Jannik Sinner posa con su título de Wimbledon, mientras Carlos Alcaraz sostiene el trofeo de subcampeón (Foto: REUTERS/Andrew Couldridge)

Dicen los que saben que el blanco no es un color. Es la presencia total de luz, como el negro lo es de su ausencia. El blanco simboliza la pureza. Dicen que la costumbre de que las novias vistan así en el día de su casamiento tiene que ver con eso.

Será por eso también que, mientras el mundo del tenis se moderniza, cambia y se adapta, Wimbledon sigue aferrado a su estricta regla en cuanto al uniforme de los jugadores. Blanco total. Pureza absoluta. Debo admitir que de joven me repugnaba esa regla. Me sentía identificado con la rebeldía de Agassi, esa que hacía que el norteamericano se rehusara a jugar el torneo por su negación a acatar tan estrictas limitaciones cromáticas.

Pero un día, lo que para mí en aquel momento parecía impensable, sucedió. Mi role model de rebeldía juvenil decidió acatar las reglas inquebrantables del torneo más antiguo del circuito y, vistiendo un uniforme inmaculadamente blanco, únicamente empañado por el rubio peróxido de su melena, levantó el trofeo más preciado del mundo del tenis. Su primer Grand Slam. Su Maiden Grand Slam, dirían los americanos. Maiden significa primero, pero también se le dice así a la novia a punto de casarse. Ironías del destino: Agassi vestía de blanco para la ocasión.

Andre Agassi con su melena, pero de blanco pulcro en Wimbledon (Foto: REUTERS/Kevin Lamarque/File Photo)

Debo decir que, con los años, yo también cambié. Y por nada cambiaría las estrictas reglas del Grand Slam de la capital británica. Porque el tenis en Wimbledon es de un grado de máxima pureza. Mientras el US Open ofrece multitudes moviéndose por las tribunas sin importar lo que suceda en el court y un eterno murmullo que no se acalla ni siquiera durante los puntos, Wimbledon ofrece conducta. Pulcritud. Silencio sepulcral durante los puntos. Aplausos que suenan atronadores, sí, pero que se acallan con el primer pique de la pelota del jugador listo a servir. Y un apego por la etiqueta y la elegancia de otra época, por no decir de otro planeta: vestidos a lunares, outfits en tonos beige y marrón, colores desaturados, trajes de lino, camisas blancas, sacos azules, mocasines. Debo admitir tener la fortuna de haber sido invitado a uno de sus preciados boxes de invitados: al no ver en mí medias (suelo usar medias no-show con mis loafers), se me pidió demostrar la presencia de las mismas, condición sine qua non para el ingreso.

Alguien podría pensar que la gente está más vestida para el Colón que para un partido de tenis. ¿La verdad? Wimbledon es el Colón, es la Scala de Milán, es el Lincoln Center. El tenis, en Wimbledon, no es un espectáculo deportivo: es artístico.

El príncipe de Gales William y sus hijos Charlotte y George aplauden a Jannik Sinner en la coronación de Wimbledon (Foto: REUTERS/Stephanie Lecocq)

Dentro del rectángulo delimitado por líneas de cal blanca, los jugadores se comportan de otra manera. Todo es digno de la ocasión. Aquí el polvo de ladrillo no se arremolina, las medias no se tiñen de naranja y los outfits tenísticos no se manchan de transpiración. ¿Será por eso que visten de blanco? ¿Para que la transpiración se note menos? Será tal vez por eso que sea el Maestro Suizo el soberano de este pequeño “reino” conocido como SW19. Es lógico que un tipo que casi ni transpiraba haya sido coronado como su rey.

En estas tierras, las corridas desaforadas dan lugar a movimientos de ballet. Jugadores y jugadoras que se mueven casi de puntillas. Tal vez sólo sea para no perder el equilibrio en el traicionero césped de la Catedral. O tal vez sólo sea para estar a la altura del marco que impone el AELTC. Aquí, la violencia deja su lugar a la sutileza. El poco bote de la pelota invita a la elegancia del slice, a la inteligencia geométrica del juego de ángulos, a la sorpresa de la subida a la red, a la sensibilidad del drop shot. La mano le gana al músculo, la cabeza le gana a las piernas. Hasta las bombas de Sinner, que este domingo se coronó por primera vez en el torneo, suenan más a percusión operística que a su ya reconocible escopetazo.

En Wimbledon, el tenis se parece menos al tenis. Será porque aquí el tenis es mucho más que tenis. Será también por eso que casi ya no se juega en pasto. Una superficie anacrónica, que no se lleva bien con la furia y la velocidad que rigen el deporte en esta nueva era. Una cancha que requiere cincuenta semanas de cuidado para sólo 15 días de tenis. Una cancha que se arruina en una docena de partidos. Una cancha que ni siquiera se puede mojar. Mientras hace décadas Australia y Estados Unidos dejaban atrás su césped, el Reino Unido se sigue aferrando a sus tradiciones: su monarquía, su five o’clock tea, su inmaculado césped, su tenis blanco. Será por eso que me gusta tanto Wimbledon. Porque es lo que no abunda. Porque su escasez lo convierte en un bien preciado.

En la película La sociedad de los poetas muertos, se mostraba como principal enemigo a un colegio preparatorio de carácter casi inglés que se enorgullecía de mantener inquebrantables sus principios fundacionales: tradición, honor, disciplina, excelencia. A mis 15 años odiaba todo lo que representaba ese colegio. Hoy, ya mayor, siento que esos valores anticuados son los que más me representan. Y por eso el tenis, que es hermoso, es para mí, en Wimbledon, más hermoso. Por sus inquebrantables reglas. Por sus eternos valores. Tradición. Honor. Disciplina. Excelencia.