
Barajar y dar de nuevo parece ser la consigna. Si voy a vivir treinta, cuarenta años más, ¿quiero seguir haciéndolo con esta persona? ¿Repetir las peleas, los desencuentros, los temas sin resolver? El divorcio después de los sesenta ya no es una rareza en la Argentina: es una estadística que crece. Pero junto a otra: el amor, las nuevas parejas y hasta la unión civil y los matrimonios.
Según el Registro Civil porteño, los divorcios entre mayores de 60 crecieron un 48% en la última década, y al mismo tiempo aumentaron los matrimonios y uniones convivenciales después de los 65. La generación que creció creyendo que a los 60 solo quedaba “acomodarse” está reescribiendo el guion: se separa, se enamora, vuelve a empezar, como si el futuro se hubiera estirado lo suficiente como para incluir una segunda oportunidad.
Las aplicaciones de citas acompañan este giro silencioso. En OurTime —la app global para mayores de 50— Argentina se convirtió en uno de los mercados de mayor crecimiento. Y en las apps tradicionales ocurre algo inesperado: uno de cada diez usuarios argentinos tiene más de 60 años. Los perfiles repiten las mismas palabras: “viudo”, “recién separada”, “busco compañero”, “quiero reírme de nuevo”. No es nostalgia: es presente.
El amor inesperado no es solo un título de novela: es una biografía de época. Isabel Allende lo contó con la franqueza luminosa de quien ya no necesita disimular nada: a los 74, después de un matrimonio de 28 años, recibió un correo de un hombre que la escuchó por radio y decidió apostar. “Por el amor inesperado”, le escribe a Roger Cukras en su libro más reciente. No es literatura: las cifras lo confirman. Uno de cada cinco matrimonios recientes corresponde a parejas en las que ambos superan los sesenta. En 2015 más de 2.700 personas mayores de 60 se casaron; en 2016, 2.370. En 2024, la cifra se triplicó.

En Buenos Aires, las escenas de reencuentro se multiplican. A las seis de la tarde, en La Peña del Colorado, las mesas se llenan de hombres y mujeres de 60 y 70 que bailan una zamba como quien firma un contrato con el tiempo. En Parque Centenario, las clases de salsa arman un mercado afectivo al aire libre. En el Salón Canning, las milongas siguen siendo un ritual de cortejo y ternura. Pero la Generación X pide pista, y las formas de diversión para mayores de sesenta ya tienen más que ver con el rock y el patrimonio cultural de la década del 80 que con los clásicos tangos y boleros. En Caballito y Saavedra, los karaokes estallan con “Eiti Leda” o “Inconsciente Colectivo” mientras la ciudad empieza a inundarse de clases de rock and roll o baile disco y piano bar para cantar a los gritos a Pappos Blues.
Las historias se repiten en toda la ciudad. Viudas que vuelven a maquillarse después de veinte años; hombres que se acercan con torpeza adolescente a pedir un teléfono; parejas que se conocen en clases de tango, en talleres de escritura o en un micro que los lleva a Mendoza en un viaje de “solos y solas +55”.
Esther Díaz ya lo escribió: “El deseo no tiene edad. Tiene historia”. A sus 80, vital y provocadora como siempre, publicó un libro donde narra su renacimiento erótico tras jubilarse: volver a enamorarse, explorar su sexualidad, desafiar prejuicios. Su voz abrió una puerta para quienes todavía sienten deseo pero creían que “no correspondía”. Aunque también está claro que en las nuevas parejas que se forman, la búsqueda es de compañía y conversación tanto o más que de sexualidad.

Divorcio gris: la libertad como segundo idioma
Si sé que voy a vivir treinta o cuarenta años más, ¿quiero hacerlo en esta casa, con esta persona, arrastrando los problemas de siempre? En Estados Unidos, el “divorcio gris” —las separaciones después de los 50— se duplicó desde 1990. The Wall Street Journal lo definió así: “Cuando la vida se alarga, la paciencia se acorta”.
En Argentina, el fenómeno avanza con silenciosa contundencia. A veces no hay pelea, sino una revelación: “No quiero pasar mis próximos veinte años así”. “Me encontré solo sin saber quién era”. El nido vacío, la jubilación, los silencios que quedaban tapados por el trabajo: todo invita a revisar la vida. El divorcio gris no es un cierre: es un reinicio. Un volver al idioma propio después de décadas de hablar en plural.
Y ahí aparece el otro cambio profundo: el amor después de los sesenta no se mide en pasión juvenil, sino en compañía. Quienes vuelven a enamorarse quieren alguien con quien hablar, alguien que escuche, alguien que esté ahí cuando la ciudad se apaga. En Our Souls at Night, Jane Fonda golpea la puerta del vecino para proponer dormir juntos “para que la noche no duela tanto”. Es eso: presencia más que intensidad, cuidado más que promesa.

La reescritura del deseo: el cuerpo cambia, el erotismo no
La Facultad de Medicina de la UBA registró que el 64% de los varones mayores y el 38% de las mujeres siguen sexualmente activos después de los 60, aunque con ritmos más lentos y menos centrados en el coito. Investigaciones del Hospital Italiano muestran que, en la vejez, el erotismo se vuelve menos performático y más afectivo: una conversación, una mano sostenida, un secreto compartido pueden ser tanto o más excitantes que un encuentro planificado.
En Chile, casi la mitad de los adultos mayores mantiene vida sexual activa, aunque casi ninguno recibe educación sexual adaptada a esta etapa. En toda la región, el deseo no se apaga, pero queda aplastado por el tabú. La cultura calla lo que los cuerpos todavía sienten.
El Guardian publicó hace poco el testimonio de una mujer de 72 que contaba que la menopausia le devolvió algo parecido a la libertad: “A esta edad, por fin tengo tiempo, tengo humor y tengo piel”. En Buenos Aires ocurre lo mismo: muchas mujeres viven la etapa posmenopáusica con mayor curiosidad; otras enfrentan síntomas que pueden tratarse, pero nadie lo menciona. La frase “a esta edad ya no toca” convence cada vez menos.
“Antes, el amor en la vejez era sospechoso; hoy es una forma de vitalidad”, dice el psicólogo gerontólogo Gonzalo Abramovic. La médica Margarita Murgieri agrega: la viudez y la soledad fragilizan, pero el amor —a cualquier edad— es un factor de protección.
Sucede en todas las clases sociales. Las celebridades lo exhiben sin pudor: Horacio Pagani se casó a los 72 con Cecilia Di Carlo después de doce años juntos; Mario Vargas Llosa, a los 81, revolucionó a su familia cuando se enamoró de Isabel Preysler. La vejez amorosa dejó de ser un epílogo: es un fenómeno social. Los sociólogos lo llaman “segundas biografías afectivas”. Las personas mayores lo dicen más simple: “No pensé que a esta edad podía volver a pasar”.
Y también están las historias que parecen inventadas pero son de barrio. Emilio, de 90 años, y Lidia, de 83, se conocieron por Tinder: él vivía en Córdoba, ella en La Rioja. Se escribieron con timidez adolescente, viajaron a Villa Carlos Paz y terminaron casándose. “No me quiero morir sin haber vuelto a amar”, dijo él. En Santiago del Estero, una pareja de 90 y 87 años se reencontró en una feria barrial después de ser compañeros en la escuela primaria. Se casaron rodeados de nietos y bisnietos. La llamaron “la boda atemporal”.

Lo que dicen los estudios: el amor también prolonga la vida
El estudio de Harvard —el más largo del mundo sobre bienestar— comprobó que las relaciones afectivas sostienen la salud más que el dinero o la genética. La OMS señala que la compañía reduce un 30% el riesgo de muerte prematura. La Universidad de Michigan mostró que los mayores que mantienen vida íntima activa tienen mejor salud mental, menos depresión y mayor autoestima.
Amar no es un lujo juvenil: es una herramienta de supervivencia. Una resistencia contra la soledad y contra la cultura que imagina la vejez como retiro del deseo. Todavía puedo sentir, todavía puedo elegir, todavía puedo empezar.
En un mundo que vive más años que nunca, el amor tardío deja de ser excepción para convertirse en una nueva forma de disfrutar la longevidad.