Una cosa es hablar de la muerte y otra muy distinta es morirse.

Siempre supimos que nuestra relación tendría un final, por la diferencia de edad, por mis deseos de ser madre y los de él de no tener más hijos. Pero a pesar de ese límite aparentemente infranqueable y del inevitable dolor que sentiríamos al separarnos, decidimos vivir nuestro amor.

Éramos conscientes de que sería difícil construir algo si no había una proyección de futuro. ¿Cómo se construye una casa sobre un terreno alquilado? Aun así, vivimos cinco años maravillosos en los que desarrollamos una intimidad emocional impresionante.

Y un día, sin ser del todo consciente, algo se puso en marcha en mi interior. Sin saberlo, sin proponérmelo, fui sintiendo que nuestra relación estaba llegando a su fecha de vencimiento, que era hora de partir.

No quiero tener un hijo mañana ni el año que viene, pero anhelo formar una familia, tener un hogar. Y aspiro a que sea junto a un hombre que desee ser padre. No quiero ser madre sola. No por mí, sino por mi hijo. No es lo mismo tener un padre que no tenerlo. Sé que hay muchos hombres que son solo progenitores o proveedores, pero para mí tener un padre son palabras mayores, y aspiro a que si tengo un hijo, cuente con él.

El camino que elegí transitar hace cinco años está llegando a su fin. La bifurcación siempre estuvo en mi cabeza, pero antes no me importaba. Como si no existiera. Y ahora, después de un año de duelo interno, silencioso, casi diría inconsciente, empecé a pensar en distintos escenarios en los que dejo atrás lo más lindo que tengo en la vida: mi pareja.

Todo empezó con mi necesidad de hacer un largo viaje sola. Por primera vez me di tiempo para mí misma, lejos de mi familia, de mi trabajo y de él. Al principio me sentí un poco aturdida, pero enseguida supe que era lo que necesitaba. No sabía qué buscaba, pero intuía que tenía que sumergirme en esa búsqueda. Él lo percibió inmediatamente y me apoyó sin condiciones. ¿Por qué no reaccionará mal así me hace más fácil las cosas?

Cuando volví y nos reencontramos, me di cuenta de que a pesar del enorme afecto que sentía por él, algo estaba cambiando. Yo estaba distinta y por ende, también lo estaba nuestra relación. Y era solo el principio.

Un par de meses después y sin poder disimularlo como broma, me encontré diciendo una frase difícil:

—Aunque nuestras vidas tomen caminos distintos, nosotros siempre vamos a estar el uno para el otro.

Él entendió en el acto que esas palabras eran la punta de un iceberg, que la cuenta regresiva había empezado.

Tuvimos una conversación abierta, profunda y amorosa en la que pudimos compartir dónde estaba parado cada uno. Después de más de dos horas, los dos necesitamos hacer una pausa. Demasiadas emociones que procesar.

Aunque estábamos cansados, ese día y el siguiente no pudimos dormir bien. Tampoco hacer el amor ni dormir abrazados como nos gustaba. La muerte es una experiencia individual.

Por un lado, sentí paz. La verdad nos hace libres. No podía seguir avanzando por un camino que ahora sí percibía como un callejón sin salida.

Ninguno sintió la angustia de estar tomando la decisión equivocada. No podemos alegar que no tuvimos tiempo, que fue algo que nos sorprendió. Lo supimos de entrada, lo aceptamos, y creo que, de algún modo, lo fuimos elaborando durante años. Lo vimos venir desde el principio, pero sí, una cosa es hablar de la muerte y otra muy distinta es morirse.

Más allá de la tranquilidad de saber que estamos eligiendo el camino correcto, siento una tristeza profunda. Un dolor fuerte en el pecho y en el alma. ¿Cómo hace uno para desenamorarse? ¿Dónde está ese botón así lo aprieto?

Durante todos estos años siempre nos contuvimos mutuamente, siempre sentimos el impulso de cuidar al otro. Pero ahora es difícil: uno no puede ser el problema y la solución al mismo tiempo.

Estamos en el mismo lugar de vacaciones en el que nació nuestro amor hace cinco años. Todo una ironía. Y aunque trato de no pensarlo, sé que es la despedida y que probablemente sea la última vez que compartimos como pareja este hotel, este bosque, nuestras caminatas, la playa del lago, el restaurante donde siempre pasamos la noche de año nuevo, y cada uno de estos rincones en los que fuimos tan felices. ¿Podré volver acá alguna vez?

Por un momento me invaden las emociones y siento que me muero. Tengo que hacer un esfuerzo para no pensar y seguir adelante. En el fondo, sé que la muerte no le quita sentido a la vida y que el hecho de que nuestra relación llegue a su final no invalida todo lo hermoso que vivimos. ¿Acaso el amor solo vale si es eterno? ¿No cuenta que haya sido real, profundo y transformador?

“El veneno hay que tomarlo de un trago, no se puede tomar de a sorbos”, dijo una vez un líder revolucionario. Pero yo no quiero hacerlo rápido. Quiero sentir todas y cada una de estas emociones, aunque sea en carne viva. Necesito abrazarlas como parte del precio —y el privilegio— de haber amado de verdad. Sé que no es posible evitar el sufrimiento: solo podemos elegir atravesarlo.

También quiero zambullirme en la búsqueda, aunque no sepa muy bien qué estoy buscando. ¿No es acaso el rasgo central de toda búsqueda?

Dicen que a las langostas, en distintos momentos de la vida, el caparazón les queda chico. Entonces buscan un lugar seguro donde protegerse y en el que pueden deshacerse de esa estructura que les aprieta, que no las deja crecer. Ahí quedan indefensas, totalmente vulnerables, mientras van formando un nuevo caparazón. Solo cuando terminan de reconstruirse salen de ese refugio y vuelven a la intemperie, a la normalidad. A la vida.

No pretenden anestesiar ni silenciar el dolor. No toman un ansiolítico para que el caparazón que les aprieta sea tolerable. Sienten que necesitan cambiar, así que reconocen la situación y la abrazan. La vulnerabilidad tampoco las paraliza: saben que deben atravesar ese dolor para seguir creciendo. Para seguir viviendo.

Al igual que las langostas, decidí mudarme de la ciudad en la que vivía a un lugar en el que pudiera estar sola y lejos. ¿Quemar las naves? ¿Poner un océano de distancia con mis afectos?

Transité los dos meses finales intentando vivir mi vida con normalidad, como si fuéramos a seguir juntos, aunque una parte mía se sentía acompañando a alguien con cáncer terminal. En este caso no acompañaba a morir a una persona, sino a nuestra pareja.

A medida que la cuenta regresiva avanzaba, aparecían momentos de angustia que me zamarreaban de un lado a otro. Y al igual que las olas, después se retiraban.

El día previo a mi partida tenía mil pendientes. No era fácil separarme, mudarme, emigrar, todo al mismo tiempo. A media tarde, él me propuso que tomáramos un último trago. Morí de amor por la propuesta y de tristeza por no llegar a tiempo, pero, sobre todo, por saber que ya habíamos tomado nuestro último trago sin ser conscientes. La vida no suele avisar cuándo es la última vez.

A la mañana siguiente, el día D, me acompañó hasta el aeropuerto. ¿Cómo seguir? ¿Cómo despedirme sabiendo que no voy a cruzar ese umbral para irme de viaje sino para separarme? ¿Cómo me alejo de lo que todavía amo?

Nos dimos un largo abrazo. Y mientras nos mirábamos con los ojos rojos de tanto llorar, me dijo:

Tenemos que confiar. Confiar en la vida.

Y eso estamos haciendo.

*Juan Tonelli es escritor y speaker, autor del libro “Un paraguas contra un tsunami”. www.youtube.com/juantonelli