Hace hoy exactamente cien años, el 17 de agosto de 1925, cuando se cumplían 75 años de la muerte del General San Martín, llegaba al país Edward of Windsor, príncipe de Gales, primogénito del rey George V y futuro, aunque breve, rey de Inglaterra.
La visita, que en dos tramos abarcó casi un mes, generó muchas anécdotas, desde la velada del Colón en que Edward se durmió, hasta su desaparición (voluntaria) por un día, que preocupó a Scotland Yard, sus viajes a varias localidades y provincias argentinas, su participación en eventos, incluidas sus llegadas tardías a los actos mañaneros, porque era de trasnochar, y la velada más grata para él, en la Estancia Huetel, de Concepción Unzué de Casares, en que el dúo Carlos Gardel-José Razzano interpretó canciones criollas, tangos y la versión en español de “La canción del ukelele”, foxtrot famoso de la época, que Gardel grabó ese mismo año.
Fue el cénit de emoción de Edward, poco apegado al protocolo, que pidió una guitarra, la afinó y se puso a cantarla en inglés, junto al Zorzal Criollo.
Cuenta el historiador y diplomático argentino Juan Archibaldo Lanús en su libro “Aquel apogeo” que según la crónica del evento del diario La Razón, “el príncipe estaba en la gloria” (años después, Edward sería rey solo diez meses; abdicó para casarse con Wallis Simpson, una norteamericana divorciada; para la Corona, un escándalo peor del que un siglo después protagonizarían el príncipe Harry y Meghan Markle).
Puja de influencias
Más allá de las anécdotas, la visita tenía un profundo trasfondo político y económico, enmarcada como estaba en la disputa de influencias entre EEUU, la potencia emergente, e Inglaterra, que con poderío naval, liderazgo industrial y doctrina librecambista había dominado el siglo XIX, pero veía menguar su dominio ante el avance de su ex colonia del Norte de América y de potencias continentales europeas como Alemania y Francia.
Luego de la primera guerra mundial (1914-1918), la teoría de las ventajas comparativas del economista David Ricardo, soporte doctrinario de la relación entre Gran Bretaña y la Argentina, sufría el embate teórico de tratadistas como el alemán Friedrich List, impugnador de la pretensión universalista del liberalismo inglés, y el argentino Alejandro Bunge, quien desde la “Revista de Economía Argentina”, fundada en 1918, señalaba que la excesiva dependencia de Gran Bretaña llevaría la economía al estancamiento, y el embate práctico del proteccionismo con que EEUU había defendido su mercado interno, amén de tener una producción agropecuaria más competitiva que complementaria con la Argentina.
El presidente Marcelo Torcuato de Alvear había invitado al rey George V a que enviase a su hijo a propósito del Centenario del Tratado de Amistad y Comercio que Argentina y Gran Bretaña habían firmado en 1825. Era también devolución de una visita de Alvear a Londres en 1924. El entonces presidente había sido embajador en Francia del primer gobierno de Yrigoyen, impulsaba ideas modernizadoras y se había casado con Regina Pacini, cantante lírica portuguesa que abandonó su carrera artística para ser la esposa del entonces “soltero más codiciado de Buenos Aires” (Pacini sobrevivió varias décadas a Alvear, fundó la aún existente “Casa del Teatro” y su nombre inspiró el Teatro Regina y la ciudad rionegrina de Villa Regina).
La visita de Edward, consideró el canciller británico, Austen Chamberlain, que la avaló, coronaba “la amistad de un siglo” y una complementariedad económica “igualmente benéfica para ambos”.
La recepción del gobierno y del pueblo argentino fue tan brillante como en la visita que hizo a nuestro país en 1924 el príncipe de Saboya, aunque -cuenta Lanús- en opinión del canciller Ángel Gallardo “el entusiasmo popular no fue tan grande como para la recepción del príncipe Humberto”.
A la derecha del rey
Edward, como se relató aquí en Infobae, ostentaba el título de Príncipe de Gales desde 1911, lo que lo habilitaba a sentarse a la derecha del rey en ceremonias oficiales. Estuvo en la primera guerra mundial, pero no en el frente, para evitar la posibilidad de que los alemanes capturasen a un miembro de la familia real, y era un arma de la diplomacia de glamour del imperio británico: entre 1919 y 1935 realizó una veintena de viajes alrededor del mundo.
A Inglaterra le preocupaba cuidar su influencia en lo que era entonces la mayor economía de Sudamérica y de toda América Latina y su principal proveedor de carne y cereales (rol clave durante la guerra, cuando la Argentina le extendió un importante crédito, aunque preservó su status de “país neutral”) ante el notable avance de los productos y las inversiones de EEUU.
Argentina era entonces una economía pujante: entre 1890 y 1929 figuró entre los 10 países con mayor PBI por habitante del mundo, según las estadísticas del historiador Angus Maddison. Aunque por tecnología, población, poder militar y alcance distaba de ser una “potencia” mundial, sí lo era a nivel regional. Había tenido superávit comercial con EEUU hasta 1919, pero desde entonces y hasta 1930, con excepción de 1923, tuvo un creciente déficit, que balanceaba con sus superávits de intercambio con Inglaterra.
En los años ‘20, recuerdan Pablo Gerchunoff y Lucas Llach en su libro “El ciclo de la ilusión y el desencanto”, la Argentina creció más que EEUU, Canadá y Australia, en términos per cápita y total. Y eso a pesar de que durante la gestión de Alvear la Argentina tuvo una inmigración neta de 650.000 personas.
En esa década llegaron a la Argentina las empresas norteamericanas Ford Motors, la RCA, la ITT, las Standard Oil de New Jersey y California, además de industrias textiles, de cuero y otros bienes de consumo. En 1919, pese a la resistencia británica, que oponía un arreglo de 1885 por el cual reclamaba una suerte de monopolio comunicacional, el primer gobierno de Yrigoyen había autorizado el tendido del primer cable submarino norteamericano de servicio telegráfico, la internet de la época, con terminal argentina.
Desconfianza histórica
A su vez, la Argentina tenía una posición histórica de resistencia hacia EEUU desde la proclamación en 1823, por parte del quinto presidente norteamericano, James Monroe, de la “Doctrina Monroe” con la que Washington buscó frenar las ambiciones rusas en Alaska y de la “Santa Alianza” de potencias del viejo continente en las Américas.
El lema “América para los americanos”, contrario a los “equilibrios” y pactos con que las potencias europeas se habían lanzado a la aventura colonial, suscitaba el recelo de la diplomacia argentina, que veía allí una proclama unilateral e imperialista, la preservación de un coto propio, en especial -pero no solamente- en América Central y el Caribe
Ya en la primera Conferencia Panamericana, en Washington, entre 1889 y 1890, el delegado argentino, Roque Sáenz Peña, años después presidente de la Nación, había rechazado expresamente la Doctrina Monroe.
“La Argentina –escribió Lanús- pretendía liderar a la américa hispánica frente a los designios de EEUU”. Por eso también se opuso a la propuesta de Washington de un Americas Zollverein, una Unión Aduanera Continental, en la que EEUU hubiera sido totalmente dominante. La Argentina, además, había comprobado en 1833, apenas diez años después de la proclama Monroe, cuando Inglaterra tomó por la fuerza las Islas Malvinas, que EEUU asistió impávida a ese manotazo imperialista de su “Madre Patria”.
Nueva potencia
En cualquier caso, había una nueva potencia mundial, EEUU, de la que Argentina recibía cada vez más inversiones y a la que le compraba cada vez más productos y enjugaba ese rojo bilateral con el superávit del intercambio con Inglaterra, de la que en las primeras dos décadas del siglo XX fue el principal proveedor de carne y cereales. Inglaterra, a su vez, era un fuerte inversor en industrias como frigoríficos, ferrocarriles, y un importante financista, área en que también empezó a sentir la competencia de los bancos norteamericanos.
La puja por influencia continuó en los años siguientes. En 1928, Herbert Hoover, ya presidente electo de EEUU, visitó la Argentina proclamando la política de la “buena vecindad”. Antes de esa visita, casi como un gesto a Buenos Aires, el secretario de Estado, Frank Kellog, había explicado ante el Senado de EEUU que la Doctrina Monroe es “simplemente defensiva”, enlazándola con el “Corolario Roosevelt” (por Franklin Delano Roosevelt, luego cuatro veces presidente de EEUU, quien visitaría la Argentina en 1936), que había publicado un artículo en Foreign Affairs buscando aventar la desconfianza argentina, que oponía el principio de “no intervención” a la expansiva política exterior de Washington.
En 1929 Gran Bretaña, todavía fresca la memoria de la visita de su príncipe, envió a la Argentina la “Misión D’Abernon”, encabezada por Lord D’Abernon e integrada por funcionarios de la Corona y ejecutivos de empresas británicas que visitaron la Argentina y Brasil “para estudiar mejor el desarrollo de las relaciones industriales”. Llegaron el 21 de agosto, ya durante el segundo gobierno de Yrigoyen y, según documentos ingleses consultados por Lanús, fue D’Abernon quien planteó a Yrigoyen el principio de “compras en bloque” y que los FFCC argentinos del estado compraran sus repuesto a Inglaterra, no a EEUU.
Intereses británicos
“La posición clave que tenía la Argentina para los intereses británicos se reflejaba en el hecho de que este país absorbía el 50% del comercio exterior de aquel país en Sudamérica. Argentina compró en el año 1925 el 55,6% del total de papel de impresión consumido en América del Sur y en 1929 había importado 51.077 automóviles ingleses valorados en 5 millones de libras”, precisa en su obra el historiador y diplomático.
De resultas, se firmó un Convenio sobre Compras y Créditos Mutuos: ambos países se extendían mutuamente líneas de crédito comerciales. El arreglo tuvo lugar bajo el cuco de las “preferencias imperiales” que los Dominions británicos (básicamente, Canadá, Australia y Nueva Zelandia) exigían a Londres, en desmedro de la Argentina.
Inglaterra metía cuña, por caso, para que Argentina no diera al rayón, un producto industrial, igual tratamiento aduanero que a la seda natural y EEUU reclamaba por los aranceles a la “madera de pino del Pacífico” de sus bosques de California. La Unión Industrial Argentina presionaba por su parte para que no se diera a Inglaterra ninguna concesión sin reciprocidad. Nadie regalaba nada.
Renegando de su vieja prédica, los británicos pretendían un trato bilateral, que al final se impondría en el largamente negociado “Pacto Roca Runciman”, firmado en 1933, el mismo año en que en la “Conferencia de Ottawa” Inglaterra dio preferencias a sus Dominions, ya cuando, tras la crisis financiera de 1929 y el inicio de la Depresión Económica Mundial, el proteccionismo y el poder bilateral prevalecían sobre el libre cambio y el multilateralismo codificados en la “Cláusula de Nación Más Favorecida”, por la cual no se podía en principio brindar a un país tratos no extensibles a terceros.
En suma, el mundo vivía una transición análoga a la actual, en que con sus “aranceles recíprocos” y acuerdos bilaterales el gobierno de Donald Trump está reconfigurando el comercio y la economía internacionales.
Del lado argentino, la justificación del Pacto Roca-Runciman fue la consigna “comprar a quien nos compra”, que había propalado Luis Duhau como presidente de la Sociedad Rural y avalado luego como ministro de Agricultura del gobierno de Agustín P. Justo, en la llamada “década infame”.
Aunque extensamente criticado por intelectuales nacionalistas y peronistas, el Pacto, que concedía a los frigoríficos ingleses el 85% de las cuotas de exportación de carne argentina a Inglaterra y preminencia en el acceso a divisas, en una etapa en que se volvía al control de cambios, se fue renovando cada tres años y estuvo vigente hasta 1949.
Dos años antes, en 1947, el primer gobierno de Juan Domingo Perón, le había hecho a Inglaterra el favor de nacionalizar los ferrocarriles, de los que las empresas inglesas querían desprenderse desde al menos diez años antes, debido a sus declinantes resultados y la creciente competencia del transporte por carretera.
“Los ferrocarriles habían empezado a perder dinero en la década del ’30”, cuenta en sus libros el historiador Roberto Cortés Conde. La estatización en 1947, agrega por su parte Jorge Schvarzer, otro estudioso de la historia económica e industrial argentina, le vino como anillo al dedo a los FFCC ingleses pues ese año expiraba la ley 5.315, llamada “ley Mitre” (por Emilio Mitre), única en la historia argentina que eximía del pago de aranceles no a la importación de un producto o línea de productos, sino a las de un grupo de empresas.
Gracias a eso, las compras de los FFCC a Inglaterra habían llegado a representar 15% de las importaciones argentinas, proporción que se mantuvo hasta 1930. Incluían “desde el papel, las plumas y los tinteros que usaban los jefes de estación” hasta “uniformes, toallas, sábanas, mantas, sillas y libros de contabilidad”, precisa en uno de sus libros Schvarzer. Ese privilegio caducaba justo el año en que pudieron irse.
De ayer a hoy
Para entonces, a favor de la venta de sus bienes de consumo y las inversiones de empresas norteamericanas, EEUU había ganado claramente la puja por influencia y presencia en la economía argentina.
Ahora, en la era Trump, esa puja es con China, como de modo enfático expresó ante el Congreso de EEUU el embajador designado por Trump, Peter Lamelas. Los temas, claro está, ya no son carnes, cereales y ferrocarriles, sino satélites, comunicaciones, Inteligencia Artificial y provisión de minerales críticos, entre otros, y el gobierno de Javier Milei ya expresó de modo inequívoco su alineamiento con Washington, pero sin rechazar la inversión y el crédito chino en áreas que no lo incomoden ante EEUU.
En el sector privado, en tanto, la Fundación Observatorio Pyme, apoyada por la UIA y el grupo Techint, señaló en un reciente informe que 73% de las pymes industriales cree que China es la principal “amenaza importadora” a la producción local y esta semana Techint albergará en su evento internacional anual a Robert Lighthizer, un asesor de Trump, y a Dani Rodrik, un profesor de Harvard lejano a la ortodoxia económica y propulsor de políticas industriales “inteligentes”.
La visita de Edward de hace cien años, una charm offensive de una potencia en declive, fue cubierta con enorme atención por la prensa inglesa y, en la Argentina, por los diarios La Nación y La Razón.
Hubo otro, en cambio que casi la ignoró. Poco antes de la partida definitiva del príncipe, cuenta Lanús en su libro, el diario Crítica, poco afecto a los boatos reales, le dedicó en la primera página un artículo, que incluía el siguiente pasaje:
“Nosotros que mientras estuvo Vd acá le dijimos lo poco que representan los príncipes para este país de trabajadores -¡representan tan poco los reyes!- y no ocultamos ninguno de los aspectos a veces ingratos de su visita, nos complacemos en reconocer todo eso ahora que no puede caer sobre nosotros esa palabra fea: ¡adulonería!. Y siendo incapaces de gritar “Viva el Príncipe” con el mal concepto que tenemos de todas las cosas reales, nos sentimos inclinados a despedir cordialmente al señor Eduardo de Windsor, joven deportista, gentleman de verdad, simpático muchacho inglés”.