Detalle de “Madre e hijo” (1888) de William Merritt Chase

William Merritt Chase tuvo ocho hijos. Se casó de grande, a los 38. Antes, se dedicó íntegramente al arte, recorriendo Europa y Estados Unidos. Pero se enamoró de Alice Gerson y las melodías de la familia numerosa sonaron en sus oídos. Entonces se asentó en Nueva York, montó su estudio, y en 1887 le propuso matrimonio. En ese momento ya era un destacado pintor: sus cuadros eran muy solicitados, también su enseñanza. George Bellows, Georgia O’Keeffe y Joseph Stella fueron algunos de sus alumnos.

Chase era un tipo “conocido por su extravagancia”, de vestimenta llamativa y modales exagerados. Fue un padre muy presente; sus chicos solían entrar en el taller y corretear entre cuadros, atriles y tarros de pintura; él simulaba enojarse. Era un destacado retratista y lo curioso es que ponía el mismo énfasis en las caras adultas como en los rostros de niños. Sobre todo, de sus niños. Tiene varios cuadros donde aparece sus hijos, incluso siendo bebés. Sorprende la calidad de estas obras.

“Niño con grabados” (entre 1880 y 1884) de William Merritt Chase

La paternidad es determinante. Hay un cuadro, Niño con grabados, que hizo antes de tener hijos, donde un chico de alrededor de dos años acaba de desarmar una carpeta llena de dibujos. Los rasgos de su rostro son más bien generales; la importancia está en el desorden que acaba de provocar. En cambio, ya siendo padre, en cuadros como La alegría de una madre, Madre y niño, Bobbie y Roland vemos un singular cuidado en los detalles de las caras de esos bebés. Como si ya no diera lo mismo.

“Roland” (hacia 1902) de William Merritt Chase

¿Alguna vez se sentaron a dibujar un bebé? Un lápiz cualquiera sobre un papel cualquier frente a un bebé específico. No importan las habilidades manuales; me refiero a otra cosa. Cuando uno dibuja un bebé ocurre algo muy diferente a cuando intenta retratar a un adulto: aparece la generalización o, en términos de Charles Sanders Pierce, un ícono: un parecido físico universal al signo representado. Como si no tratáramos de dibujar a ese bebé puntual, a esa persona, sino a todos los bebés del mundo.

Cuando Van Gogh llegó a Arlés quiso dedicarse al retrato, pero no lograba conseguir modelos. Con los hombres era más fácil: les ofrecía una copa en la taberna y accedían. Así convenció a Joseph Roulin, cartero de profesión, quien luego le presentó a su familia. Hay una pintura de su esposa y su hijita, Marcelle, una bebé de no más de un año. Van Gogh ya tenía 35 años, no tenía hijos ni pensaba en ser padre. Como buen postimpresionista, no le interesaba el bebé en sí, sino lo que su imagen generaba.

¿Por qué los bebés medievales son tan feos? Es una buena pregunta. Matthew Averett habla del Jesús Homúnculo, un niño Jesús retratado como un pequeño hombrecito, ya fuerte, poderoso, ”perfectamente formado e inmutable”. Cuando la pintura deja de ser estrictamente religiosa y pasa a representar a familias aristocráticas, “esta forma estándar” se mantiene. Por eso, explica este profesor de Historia del Arte de la Universidad de Creighton, los bebés “parecen hombres pequeños con calvicie”.

Uno podría imaginar la escena. El pintor está terminando el cuadro, dándole los detalles finales, orgulloso del resultado y de pronto, titubeante, un joven colaborador aparece. Con timidez, le señala al bebé en el lienzo, luego al que está posando frente a él, ya disperso, y le dice que mucho no se parecen. Uno podría imaginar al pintor, respetado retratista, todo un maestro del arte, decirle a su colaborador al oído, sin que escuchen los demás, pero haciéndole notar su enojo: “¡Dios santo, sólo es un bebé!”

“Nancy y Olivia” (1967) de Alice Neel

No hace falta ser padre y pasar toda la noche acunando a tu hijo mientras afuera llueven gotas de muerte para comprender la singularidad de un bebé y que en esa nueva vida frágil radica, no sólo la continuidad del mundo, sino la esperanza de un futuro mejor. ¿Qué lugar ocuparon en la historia del arte los recién nacidos? Podemos imaginar la transacción entre un aristocrático padre de familia y un destacado pintor, ninguno demasiado comprometido en la crianza: bebés genéricos, universales, sin alma.

Sin embargo, hay que mirar épocas, contextos y detenerse en los cuadros. Los niños que Caravaggio pintaba en el 1600 tenían un propósito: representar escenas bíblicas. En cambio, el cuadro que Alice Neel pintó en 1967, Nancy y Olivia, donde una madre sostiene con fuerza a su beba, implica otra cosa: los ojos enormes y la rigidez en los labios de esa mujer dan cuenta de cierto a temor a perderla y los rasgos de esa niña parecen exaltar su ternura pero también el incierto porvenir que le espera.

“Madre e hijo” (1906) de Gari Melchers

Que Gari Melchers haya logrado una belleza tan singular en Madre e hijo se puede deber, arriesga el historiador del arte Miguel Calvo Santos, a que no tenía hijos, por lo que “supo captar lo que no captan los padres, quizás cegados por el amor”. Es un buen argumento, pero tal vez sea una excepción y lo que prime sean los artistas que pintan bebés como si fueran, ya no un objeto decorativo, sino simples, genéricos e icónicos hombrecitos en miniatura. “¡Dios santo, sólo es un bebé!” Justamente.