El Titanic, parcialmente devorado por bacterias, se ubica en el fondo del océano Atlántico, a 600 kilómetros de la costa de Newfoundland, Canadá (foto: Captura de pantalla/REUTERS)

En la madrugada del 1 de septiembre de 1985, el equipo dirigido por el oceanógrafo Bob Ballard vivió un momento que cambiaría la historia de la exploración marina. Las pantallas del buque de investigación Knorr transmitieron imágenes granuladas de un cilindro metálico sumergido en las profundidades del Atlántico.

Quienes vigilaban, convencidos de que podía tratarse de una caldera de un barco perdido, enviaron a despertar a Ballard, quien, sumido en la lectura en su camarote, saltó de la litera sin dudarlo. “Literalmente me puse el traje de vuelo encima del pijama, que no me quité hasta varios días después”, recordó el científico a CNN. La imagen coincidía exactamente con la caldera del Titanic.

El equipo, al comprobar la identificación, estalló en júbilo. Habían encontrado los restos del naufragio más famoso del mundo, desaparecido en las profundidades del Atlántico 73 años antes.

Fascinación global y avances tecnológicos

El Titanic, que se hundió en su viaje inaugural entre el 14 y el 15 de abril de 1912, era ya un icono antes de su descubrimiento. El transatlántico “insumergible”, en el que viajaban algunas de las figuras más influyentes del momento, se convirtió en un símbolo de la soberbia tecnológica y las divisiones sociales de la época. Pero la localización de sus restos por Ballard solo hizo crecer el mito: inspiró películas, documentales, exhibiciones y hasta costosos viajes a su tumba marina a más de 3.900 metros bajo el océano, algunos de los cuales no han estado exentos de tragedias recientes.

Para Ballard y su equipo, hallar el Titanic equivalía a escalar el Everest marino. El éxito se debió no solo a la perseverancia, sino también a una transformación tecnológica radical. El desarrollo de vehículos submarinos operados remotamente, capaces de transmitir imágenes en directo, significó un antes y un después en la exploración de las profundidades.

El oceanógrafo Bob Ballard lideró la expedición que identificó el naufragio más famoso del mundo (foto: Woods Hole Oceanographic Institute)

Una misión secreta y una estrategia reveladora

Detrás del hallazgo había una estructura de secreto militar. Durante años, Ballard buscó el financiamiento y las herramientas necesarias para ubicar el Titanic. Años antes, una expedición en 1977 había fracasado estrepitosamente, pero de ese revés surgió la convicción de apostar por vehículos teledirigidos. Finalmente, la Armada de Estados Unidos respaldó el proyecto, interesada en averiguar las causas de la pérdida de dos submarinos nucleares —el USS Thresher y el USS Scorpion— hundidos en los años sesenta, en plena Guerra Fría.

“Lo que la gente desconocía en aquel momento, al menos mucha, era que la búsqueda del Titanic era una tapadera para una operación militar ultrasecreta que yo realizaba como oficial de inteligencia naval”, explicó Ballard. El tiempo para encontrar el Titanic era muy reducido, y el equipo francés liderado por Jean-Louis Michel, de IFREMER, también estaba en la búsqueda con tecnología punta.

El giro clave fue una estrategia simple pero audaz: buscar no el casco, sino el campo de escombros. Al estudiar los restos de un sumergible, Ballard observó que los objetos ligeros se dispersaban a lo largo de una larga estela. Aplicó ese principio al Titanic y redujo radicalmente el área de búsqueda. La “cámara en una cuerda” captó así las primeras pruebas inequívocas: el patrón de una de las calderas.

Imágenes, hallazgos y una nueva palabra

El sistema Argo logró obtener las primeras grabaciones en video del Titanic. ANGUS, otro dispositivo fotográfico no tripulado, registró imágenes fijas en llamativo azul, revelando el naufragio. Un año después, el equipo regresó con tecnología a color para capturar cada rincón del crucero, desde la famosa escalera hasta la cubierta y la piscina. Las imágenes impactaron al mundo y son aún reconocidas universalmente.

Ballard fue también el primero en observar el pecio personalmente a bordo del sumergible Alvin. Encontró objetos conmovedores, como una muñeca, botellas de champán abiertas y cubiertos en perfecto estado. No halló restos humanos, pero sí identificó un fenómeno único: filamentos rojizos de óxido creados por bacterias que devoran el metal, a los que dio el nombre de “rusticles”. Esta denominación inédita acabaría apareciendo en el Oxford English Dictionary.

La preservación del naufragio se volvió una preocupación central. Ballard propuso enfoques novedosos, como el uso de pinturas protectoras robóticamente aplicadas para ralentizar la degradación del sitio.

El 1 de septiembre de 1985 la expedición del oceanógrafo estadounidense Robert Ballard halla los restos del Titanic en el Atlántico Norte (foto: EFE/yv/Archivo)

Un legado de exploración y conocimiento

El hallazgo del Titanic fue solo una de las muchas contribuciones de Ballard a la ciencia. Sus expediciones a la dorsal mesoatlántica y la falla de las Galápagos permitieron descubrir respiraderos hidrotermales poblados de insólitas formas de vida, demostrando que la vida podía prosperar sin luz solar y revolucionando las teorías sobre su origen. Además, identificó emblemáticos naufragios como el buque alemán Bismark, el portaaviones USS Yorktown y el famoso PT-109.

Incluso a los 83 años, Ballard continúa explorando. Recientemente, participó en una expedición al Pacífico para cartografiar restos de batallas navales de la Segunda Guerra Mundial. Su visión apunta al futuro: pronostica una exploración dominada por vehículos autónomos y robots, capaces de revelar zonas inexploradas y fundamentales para el clima terrestre. “Ahora estamos llegando al punto de lanzar múltiples AUV, como una jauría de perros que puedes enviar todos a la vez”, afirmó, convencido de que el fondo marino aún guarda innumerables historias para las próximas generaciones.