“La situación era caótica y en determinado momento pensé lo peor, que nos ahogábamos todos”, reflexionaba Eduardo Duhalde durante la charla que mantuvo con este periodista aquel 20 de diciembre de 2000 en su casa de la calle Burriquetas en Pinamar, un día después de que su vida, la de su hijo Tomás de entonces diecisiete años, la de un amigo y la de otros tres tripulantes que lo acompañaban en una embarcación corrieran peligro.
La temporada de verano había comenzado y el entonces ex vicepresidente y gobernador de la provincia de Buenos Aires intentaba despuntar el vicio con una de sus mayores pasiones: la pesca de tiburones. Por eso un día antes de este diálogo había contratado un servicio para realizar esa actividad internándose varios kilómetros mar adentro. “Decidimos hacerlo con ellos porque tenían un bote semirrígido de ocho metros y así íbamos a estar más seguros. El tema es que nos metimos con el mar más que tranquilo a eso de las nueve de la mañana. Pero alrededor del mediodía empezó una sudestada, la situación se puso más que complicada y ahí empezó otra aventura que casi terminal mal”, contaba Duhalde.
Tensión en alta mar
Lo primero que advirtieron fue que el motor se plantó y dejó de funcionar. Trataron de volver a encenderlo varias veces y no lo lograron. Duhalde le sugirió a las personas responsables de la embarcación que dieran aviso por radio pero el equipo tampoco andaba. El argumento fue que se había empapado a causa del movimiento constante que producía el fuerte viento que se había generado a partir del cambio del clima. Tampoco los contratados habían llevado teléfonos celulares, lo que delataba lo improvisados e irresponsables que fueron. La situación ya era de alarma porque estaban a unos cuatro o cinco kilómetros de la costa y las olas alcanzaban los cuatro metros de altura. Estuvieron seis horas luchando entre todos para intentar volver a la costa, pero el gran esfuerzo que hicieron fue en vano. Hasta que el ex gobernador le dijo a Abel Morán, uno de sus grandes amigos que estaba a su lado sacando como podía el agua que se estaba acumulando en la lancha, que iba a cortar la soga del ancla para atar a su hijo al bote para que no corriera riesgos de salir despedido.
Eduardo Duhalde así recordó esos momentos en los que se vio obligado a tomar decisiones en instantes críticos: “Y a continuación nos íbamos a atar todos para poder resistir los embates de las olas y quizás poder pasar la noche ya que el viento no soplaba hacia la playa, sino todo lo contrario. Cada minuto que pasaba estábamos más lejos de la costa de Pinamar. Así era el panorama, intentábamos mantener la calma pero la situación se presentaba cada vez más grave”.
Ya había vivido varios momentos críticos en el mar pese a su vasta experiencia como guardavidas desde su juventud. Cumpliendo esa tarea en una pileta de San Vicente conoció a Hilda Chiche Duhalde y se enamoraron. En la charla contó que una tarde cuando estaba de vacaciones en Brasil durante el verano del año 98 entró al agua porque estaba calma como si fuera la de una piscina de un hotel: “Y apenas unos metros adentro una corriente me arrastró hacia el fondo del mar tan profundo que pensé que no volvía más”, confesó. Cuando pudo salir de semejante momento y volvió a pisar la arena, recién advirtió la bandera roja de “mar peligroso” que habían colocado sus colegas. “Ahora me acuerdo que en Pinamar en el año 96 se nos dio vuelta el bote. Otra vez que nos pasó algo parecido y la pasé feo ocurrió dos años más tarde en Chapadmalal, donde también estaba con mi hijo Tomás”, describió Duhalde.
En esta oportunidad que dio origen a la entrevista, la clásica placa roja de Crónica anunciaba con un título catástrofe: “Se perdió Duhalde en el mar”. Él relató así por qué finalmente lograron salvarse: “Había dejado una nota sobre la mesa con este mensaje: ‘A la una volvemos a comer’. Y entonces cuando pasaron las horas y no volvíamos terminaron dando aviso a Prefectura. Me doy cuenta de lo mal que lo pasaron las familias de todos los que estábamos pescando. La sufrieron peor ellos que estaban esperándonos en casa, que nosotros en medio del mar. Me imagino el temor que habrán pasado creyendo que había ocurrido una desgracia, ya que la hora prevista pasaba y nosotros no regresábamos. Estuvimos a la deriva como seis horas o más”.
El operativo de salvataje
Chiche Duhalde dio aviso a Prefectura de Pinamar y se armó un operativo de búsqueda a eso de las 16.30 horas que recorrió en helicóptero desde Villa Gesell a San Clemente. A las dos horas desde el aparato del destacamento Mar del Plata divisaron el bote que se encontraba a la deriva y había empezado a hundirse a unos 6,5 kilómetros al sur del faro de Punta Médanos, aproximadamente algo más de 20 kilómetros en dirección nordeste de donde habían salido.
El rescate con sogas, camillas y arneses duró unos treinta minutos, pero no fue sencillo porque soplaban vientos que superaban los 60 kilómetros por hora. Ya en su casa Eduardo Duhalde reconoció que el susto fue grande, quizás el mayor que padeció en el mar. Pero al otro día ya estaba programando una nueva excursión de pesca que se concretó dos semanas después a la que se sumaron varios de sus íntimos amigos, José Luis La Gioiosa, más conocido por todo Pinamar como “El Oveja”, Martín Lema, “Pico” Fransante, y uno de los mellizos, Gustavo Barros Schelotto, que veraneaba en la zona.
Esa aventura sí fue exitosa desde el punto de vista de la organización ya que esta vez fueron con dos semirrígidos por si uno se quedaba sin motor, las radios funcionaron y todos tenían su teléfono celular a mano. Llegaron sanos y salvos, pero no pescaron nada de gran tamaño pese a los esfuerzos y a haber arrojado al agua restos de magrú y anchoa como cebo para que hubiera pique. Encarnaron los anzuelos con lisa, pez de piel gruesa y sabor fuerte que suele atraer al conocido como “Tiburón Toro”. “Es el que también llaman escalandrún y puede llegar a pesar 250 kilos, capaz de arrastrar más de ciento cincuenta metros la línea. Y cuando supera los cien kilos, te puede llevar más de media hora nada más que acercarlo al bote. Y después un par de horas capaz sacarlo del agua porque no se rinde nunca. Otro que buscamos es el bacota, un peso pesado al que lo atraen los tentáculos de calamar”, contó Duhalde a este cronista mientras uno de sus íntimos relataba por qué a veces a “El Negro”, como también lo llamaban, en algunas oportunidades se le daba vuelta la lancha “y se la ponía de sombrero. Es que la llevaba hasta la cresta de la ola y cuando estaba bien arriba aceleraba en lugar de bajar la marcha y se la pegaba”, detalló con precisión.
El resultado de aquella excursión fue más diversión que pesca. Todos se dieron un chapuzón en el mar que lucía planchado. Se divirtieron con las anécdotas del propio Duhalde, sus amigos y el mellizo Gustavo. Pero trajeron apenas algunos cazones chicos y unas corvinas roncadoras, que el anfitrión asó esa noche a la parrilla para sus arriesgados compañeros.