Afiche de la biopic sobre Ney Matogrosso y tapa de la novela de Ana Montes.

Hace tiempo vengo escribiendo sobre el modo en que muchos de nosotros buscamos belleza para ser felices por un rato. Y cuando digo belleza y hablo de felicidad no aludo expresamente a una explosión de alegría ni a la excitación desatada sino a otra clase de emoción, aquella que nos invade cuando nos encontramos con creaciones culturales que nos permiten conectar con una estética, con el mundo de las ideas, con una forma singular de las artes.

En estos días dí con tesoros y me propongo compartirlos. Y es que soy obstinada: pertenezco al club de las personas que pese a los ejemplos de crueldad e individualismo que nos regala el mundo cada día todavía cree en los sueños colectivos. Y la divulgación cultural, a su modo, es algo así como la socialización del gusto, así que te invito, los invito.

Allá vamos.

Imagen de la película sobre Ney Matogrosso. Con un artista como Ney, la belleza es siempre aquello que se sale de la norma y puede ser una fiesta.

Ney, el indomable

Una de las cosas que más me gustan de Ney Matogrosso es la manera en que esta fiera del arte cruzó por la vida sin tentarse jamás con tomar el lugar de víctima. No hay modo de saber si eso surgió naturalmente aunque es algo sobre lo que seguro reflexionó. “Para mí era una misión acabar con la historia de que el homosexual era una cosa triste, sufrida y que debía ser condenado”, dijo en una oportunidad y la frase puede leerse en clave programática: la belleza es siempre aquello que se sale de la norma y puede ser una fiesta. Por algo Ney sigue siendo uno de los más grandes íconos culturales del Brasil.

Homem com H, la biopic de Esmir Filho que puede verse en Netflix (acá hay una buena nota con información sobre el filme), abarca la vida del cantante desde su infancia de maltrato y represión por parte de su padre militar y homofóbico hasta el presente excepcional del músico, quien sigue en el centro del arte y la cultura brasileña. Entre uno y otro extremo vital, vemos el crecimiento artístico de Ney de Souza Pereira, quien ejercita su voz y le da ritmo propio a su cuerpo y a su proyecto estético pero también asistimos al tiempo joven y vibrante de su libertad sexual y su comportamiento social en una época de molde, un tiempo cuya regla era “los nenes con los nenes y las nenas con las nenas”.

La actuación de Jesuíta Barbosa como Ney Matogrosso es un milagro. (Crédito: prensa Netflix)

A partir de diferentes episodios de su biografía, la película consigna de qué manera Ney transgredió siempre: con o sin maquillaje, culo al aire o vestido con traje de lino, escondido detrás de brillos y metales o naturaleza viva de un hombre que fuera del escenario es un tipo común aunque indomable.

El film –un muy buen espectáculo de dos horas que consigue entretener y emocionar– pone el foco en ese cuerpo desnudo y atrevido que nos cautiva a quienes lo seguimos desde hace mucho pero es también una invitación a los más jóvenes, y a quienes aún no lo conocían en profundidad, a valorar el talento y el coraje de un artista que se enfrentó a un contexto represivo y dictatorial con dignidad y sin traicionar su arte.

La voz de Ney Matogrosso es un tesoro y sus movimientos en escena –así como el influjo de su mirada– siempre supieron reproducir la animalidad en su esplendor. Hay algo excepcional en su canto y en su magnetismo en la interpretación (de hecho, arrancó su carrera queriendo ser actor) que le da una capacidad única para pasar, con sus canciones, del desgarro emocional al desborde festivo. Melodrama, celebración y vanguardia, eso es Ney.

En la actuación del protagonista de Homem com H, el brasileño Jesuíta Barbosa, se respira convicción y admiración, lo que deriva en un milagro porque logra apropiarse del carisma del cantante y reflejar también su asombrosa fuerza erótica. Luego de entrenar varios meses, Barbosa consiguió incluso cantar la versión de Rosa de Hiroshima, el hit de Secos & Molhados que se escucha en la película. El resto de los temas de la playlist son grabaciones del propio Ney.

El hombre con H es naturaleza y es cultura. Me gusta una frase que leí de Gonzalo Aguilar, quien en un texto publicado en revista Bache escribió que “aunque nunca compuso, Matogrosso supo trazar su autorretrato a partir de canciones de otros”. Intérprete incomparable, las palabras y la música de esos otros cobran nueva vida cuando es él quien las pronuncia y canta.

Tengo especial debilidad por temas como Sangue Latino y O Vira, de Secos & Molhados, el grupo original que lo hizo conocido a comienzos de los 70. Por Bandido Corazón, de Rita Lee. Y por sus versiones de clásicos de Chico Buarque como Até o Fim o Mulheres de Atenas, pero también me conmueve cuando hace el Poema de Cazuza o cuando canta O Mundo é um Moinho, de Cartola, que puede verse y escucharse en una escena de la película de Filho, aquella en la que un Ney maduro y consagrado consigue, desde el escenario, vestido de blanco, acercarse a su padre más allá del tiempo y del dolor.

Ney Matogrosso durante su actuación en Rock in Rio, en septiembre de 2024. (REUTERS/Pilar Olivares)

Mi tema favorito, de todos modos, será siempre Bandoleiro (de Luli & Lucinha) porque lo escucho cantar: “Eu, bandoleiro/ No meu cavalo alado” y el tiempo no pasó. A propósito del ritmo del tiempo: basado en el libro Ney Matogrosso: A Biografia, del periodista musical Julio Maria, el guión de la película de Filho narra hitos de la vida sentimental de Matogrosso, como su relación de trece años con el médico Marco de Maria (interpretado por Bruno Montaleone) y en su romance breve pero eterno con Cazuza (1958-1990), ambos hombres muertos a causa del sida.

Una escena que es pura gloria: el último concierto de Cazuza (Jullio Reis), del 24 de enero de 1989, en el que se lo ve demacrado y vencido por la enfermedad, pero cantando O Tempo Não Pára con una polenta de otro mundo. Fue Ney quien luego de escucharlo le había sugerido que cantara ese tema para cerrar el show. Fue Ney, digámoslo así, quien consolidó esa despedida inolvidable de uno de los grandes ídolos de la música brasileña.

En agosto Ney Matogrosso cumplirá 84 años y sigue presentándose en vivo. (EFE/Sebastiao Moreira)

Ney Matogrosso, el verdadero, también aparece en la película, pero te reservo la sorpresa de cómo y cuándo. Gracias a este exitazo, hoy todo Brasil le rinde homenaje y él, a punto de cumplir 84 años, disfruta de esa celebración nacional. Nadie pudo nunca capturarlo, tampoco los fundamentalistas de la comunidad queer que le reclaman una toma de posición política más expresiva.

A quienes le exigen más protagonismo en el movimiento LGBT+, les dio hace unos años una respuesta contundente: “Dicen que no llevo la bandera. La bandera soy yo”.

Emilia, la que enamora para siempre

Hace poco más de dos años escribí sobre una pasión inesperada que me sorprendió un domingo por la tarde en el museo Fortabat. Fue cuando visité una muestra de la obra de Emilia Gutierrez (1928-2003) curada por Rafael Cipollini: 90 pinturas y 14 dibujos que me hicieron conocer un universo que me acompaña desde entonces. Como tantos otros, tengo un whatsapp conmigo misma. Cuando me hablo, no me veo a mí sino a Emilia porque puse a una de sus mujeres fantasmas como foto de mi grupo conmigo.

Emilia Gutiérrez decía que en su vida no había nada importante y que todo lo que estaba en sus cuadros venía de su infancia, “que no fue muy alegre”.

Emilia hechiza desde su obra pero también atrae desde su biografía; una vida en sordina, un desborde de talento y la soledad y la locura como escenario. Ella misma decía que en su vida no había nada importante y que todo lo que estaba en sus cuadros venía de su infancia, “que no fue muy alegre”.

Luego del parto que la trajo a la vida, su madre entró en depresión y pasó a la psicosis y quedó internada. Como su padre viajaba mucho por trabajo, fue su abuela quien se hizo cargo de ella y también de sus dos hermanas. Solitaria y retraída, Emilia estudió arte en la escuela Fernando Fader y luego asistió al taller de Demetrio Urruchúa, adonde llegó ya muy formada y no hizo amistades en ese espacio.

El maestro decía que la dejaran sola, que ella sabía. Fue en ese tiempo que comenzaron a llamarla “la flamenca”, un apodo que nació de su fascinación por La extracción de la piedra de la locura, la obra de El Bosco que sigue enamorando en el Museo del Prado de Madrid y porque sus colores preferidos eran justamente los de los artistas flamencos: ocres, verdes apagados, caoba y azules, además de la elección del formato pequeño y el óleo.

Emilia Gutiérrez (1928-2003). En 1975 dejó de pintar porque comenzó a tener alucinaciones auditivas con los colores.

Emilia se fugaba hacia la historia del arte mientras su generación solo pensaba en la vanguardia y la innovación. Los personajes de Emilia Gutiérrez no tienen edad y son tan reales como fantasmas. Ojos vacíos, ojeras, cabezas calvas, sombras, muchas sombras. Mesas en las que hay comida que nadie toca. Hombres y mujeres que son niños y ancianos y una soledad que da frío. Mujeres de sombrero que esperan en vano. Ecos de Munch, ecos de Ensor. Mildred Burton y Alejandra Pizarnik son otras referencias cercanas. También hay fantasmas, calaveras y bufones en sus pinturas. Formas y colores inquietantes, espectrales, perturbadores. Profundamente hermosos en su extrañamiento.

Hubo algo de familia, hubo amistades, hubo un matrimonio fugaz, hubo un momento en que la pintura comenzó a perturbarla. “Los colores me hablan”, fue la frase con la que les dio letra a sus alucinaciones. “Deje de pintar”, fue la recomendación de un psiquiatra insensible. Esto ocurrió en 1975. Desde entonces y hasta su muerte casi no saldría de su departamento y su talento solo tendría lugar en dibujos en blanco y negro.

Emilia Gutiérrez,

Cuando vi la muestra y escribí sobre Emilia Gutiérrez, conversé con Cipollini, con Gabriel Levinas (quien quedó a cargo de su obra por encargo de sobrinos de la artista) y también con Ana Montes, hija del editor Roberto Montes, propietario de algunas de sus pinturas. Para entonces Ana ya había escrito varios artículos y también un relato incluido en su libro Meditación madre (Concreto), un relato que creció, al igual que la obsesión de Ana con la pintora, y que pasó a convertirse en una novela publicada hace muy poco que, como define Alan Pauls en la contratapa, está “escrita a media voz, para no despertar a tantos libros que gritan”.

Emilia Gutiérrez,

La protagonista de La flamenca vive recluida en una casa de las afueras de la ciudad, con un pájaro enjaulado al que rescató de una muerte segura y un óleo de Emilia Gutiérrez, El pocillo de café. El duelo por la reciente muerte del padre la tiene en suspenso y la acecha la obsesión por el rojo del colgante que luce la protagonista del cuadro, como antes la obsesionó saberlo todo sobre ella. Hubo un antes. Hubo un antes de la muerte de su padre y todavía antes hubo un tiempo sin obsesión.

“El cuadro no me deja dormir. Siento demasiado su presencia. Prendo la luz para clavarle la mirada a los ojos desorbitados. Es como si estuvieran por salirse de la tela. Como si quisieran, y no pudieran, decirme algo”.

La estructura de la novela de Ana es una hermosa forma del híbrido: falso diario, listas, pensamientos al azar, anecdotario, sueños, sutiles haikus criollos. Hay una lengua construida por la narradora que parece ensamblada con la obra de Gutiérrez. Y una narradora joven que por momentos es fantasma o sombra de la artista. O es la artista.

“Desde ese día comencé a sentirme habitada por una vida que no era la mía”.

“Hay otra que está adentro mío como una sombra, sintiendo lo mismo que yo pero en otro lugar del mundo, en un tiempo lejano. Eda otra se despierta cuando yo duermo, camina cuando yo no puedo, sonríe cuando yo lloro. Y yo sé, no sé cómo pero sé, que mis lágrimas viajan hacia ella a la velocidad de la luz y la alcanzan, donde esté, como un murmullo ahogado”.

Emilia Gutiérrez,

En el proceso que fue del trance original por el cuadro a esta novela, hubo, como dije antes, textos de Ana publicados a lo largo de los años. En uno de ellos, que apareció en Página 12, la escritora y pintora (sí, Ana es pintora también) describió así el cuadro de su pasión:

“Una mujer sentada frente a una mesa. Arriba de la mesa una porción de torta apoyada sobre un mantel, casi flotando. Más adelante una cuchara y un pocillo de café. Su postura, un poco encorvada, su mueca seria y su mirada perdida en un punto fijo de la pared, un ojo mirando hacia el frente y el otro levemente hacia la izquierda. En su cabeza, un sombrero negro con un tocado de flores celestes y blancas. En el centro de su pecho, un colgante carmesí”.

Ana Montes, su novela, y el rojo tomando toda la escena. (Foto: Alejandra López)

La flamenca es una novela hermosa, de las que me llevo al final del día, para dormirme cubierta de belleza y lejos del daño. En la tapa, el rostro de la protagonista del cuadro de Emilia se corta por debajo de sus ojos irregulares y el tocado de flores celestes y blancas viró al rojo.

El rojo carmesí de una obsesión.