Veinticinco años resistiendo. Mejor dicho, resistiéndome. Sin ceder un milímetro, como si de ese modo fuera a cambiar la realidad.

La historia de mi vida es dura, como la de cualquier persona, supongo. Tuve una infancia relativamente tranquila, pero para cuando estaba en la facultad, mi madre y mi tía empezaron a presionarme abiertamente para que me casara. Mis planes eran distintos: quería viajar por el mundo, vivir la vida.

En un viaje tuve un amor intenso, pero mi anhelo de ser libre pudo más y lo dejé. Tiempo después conseguí un buen trabajo en Chile y decidí quedarme un semestre. Allí conocí a Agustín, un compañero de trabajo. Era un tipo serio, sano, que no me deslumbró pero me atrajo. Irradiaba confianza. Mientras, la presión de mi madre no hacía más que crecer. Vino a visitarme a Chile unos días y quedó encantada con él. Seguramente lo veía como la herramienta adecuada para cumplir su objetivo.

Decidí renovar mi estadía por otro semestre mientras mi vínculo con él se afianzaba. No estaba enamorada perdidamente pero valoraba a ese hombre bueno y con el que mi familia al fin estaba en paz. ¿A quién no le gusta que las decisiones que tomamos sean valoradas por nuestro entorno? El problema se plantea cuando tomamos decisiones en función de lo que los demás quieren, y no de lo que nosotros deseamos.

Por otra parte, ¿podemos saber lo que queremos a los veinticinco años? Y aunque lo supiéramos, ¿tenemos idea de cuán larga y cambiante será la vida?

En un momento determinado los dos conseguimos un traslado a San Pablo, mi ciudad. Allá nuestra relación terminó de consolidarse. Estábamos bien, mi familia estaba fascinada con la perspectiva, y yo terminé de asumir que eso era el amor. Después de todo, las cosas fluían.

Nos casamos en Brasil y un año después surgió una gran oportunidad para Agustín en Santiago. Cumpliendo con lo que yo consideraba que era ser buena esposa, renuncié a mi trabajo en San Pablo y nos mudamos de vuelta a Chile. ¿Fue el error de mi vida?

La presión de mi familia no cedió después de la boda y la mía tampoco. Seguí adelante sin hacerme demasiadas preguntas, asumiendo que mis ganas de recorrer el mundo y ser libre eran más una fantasía que una posibilidad, y avanzamos en el siguiente objetivo de casi todas las parejas: tener un hijo. Tuvimos una beba hermosa y sin que yo fuera consciente, mi vida había dado un giro irreversible.

Aunque nuestra hija parecía llenarnos la vida, empecé a sentirme inquieta. No podía poner en palabras qué me pasaba. Me enseñaron a cumplir, pero no a vivir. Dos años después decidimos seguir cumpliendo con el protocolo tácito de aquellos tiempos y darle un hermano, otra beba hermosa.

Cuando pude empezar a entender qué era todo eso que sentía, llevaba cinco años casada, sin trabajar, viviendo en un país que no era el mío y con dos hijas. Entonces me di cuenta de que no quería quedarme en Chile. La gente ahí es muy rigurosa, sufrida, estructurada. Casi diría que son lo opuesto de Brasil, donde en general somos alegres, descontracturados, conversadores. Para un chileno las doce son las doce; para un brasilero, son las doce y cuarto.

¿Qué podía hacer? Mi marido estaba feliz por vivir en su país, tener dos hijas adorables, una mujer brasilera y un buen trabajo. Yo, en cambio, me sentía atrapada en un matrimonio correcto y un país que no era ni se parecía al mío.

Muchas veces pensé hablar con él y contarle lo que sentía, pero Agustín no tenía ofertas de trabajo en San Pablo y yo ya estaba fuera del mercado laboral allá. En el fondo, después de tantos años, también hubiera sido una extranjera en mi país. Volver hubiera sido un salto al vacío, más con dos hijas. Separarme e irme de viaje por el mundo, dejar de estar atada por el matrimonio y por la familia —que por otra parte nunca habían sido mi sueño— no era opción. No iba a dejar a mis hijas sin su padre, y menos aún sin su madre.

Llevo treinta años de casada con mi marido, viviendo en un lugar que no es el mío ni lo será nunca, y hace veinticinco sé que acá nunca voy a ser feliz. Siento que mi vida es una telaraña inmensa. A medida que pasa el tiempo estoy cada vez más enredada y atrapada en ella.

Meses atrás, al escuchar mi portuñol dificultoso, el ejecutivo de un banco me preguntó hacía cuánto que vivía en Chile. Claramente daba por sentado que era algo reciente. Cuando le contesté que llevaba treinta años en el país, levantó la vista del teclado y me miró desconcertado.

Esa escena me produjo emociones encontradas y muy intensas. Orgullo por no hablar bien castellano como una chilena que siempre evité ser, y ganas desesperadas de llorar. De golpe sentí que se me había ido la vida atrapada en esta dualidad.

En el fondo de mi corazón, sé que nunca quise hablar bien castellano. Siempre anhelé volver a Brasil pero nunca hice nada por conseguirlo, y así, casi sin darme cuenta, se me fue la vida. Sin volver allá y sin estar realmente acá. Resistiéndome a quedarme y resistiéndome a irme. Treinta años viviendo en un “no lugar”.

—¿Y por qué no vuelve a su país? —me preguntó un día un médico después de escuchar mis lamentos.

—¿A qué? No soy chilena, y hace rato que tampoco soy brasilera.

—¿Y hasta cuándo piensa seguir hablando así?

Esa pregunta no tiene respuesta. Mi portuñol es un monumento al absurdo, pero tiene un sentido: me protege de sentirme chilena. O mejor dicho, de traicionar mis raíces, de renunciar a mi esencia. Mi lengua es el último bastión de mi resistencia.

Esa lengua que alguna vez fue mi identidad se convirtió en la última trinchera. Un escondite en el que puedo seguir resistiendo, y en donde fantaseo que algún día volveré a Brasil y ahí todo estará bien y seré feliz. Sé que no es cierto; a esta altura, allí sería aún más extranjera de lo que soy en Chile. Aunque sé que esta ilusión es una mentira, me sostuvo durante muchos años.

Hoy, a los sesenta años, miro la vida que tuve, y veo que siempre me esforcé por cumplir. Y a fuerza de cumplir con todos —con mi madre, con mi marido, con mis hijas—, no pude cumplir conmigo misma. Fui tan fiel con los demás que me traicioné totalmente a mí misma. Casi diría que me abandoné. Y estoy enojada con todo, excepto con mis hijas. ¿O voy a culparlas también a ellas?

Siento bronca, estoy decepcionada con mi pasado y angustiada con mi presente. Siento un dolor intenso por no haber vivido la vida que hubiera querido. ¿Pero acaso no es la historia de tantos? Dicen que de los cinco arrepentimientos que sienten las personas que están por morir, el primero es no haber tenido el coraje de hacer lo que querían en lugar de lo que esperaban los demás.

Sé que es más fácil responsabilizar a los otros que hacerme cargo de las decisiones que tomé, y sobre todo de las que no tomé. De tantas omisiones. ¿Podría haber elegido otra cosa? En teoría, sí. Pero si soy sincera, creo que en cada momento decidí lo mejor que pude con la historia y los condicionantes que tenía.

Ojalá ahora pudiese apretar un botón para arreglar mis problemas, dejar de sentir lo que me molesta y hacer lo que de verdad quiero. Pero las personas no somos así; somos un manojo de emociones, muchas de ellas contradictorias.

No sé cómo seguir, pero sé que para abrirme a lo que puede ofrecerme la vida, el primer paso es soltar esta resistencia impresionante que tengo y que durante veinticinco años alimenté con terquedad.

Si es cierto que lo que rechazamos nos somete y lo que aceptamos nos transforma, ¿podré reconciliarme con mi vida?

¿Podré dejar de resistirme a la realidad y aceptar la vida que tengo? ¿Podré empezar a vivir en paz o decidirme a cambiar lo que hace rato no funciona?

¿Podré, de una vez por todas, elegir?

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A veces cumplimos con todos, menos con nosotros mismos. Es una forma de morir que nadie nota.

*Juan Tonelli es escritor y speaker, autor del libro “Un paraguas contra un tsunami”. www.youtube.com/juantonelli