no encaja?

En realidad, vivir, lo que se dice vivir, es algo que aprendí a hacer fuera de casa, lejos de mamá. Ahí sí podía probar, explorar, equivocarme, ser yo misma.

En casa, en cambio, vivíamos un acting permanente, el que mamá quería ver. Toda nuestra vida real, la mía y la de mi hermano, ocurría a sus espaldas. Descuento que ella lo percibiría, pero elegía ponerse anteojeras y mirar únicamente lo que la dejaba tranquila. ¿Tranquila? ¿O en algún lugar sentiría la inquietud de saber que pasaban cosas potencialmente inquietantes, que seguramente no coincidían con sus ideas?

Toda una ironía que de grande se enojara conmigo porque yo no le contaba nada. ¿Qué iba a contarle si había pasado toda mi vida ocultándole lo que me pasaba? Los profesores de protocolo enseñan que uno nunca debe empezar una conversación hablando del clima, porque de ahí no se vuelve. Hacerlo es quedar condenado a la superficialidad. Bueno, durante años, mi madre me forzó a hablar del clima, ¿y después pretendía tener algún grado de intimidad conmigo?

Pocos años antes de su muerte surgió al pasar el tema de la homosexualidad. Percibí su intransigencia a aceptar esa realidad, por lo cual forcé el debate para saber qué pasaba por su cabeza. Intuía su respuesta, pero sentía curiosidad por ver hasta dónde podía llegar.

—Bueno, mami, pero ¿y qué harías si mi hermano fuera gay?

—Ah, no querida, ¡que se aguante!

¿La condición sexual era algo que había que aguantarse para no incomodarla? Tenía casi ochenta años y no había aprendido nada. Prefería refugiarse en sus certezas antes que abrirse a realidades que no le gustaran, que no encajaran con sus ideas. ¿Cómo se puede convivir con alguien así? ¿Qué tipo de vínculo se puede tener? Si hay que aguantarse lo que uno es, estamos condenados a hablar del clima de por vida.

No por casualidad a los nueve años yo jugaba a ser una madre comprensiva que firmaba un boletín imaginario lleno de malas notas que traía mi hijo, también imaginario. Yo solo podía llevar notas excelentes a casa y mi fantasía no era ser mala alumna, sino ser comprendida, aceptada si alguna vez me iba mal.

Por supuesto, siempre fui la abanderada. No llevé nunca ningún problema a casa, y los que tenía los ocultaba y resolvía sola, como podía. Rara vez una situación se me salía de las manos, forzándome a blanquearla con mamá. Mi hermano, en cambio, tomó el camino rebelde. Con o sin conciencia de lo que hacía, él pateó el tablero. Era mal alumno, impulsivo, tenía problemas de conducta en el colegio, se peleaba, siempre tenía mil amonestaciones. En síntesis, no aceptó las condiciones impuestas en casa.

En el fondo, nadie fue libre. La oveja negra siempre paga un alto costo, y de hecho mi hermano tuvo severos problemas de adicciones que terminaron por matarlo. Mi vida fue un poco mejor, aunque nunca pude ser quien era, al menos ante mi madre.

“Siempre fui la abanderada”

Desde mi infancia hice muchas veces lo que sentía, pero siempre en la clandestinidad. A los diecisiete años ni se me ocurría contarle que me quedaba a dormir en lo de mi novio porque se hubiera escandalizado al saber que su hija tenía relaciones sexuales, así que una vez más, le mentía. Todos los fines de semana le decía que me iba al campo de una amiga, cuando en realidad me quedaba en el departamento de mi novio. De adulta seguí funcionando de ese modo. Mi vida real era lo que ocurría lejos de la mirada de mamá. ¿Qué costo pagamos por evitar el conflicto permanentemente como forma de vida, por no discutir, por complacer, por fingir?

Nunca dejé de hacer lo que quería, pero se lo ocultaba a ella, y a tantas otras personas, porque tenía pánico de mostrarme como era. No podía enfrentar la tensión que suponía defender mis decisiones.

Mi madre no me dejó una casa, ni joyas, ni una carta con consejos para la vida. Me dejó algo más pesado y profundo: el hábito de callar. Esa inercia de no molestar, no incomodar, no mostrar mis bordes. Me llevó años entender que no era mi obligación cuidar su paz a costa de mi verdad.

Su legado fue el silencio. El mío, romperlo. Porque si algo aprendí es que vivir sin conflicto no es lo mismo que vivir en paz. La armonía verdadera no nace de fingir, sino de animarnos a ser.

Hoy elijo hablar. Aunque me muera de miedo. Aunque me duela. Aunque alguien se incomode. Porque es imposible que sea leal a otra persona si primero no soy leal conmigo misma. Ser libre ya no es solo haber escapado de la jaula, sino haber dejado de construirla diariamente con mis propias manos.

*Juan Tonelli es escritor y speaker, autor del libro “Un paraguas contra un tsunami”. www.youtube.com/juantonelli