Parece ser que, en el mundo, el puntapié inicial lo dio Gran Bretaña, allá por el siglo XVI donde, en las escuelas de caridad, donde asistían niños pobres, algunos sin hogares, se los decidió uniformar con el propósito de mantener la higiene. Eran vestimentas azules, del mismo color que usaba la servidumbre, y el que los confeccionó los hizo muy similares a un hábito religioso. Ese sería el antecedente más antiguo de lo que, en nuestro país, conoceríamos y usaríamos: el guardapolvo.
Nada fue fruto de la casualidad. Caído Juan Manuel de Rosas en 1852, y luego de que el país se unificara diez años después, los gobernantes cayeron en la cuenta de que se vivía una verdadera tragedia educativa.
Los maestros escaseaban, muchos estaban mal formados, salvo los que venían de las escuelas normales, y no se contaban con edificios adecuados para dictar clases. La deserción escolar era muy elevada, los niños que llegaban a sexto grado se contaban con los dedos de una mano, ya que a partir de los 10 años trabajaban. Las epidemias, como la del cólera, también contribuyeron a despoblar las aulas.
Las escuelas no ofrecían contenidos atractivos para los chicos, que estaban a merced de la severidad de los maestros, para quienes la única solución eran hacerlos repetir de grado. La sociedad era indiferente y los padres tampoco ayudaban, no concurrían a los actos y reuniones a los que los invitaba la escuela.
El shock demográfico producido por el aluvión inmigratorio puso a las autoridades en un dilema. Esas primeras tandas de inmigrantes se negaban a adoptar la nacionalidad argentina, mantenían sus costumbres y también organizaron sus propias escuelas, con contenidos exclusivamente de sus países de origen. Al no sentirse contenidos por un Estado desbordado, surgirían asociaciones de socorros mutuos y, con los años, los hospitales de comunidad.
Domingo Faustino Sarmiento se asombró por la cantidad de escuelas italianas que funcionaban en Buenos Aires. Se inició un proceso donde se invitó a los extranjeros a nacionalizarse, a participar de la vida política y en las escuelas se instruyó a los maestros a inculcar sentimientos patrióticos. Hasta 1884 no se cantaba el himno, solo en 5° y 6° grado había contenidos cívicos y no en todo el país se enseñaba Historia.
El censo escolar nacional de 1883 había arrojado que de 500.000 niños en edad escolar, entre 5 y 14 años, 124.558 eran analfabetos, 51.001 semianalfabetos y 322.390 alfabetos.
A partir de Sarmiento, comenzaron a surgir escuelas en todo el país. Roca creó el Consejo Nacional de Educación, y en Buenos Aires se celebró el Primer Congreso Pedagógico Sudamericano. Allí se planteó a la educación como un derecho. El producto final fue la ley 1420, de educación común, gratuita y obligatoria.
Antes, en las fiestas patrias, las celebraciones se centraban en las carreras de sortijas, en los palos enjabonados y en los fuegos artificiales, y con las reformas se empezó a izar la bandera, a entonar el himno -que se recortó para no ofender a España, quien ya había reconocido nuestra independencia en 1863- y en darle un mayor contenido patriótico. Los escolares participaban de los desfiles militares oficiales y el Estado, por 1887, comenzó a construir monumentos y que a esa altura solo se contaba con el de José de San Martín y el de Manuel Belgrano.
En 1884 se reglamentó el uso de la bandera nacional y poco a poco fue cambiando la ciudad de Buenos Aires, a la que Sarmiento había descripto como “la babel de las banderas”.
Faltaba igualar a los alumnos y, por qué no, protegerlos de las enfermedades. Y así apareció el guardapolvo.
Hubo quienes le adjudican la imposición de esta prenda a Sarmiento, pero el sanjuanino, que hizo de todo, en esta cuestión no tuvo nada que ver. Estaba en contra de uniformar a los alumnos, porque eso supondría un gasto extra para las familias y acrecentaría la deserción escolar.
Pero sí otros funcionarios ligados a la educación, según señalan enumeraciones publicadas por historiadores en libros y reseñas. Pablo Pizzurno fue, desde 1904, Inspector General de Escuelas de la Capital Federal. A los 17 años ya era maestro y siempre estuvo preocupado por lograr la renovación de los programas de estudio en la escuela primaria. El viaje que hizo a la Exposición Internacional de París fue revelador, porque trajo diversos proyectos educativos que, con el correr del tiempo, pudo hacer realidad: trabajo manual, exposiciones de dibujo, excursiones, actos musicales, y logró incorporar al calendario escolar el festejo de las fiestas patrias y la conmemoración de efemérides, entre otros.
Insistió en una vieja idea que tenía y que veía en establecimientos particulares, donde se usaba uniforme. En las escuelas públicas, donde cada niño iba vestido con su ropa habitual, aconsejó el uso de un guardapolvo blanco, con la motivación de que esa prenda igualaría a todos los alumnos. Y de paso, se ocultaría la forma de vestir de algunas niñas, que llegaban a escandalizar a las autoridades. Pizzurno decía que como las mujeres eran “débiles de carácter” estaban más expuestas; el guardapolvo era ideal para cubrir sus ropas.
Se argumentaba que el guardapolvo era higiénico y que protegía contra los “microbios” y “bacterias”, tan presentes en la corriente higienista en boga. La idea era que el alumno debía colocárselo al entrar a la escuela y, al terminar el día de clase, lo debía dejar en el establecimiento. De esta manera, no llevaba a su casa los tan temidos gérmenes que seguro se le prendían en el aula.
Pero hay historias que cuentan de otros orígenes.
En esta puja por adjudicarse la paternidad de esta prenda, están los que sostienen que la maestra Matilde Filgueiras de Díaz, se la da como la precursora de su uso en 1915. Fue en la Escuela Cornelia Pizarro, Peña 2670. La historia cuenta que vio que su clase se dividía en dos grupos: los chicos que iban muy bien vestidos y los que usaban ropas modestas. Organizó reuniones con los padres, para explicarles el sentido de esta novedosa prenda para los escolares: algunos se opusieron, y los que la apoyaron se dividieron cómo debía ser y hasta de qué color. Parece que para cortar las discusiones, aportó tela blanca que compró en una tienda de la calle Florida y la distribuyó entre las familias, indicándoles a las mujeres cómo debían confeccionarlo. Algunos se escandalizaron y la denunciaron. Cuando un funcionario del Consejo Escolar acudió a la escuela, se convenció de lo atinada de la medida, y asunto terminado.
Ángel Gallardo era ingeniero civil y doctor en ciencias naturales. En su larga trayectoria, ocuparía diversos cargos, como el de embajador, ministro de relaciones exteriores de Alvear y en la década del treinta, rector de la UBA. Entre 1916 y 1921 fue presidente del Consejo de Educación. Entonces reglamentó su uso el 1 de noviembre de 1919, durante el primer gobierno de Hipólito Yrigoyen.
Fue la época en que se popularizaron en las grandes celebraciones los desfiles de escolares con el guardapolvo blanco. Gallardo también implementó el voto de fidelidad a la patria y a la bandera, que se realizaba una vez por año. En la provincia de Buenos Aires, se reglamentó el 3 de marzo de 1926 y en 1942 el Consejo Nacional de Educación declaró obligatorio su uso.
Hay historiadores que referencian, por ejemplo, a Julia Caballero Ortega, maestra de una escuela de Avellaneda, lo habría impuesto por 1905; también a Antonio Banchero quien era, por 1906, maestro de 6° grado en la Escuela Presidente Roca, en Tribunales. Fue quien lo habría impuesto con la misma motivación que sus colegas: igualar a todos los chicos, ya que era notorio el contraste entre las ropas de los chicos pudientes con aquellos que venían de hogares humildes, o Pedro Avelino Torres, docente en la ciudad porteña, quien aseguró haber sido el precursor de esta prenda.
No se sabe con certeza quién fue el autor original de la idea, pero lo incuestionable es que niños, niñas, docentes y autoridades lo transformaron en un símbolo de la educación gratuita en el país.
Fuentes: Diccionario biográfico de mujeres argentinas, de Lily Sosa de Newton; El Monitor de la Educación