Aramburu.

Fernando Aramburu es uno de los más grandes y premiados autores en lengua española. Su novela Patria –esa historia formidable en la que dos familias amigas del País Vasco terminan enfrentadas por el terror y la manipulación política–, le valió el reconocimiento internacional y también la posibilidad de convertir su ficción en una exitosa y premiada miniserie.

Aramburu nació en San Sebastián (País Vasco) en 1959 y vive en Alemania desde 1984. Es autor de novelas como Fuegos con limón, Los ojos vacíos, Viaje con Clara por Alemania, Años lentos, Los vencejos e Hijos de la fábula, y de libros de cuentos como Los peces de la amargura y El vigilante del fiordo. Es también autor de los libros de no ficción Autorretrato sin mí, Vetas profundas y Utilidad de las desgracias. Su poesía completa fue publicada con el título Sinfonía corporal.

Aramburu estuvo en Buenos Aires durante la Feria del Libro para presentar su nuevo libro de cuentos Hombre caído, un volumen integrado por catorce relatos atravesados por emociones y también por el terror y la inquietud. La mirada sobre la vejez, lealtad y la muerte, los pactos íntimos en las parejas, la frustración, el resentimiento.

Una acuarela de emociones componen estos cuentos muy elaborados, algunos de ellos breves, otros con una extensión cercana a la nouvelle, que impactan a veces por el odio y la crueldad y otras por el dolor que pueden llegar a atravesar las personas. Observados en conjunto, estos catorce relatos reproducen, a su manera, una suerte de cartografía humana.

— Es un placer leer Hombre caído y una lectura que ofrece también momentos, no diría de zozobra, pero sí de inquietud. Pienso por ejemplo en el relato de Beatriz, en el que la crueldad es uno de los temas. Beatriz está mal económicamente y a su pareja se le ocurre ir a buscar dinero a la casa en la que ella está cuidando a un señor hace muchos años. Pensaba en las cosas que puede llegar a hacer un ser humano sin siquiera considerar que están mal, ¿no? Me impresiona.

— Sí, bueno, tienes toda la razón. Por razones que yo no sabría explicar, cuando me pongo a escribir cuentos sale mi vena más cruel. Tengo una rápida tendencia a contar historias breves en las cuales aparecen los flancos menos nobles del ser humano, aunque a veces, sí, para compensar echo mano del humor. Pero incluso este humor que aflora de vez en cuando en mis cuentos es de tipo negro o de tipo inoportuno. Es decir que surge en situaciones en las que lo esperable sería la gravedad, el respeto.

— Sí, hasta el humor es brutal.

— Un poco, sí. Creo que la culpa es del niño, del muchacho que fui, al que doy ocasión de participar un poco en mi literatura y esto es por medio de los cuentos.

— Más que por las novelas.

— No, en las novelas domina el señor metódico. El que se documentó. El que tiene que levantar historias complejas, pobladas con diversos personajes. En fin, que va a un desenlace. Que tiene que cerrar bien un conjunto amplio de páginas. De hecho, estos días he descubierto que, según lo que escriba, me visto, me calzo una u otra personalidad creativa. Creo que no soy el mismo escritor cuando escribo novelas, cuando escribo poemas, cuando escribo relatos.

— ¿En qué ves eso, además del tratamiento de los temas?

— Lo veo en muchos aspectos pero en uno muy esencial y es la manera en que permito que el proyecto en el que estoy ocupado colonice mi cerebro. Cuando yo escribo algo, estoy ocupado las 24 horas del día en eso. No de una manera física visible pero bueno, me llevo el trabajo al reposo nocturno; cuando voy por la calle estoy dándole vueltas al párrafo que me está haciéndolo todo difícil. Veo personajes. Busco en mis trato social anécdotas, palabras, gestos que me puedan ser provechosos. Y ahí es donde noto que no soy el mismo cuando estoy haciendo una cosa o cuando estoy haciendo otra.

— Me quedé pensando porque, en general, uno imagina que los narradores, sobre todo los novelistas que escriben también libros de cuentos, hay como una cosa más relajada en los libros de cuentos en la medida en que muchas veces se van escribiendo en momentos entre novela y novela y así se van acumulando, hasta llegar a una cantidad que permite ya convertirse en libro. ¿Te pasa eso?

— En parte, sí. Lo que ocurre es que mis cuentos en realidad forman parte de un proyecto global que consiste en que yo deseo escribir un único libro de cuentos a lo largo de mi vida, del cual voy dando muestras cada cierto tiempo. Entonces, Hombre caído es la tercera muestra de ese libro hipotético que seguiré escribiendo.

— ¿Un proyecto que arrancó con el primero, con Los peces de la amargura?

— No, Los peces de la amargura no era parte porque son de tema vasco. Pero soy autor de un libro de los años 80 que se titulaba No ser no duele y que también es de tipo un poco cruel, con historias que ilustran aspectos poco compasivos del ser humano, situaciones límite, traiciones, etcétera, etcétera, y ya con Hombre caído ese hipotético volumen de cuentos completos vamos a decir que es bastante grueso y espero seguir añadiendo más piezas. Cada muestra es fruto de una selección. Esto lo explicaste muy bien hace un momento, yo voy escribiendo cuentos y, cuando ya veo que tengo bastantes, hago una selección y elijo los que me parecen más dignos de la mirada ajena.

— Pero imagino que esa selección también incluye ver qué los une.

— Sí, bueno, los une ya el hecho innegable de que los ha escrito la misma persona. De que además la escritura de los cuentos forma parte también de una evolución calculada, deliberada, que me lleva, ya lo estoy viendo desde hace unos libros, hacia una depuración; hacia el propósito de contar historias con la cantidad verbal mínima necesaria, ¿de acuerdo? Y entonces esto también los unifica porque les da un tono parecido. Pero tampoco me siento al escritorio y me digo: “bueno, voy a escribir catorce cuentos sobre lo bonita que es la primavera”. Lo que pasa es que, en realidad, toda mi escritura narrativa sigue una línea que es la del indagador en lo humano. De nuevo, como en las novelas, los cuentos están protagonizados por seres humanos concretos. Como si el escritor fuera un dron que vuela sobre la ciudad y en un momento determinado entra por la ventana en un ámbito privado y cuenta una historia que ha encontrado allá. Lo del dron lo digo ahora porque se ha puesto de moda, pero sí soy consciente de ello. Yo he trabajado siempre así, a partir de esa fascinación que tengo por mis semejantes. Yo me siento a menudo en la terraza de una cafetería y veo pasar a la gente pero no me limito a ver solo lo que ellos muestran, la vestimenta, las facciones, sino que intento descubrir su verdad, su historia secreta.

— ¿Tomás notas sobre la gente cuando estás sentado en los cafés?

— Pudiera ser. Sí, sí que voy armado con un cuaderno y un bolígrafo y como no me fío de mi memoria, veo algo interesante y lo anoto. Pero es verdad que soy un paseante de la vida, siempre con una antena literaria puesta ¿no?

— Otro de los temas que aparece mucho en tus cuentos tiene que ver con las parejas. Como esas parejas que uno se pregunta por qué siguen juntas, qué es lo que los une más allá del contrato que hicieron en algún momento. Y, también, cierta cosa desaprensiva de padres o madres hacia los hijos y de los hijos hacia los padres. Hay algo ahí en los vínculos familiares y entre hermanos: hay uno que me gusta mucho en el que aparece un encargo de alguien que sufrió un ataque y le pide al hermano que lo vengue. Y, en ese sentido, la cuestión de la familia como la unidad social, humana, aparece muy diseccionada.

— Me encanta escucharte porque me siento claramente descifrado.

(Risas) Qué bueno.

— Te digo la verdad, yo fui consciente una vez publicado el libro y mientras corregía las pruebas de un detalle y es éste, precisamente, que muchos de estos cuentos están protagonizados por parejas. Matrimonios, hermanos, un padre y un hijo, un padre y una hija, sí. Y quizás eso tenga que ver con esta inquietud sostenida que tengo por la dificultad que tenemos los seres humanos para mantener relaciones armónicas duraderas. Nos amamos, nos abrazamos, pasa un tiempo y eso se va deteriorando, se va rompiendo. Incluso puede llegar a situaciones de confrontación violenta. A mí esto me da mucha pena y lo que hago es ilustrarlo no para buscar respuestas, ni siquiera para formular preguntas, que son frases que solemos decir los escritores en las promociones y entrevistas para salir del paso, ¿no? Es como una pequeña obsesión, una pena existencial que tengo. Y me la suscita la ruptura entre hermanos, las desavenencias familiares, las amistades que se rompen.

— Al mismo tiempo uno piensa, no sé, tenemos más o menos la misma edad: ¿no te cansás de vos mismo?

— A veces sí, pero soy muy pesado. No es fácil vivir conmigo.

— Por eso digo, ya existe esa dificultad, imaginate vivir con otro, ¿no?

— Pero quizás por eso escribo, porque así ideo aventuras, vidas que no son la mía… Pero también hay un punto en el que me reúno conmigo mismo y es un poco antes de terminar la jornada, esa mirada ante el espejo cuando acabó el día y uno se mira, es el momento de lavarse la dentadura, y uno se mira un momento y se pregunta: ¿actuaste bien? ¿Hiciste daño? ¿Cumpliste con tu tarea? Y yo necesito que el otro, que soy yo, me diga que sí. Entonces me voy tranquilo a dormir. O sea, tengo ese punto moral que hace tolerable que yo conviva conmigo mismo.

— ¿Hay como un mandato ahí desde siempre?

— Desde siempre no, pero vamos a decir desde los 17, 18 años. Eso se lo debo a Albert Camus. Es un hombre que ha determinado mi ética durante toda mi vida, que es la ética del respeto, del reconocimiento a la dignidad del otro. Quizás por eso mis historias son a veces un poco crueles, porque me gusta mostrar adónde conducen ciertas conductas insolidarias.

Aramburu:

— Estamos viviendo en una era de la crueldad como no recuerdo. Es algo que no hemos visto y que baja desde los liderazgos.

— Sabes, es que mi idea es que, claro, algunos procedemos de dictaduras, entonces hemos hecho un esfuerzo por levantar una democracia con todas sus imperfecciones. Y nuestros hijos o nuestros nietos han nacido en una democracia y quizás no la saben valorar.

— Sí, coincido.

— Veo que hay como un cansancio. Pero es que fuera de la democracia está el infierno, eh. Está el totalitarismo, la prohibición, la censura, la represión. Esto yo lo llevo muy grabado pero no porque lo haya leído sino porque lo he visto.

— Pero cómo se hace para que entiendan lo que no vivieron.

— Bueno, pues no sé si tenemos respuesta. Pero sigo confiando en que la humanidad sigue un trayecto civilizatorio desde el simio inicial que se comportaba conforme a las leyes de la naturaleza, que son las leyes de la fuerza bruta, que favorecen al más fuerte o al más rápido, al que tiene los dientes más poderosos, y que nos va llevando poco a poco a una sociedad de derecho donde reconocemos que todos son iguales ante la ley, que las mujeres no pueden ser discriminadas, que quienes tengan una responsabilidad gubernamental son funcionarios, están en función de la sociedad y deben ser elegidos libremente por los ciudadanos. Deben convencer a los ciudadanos. No veo otro camino. Pero es verdad que ese trayecto civilizatorio, digo civilizatorio porque nos civiliza, porque nos aleja de la naturaleza, a veces sufre regresiones, ¿de acuerdo? La tentación de apoderarse de los resortes del poder es muy grande. De imponer el propio capricho. O introducir el interés propio, el interés partidista, el interés personal, a costa del bienestar de los ciudadanos, eso también…

— Mencionaste recién además lo de los funcionarios. Las deudas de la democracia también tienen mucho que ver con eso. Cuando uno ve que efectivamente está el interés propio por encima del interés del servicio, digamos, se va creando una base como para que haya una desconfianza absoluta en el sistema.

— Bueno, a partir de que el siglo XX nos enseñó que se puede elegir en comicios al tirano.

— Así es. Elegir de manera democrática no garantiza la democracia del elegido.

— Ni mucho menos. Ni mucho menos.

— Eso es grave sobre todo porque cuando te hablo de una era de la crueldad ni siquiera estoy hablando solo por lo que podamos estar viviendo en la Argentina, sino por lo que uno ve en el mundo. Y la guerra, naturalizada. Eso es muy peligroso.

— Sí. Y aparte de que estamos en un momento histórico en el que el concepto de nación pierde sentido porque si es tan fácil el transporte, la comunicación es global, si el comercio también está tan imbricado entre las naciones, si las fronteras caen como caen afortunadamente en Europa, a mí encanta ir de España a Alemania, de Alemania a los Países Bajos, no hay control, pago con la misma moneda, ¿no? Entonces, esto genera cierta inseguridad, incluso miedo. Miedo a la pérdida de una identidad asociada a un terreno determinado. Y entonces estamos en un momento histórico en el que faltan quizás respuestas o quizás falte algún tipo de calamidad…

— Parecía que la pandemia nos haría mejores, sin embargo a la vuelta de la pandemia nos encontramos con que fue todo para peor.

— No sé si para peor, pero el ser humano reacciona de parecida manera ante situaciones similares. La pandemia supuso, bueno, aparte de una cantidad preocupante de fallecidos, no podemos olvidar, pero sí que unos impulsos solidarios de la población que a mí me parecen muy positivos, puesto que fomentan el respeto.

— Sin embargo tenemos uno de tus cuentos en donde está prohibido ayudar al caído.

— Sí, pues quizás precisamente por esto, ¿no? Vemos a un hombre caído en la vía pública y no se le puede ayudar. Hay una ley. Hay una norma que no sabemos quién la ha dictado que prohíbe levantarlo. Y, entonces, incluso hasta la solidaridad, la empatía, la comprensión, están prohibidas no sabemos por qué. Por cierto, yo escribí ese cuento de una manera más bien intuitiva. Es decir, no es que voy interpretando pero ahí hay personas más perspicaces que yo que han hecho interpretaciones muy profundas de ese cuento, en relación con el mundo en el que estamos viviendo.

— ¿Cómo fue que decidiste nombrar el volumen con el título del último relato?

— Lo he hecho así en las tres colecciones de cuentos que he publicado hasta la fecha porque, como te dije antes, la idea es que estos libros integren uno mayor, que tendría su propio título. Entonces, en cada caso elegí el título de una de las piezas. Pues quizás me pareció el más eufónico, o me dejé llevar, no sé, por algún tipo de olfato. O porque sonaba bien. Quiero decir que no me habría costado nada un simple paseo con mi perra para idear un título general, pero como tengo esta intención de añadir ahora estos catorce cuentos a los anteriormente publicados, la elección de este título es puramente un trámite. Porque de alguna manera hay que nombrar el libro.

— Entiendo. Estamos hablando de catorce relatos. Catorce relatos que se escribieron a lo largo de cuánto.

— De 13 años. Algunos han estado escritos de una manera dispersa, tal vez porque no he sabido solucionarlos, y luego los he dejado para más adelante. Soy más bien un escritor rumiante. Es decir que vuelvo a mascar ahí los párrafos hasta que les encuentro la solución definitiva. Hay tres, si quieres te lo digo, hay tres maneras de que yo escriba cuentos. Una, que es la que más me gusta porque es la más rápida, más sencilla, es cuando me los encargan. No es que haya muchos acá pero bueno, si me comprometo a escribir un cuento de unas determinadas dimensiones y con fecha de entrega determinada, yo sé que cumplo seguro. Aunque no tenga una historia en la cabeza, ya te digo; agarro a mi perra y salgo a pasear por el borde del canal cerca de donde trabajo y tarde o temprano se me ocurre algo. La otra forma es que haya una historia que se esté formando en la cabeza que me inquiete, que no me deje dormir, que no me deje tranquilo, y ya sé que, como no la convierta en texto, no me voy a liberar de ella.

Aramburu, durante la presentación de

— ¿De esa clase de historias qué cuento surgió de ahí?

— Pues algunos, sí. Por ejemplo, el de la mujer que le solicita al marido una relación sexual…

— Con algo de violencia.

— Sí. Le solicita violencia y él, que es una buena persona, pues no la complace y eso conduce a la destrucción del matrimonio. Sí, esa es una cuestión, son unas imágenes…

— Te aparecieron imágenes e ideas.

— Sí, y están en la cabeza y además interfieren en otros trabajos que estoy haciendo y, como no ponga las palabras por escrito, no me va a dejar en paz.

— Claro, claro.

— Y la tercera posibilidad de creación de cuentos son las rachas. Es decir, me paso dos, tres, cuatro meses, y un cuento me lleva a otro. Como en un racimo de uva se van sucediendo…

— Aunque no tengan que ver entre ellos.

— No, pero ya es que es en un momento en un cuento hay un diálogo, hay una imagen, que me lleva, no sé, como un cabo de hilo tirando del cual sale otra historia. Historias que se complementan o historias que llevan a otras y estas a otras.

— ¿Y te pasó alguna vez que algunas de estas historias que se complementan se terminaron convirtiendo en una novela?

— Eso me ha pasado alguna vez, sí. Pero para que una idea de cuento se convierta en novela para mí tiene que introducirse un elenco de personajes largos. Porque de hecho mis novelas consisten en la creación de personajes, que puedan convivir, etcétera. Les busco un contexto histórico, una época. Subtramas, etcétera. Entonces pienso: ya veo que esto da para una novela.

— Uno de los relatos, que es el más largo, que me gustó particularmente. Hay cuatro personajes, son dos parejas de vecinos y el cuento se llama “Klaus”. Contame un poco cómo surgió ese cuento.

— Bueno, te contaré hasta donde pueda puesto que ese cuento está basado en un hecho real, lo cual no significa que lo que yo cuento en el cuento ocurriera, ¿no? Pero sí que tuvimos un vecino que contrajo una grave enfermedad de la cual falleció. Yo no narro en realidad la enfermedad sino más bien alrededor de este personaje moribundo, lentamente moribundo, describo toda una serie de comportamientos de los vecinos. Y particularmente centrados en el matrimonio que vive al lado. Es un cuento que transcurre en Alemania, en una vecindad de casas adosadas y en todas ellas hay un pedazo de jardín. Esto es muy alemán. Eso obliga o induce a una convivencia bastante estrecha. El cuento me parece que está claramente emparentado con La muerte de Iván Illich, de Tolstoi, donde ocurre un hecho semejante. Pero, evidentemente, aquí en el mío hay algo vivido. No exactamente lo que cuento, pero sí hay algo vivido. Y es muy humano reaccionar de una manera quizás no muy noble, no muy valiente, cuando nos vemos cerca de la desgracia. Eso lo he visto yo muchas veces en el País Vasco. Una persona que ha sufrido un atentado o ha perdido un pariente y de repente los demás se alejan. Pero ni siquiera con mala intención. O se muere, pongamos, una vecina de cuatro, cinco plantas. Muere una persona en el 3º B. Y esto obliga a una respuesta, tienes que dar el pésame. Entonces no es raro que alguien cuando oiga salir a la viuda, por ejemplo, se quede en casa. No sé por qué, quizás porque no sepa cómo decirle, cómo expresarle un sentimiento u ofrecerle una fórmula convencional de condolencias le puede parecer insincero. Hay como un miedo a contagiarse de la desgracia. A estar cerca del dolor. Y hay todo un mundo psicológico de comportamientos que a mí me inspiraron para escribir ese cuento. Y eso es en realidad lo central, no el hecho de que un señor se ponga enfermo y al cabo de un tiempo fallezca. Esa es más bien la excusa para describir toda una serie de comportamientos alrededor: la hipocresía, el temor, la vergüenza, etcétera.

— ¿Y “Klaus” surgió de cuál de las tres maneras que me comentabas?

— “Klaus” es un cuento de encargo.

— ¿Ah sí?

— Sí, sí. De encargo de un periódico que me solicitó un cuento del cual se pudiera publicar un extracto un día determinado de la semana.

— A la manera del folletín.

— Sí. Claro, lo que yo hice al comprometerme a publicar un texto relativamente largo. Tenía que ser largo porque eran cinco, seis colaboraciones, eso me llevó a echar mano de una historia que ya me estaba rondando en la cabeza de un tiempo, ¿no? O, en todo caso, la incomodidad de haber vivido este caso de cerca y necesitar de alguna objetivarla, sacarla de mí convirtiéndola en un texto. Porque una vez que he terminado una pieza, ya me siento como libre de ella. De hecho, el cerebro la suele olvidar rápidamente.

— ¿No vuelve?

— No, no vuelve. Ya la hice, ya pasé por acá. Me voy al siguiente pueblo. Sí, tengo esa sensación.

— Algo que aparece también en algunos relatos es la mención de, en general, mujeres latinoamericanas. Las latinoamericanas que están en Europa, en España hay muchísimas, aparecen en los cuentos como laterales o apenas mencionadas y siempre en tareas de limpieza o de cuidado. ¿Cómo estás viendo eso en la vida real? Porque la sensación ahí es que estás hablando de una realidad que es justamente esta, mujeres latinoamericanas que viajaron para poder mandar las remesas para que sus familias sobrevivan en sus países de origen.

— Sí, están ahí, son visibles. Pero yo te confieso que no me he planteado un objetivo sociológico ni mucho menos sino que la presencia de personas, particularmente mujeres hispanoamericanas que atienden ancianos o que se ocupan de la limpieza, es muy normal en estos momentos en España. Mi madre, que pronto va a cumplir 100 años, durante mucho tiempo recibió los cuidados, remunerados naturalmente, de una colombiana con la que además amistó y con la que mantiene contacto pues, no sé si telefónico o por carta. Y también en Patria aparecía una ecuatoriana, sí, no tuve que hacer un gran esfuerzo imaginativo.

— Claro.

— A esto es cuando yo me refiero que tengo esa pequeña ambición de trazar un dibujo social de mi época. Pero no a la manera del sociólogo que ve un fenómeno y dice: ah no, le tengo que hacer un hueco en mi trabajo porque esto es representativo. No, yo observo, miro, y lo que me encuentro me lo llevo a mis textos. A eso me refiero cuando digo que vivo de modo literario, que tengo la antena puesta viendo detalles, viendo escenas que me pueden ser provechosas para lo que escribo. Y yo no era consciente de eso que acabas de decir, tienes mucha razón, sí. Y entonces nunca he escrito un texto en el que una de estas personas fuera protagonista, pero están ahí y una función cumplen, ¿no? Y a veces cumplen una función muy positiva, bueno, en parte porque son personas al margen de las clases privilegiadas y eso ya me obliga a una empatía natural. Pero sí que me sirven parar mostrar algunos comportamientos de las personas que las contratan.

Una inolvidable escena de

— Totalmente.

— Me acuerdo de Patria cómo una persona que era absolutamente nacionalista, que pedía como una pureza ideológica, sin embargo tenía contratada a una ecuatoriana a la que no pagaba bien. Hay una contradicción evidente que el lector percibe. Yo no tengo por qué explicársela.

— En tus cuentos aparecen la decadencia, la vejez y la posibilidad de una muerte más bien cercana en algunos de los personajes. Y siempre que te escucho pienso que sos una persona muy metódica, muy organizada; ya varias veces mencionaste tu proyecto en relación al libro de cuentos final. Y me pregunto si tenés también pensado lo que va a ser de vos en unos años. Es decir, si le dijiste a tu familia qué cosas querés para vos dentro de unos años. En uno de los cuentos hay un geriátrico, una residencia para mayores. ¿Es algo en lo que pensás?

— Pero totalmente. De una manera sosegada. Sí, sí. Yo tengo hecho mi testamento. Tengo perfectamente asumida mi condición pasajera. Tengo 66 años. De hecho, aprovecho el tiempo porque sé que esto se acaba y me gustaría llevar a cabo algunos proyectos antes de que sea demasiado tarde. Me faltan 4 años para cumplir 70. Ya hace un tiempo he decidido que cuando tenga 70 revisitaré mi biblioteca, si la salud lo permite. Probablemente dejaré de leer novedades y volveré a leer los libros que tanto me colmaron, que tanto me gustaron, como quien los visita de nuevo. Me leeré de nuevo todo Kafka. La Biblia. El Quijote.

— Me vas a hacer llorar, eh.

— A nuestro querido Borges.

— Sí, sí.

— Y me gustaría despedirme de todos estos libros, Stendhal, la Divina Comedia. De uno en uno. Y ese proyecto tengo. Y por supuesto que si tengo un problema físico, de tal manera que no pueda decidir mi destino, también lo tengo tramitado. O sea que yo te digo que sí. Y, sin embargo, soy un agradecido a la vida. Le agradezco a la cultura una especie de serenidad que me ha dado, en el sentido que me considero libre del sentimiento trágico de la vida. Es decir, no estoy…

— Siendo Unamuno.

— No, Unamuno no está en mi horizonte de convicciones. No creo en un más allá. Y vuelvo a lo de la mirada: me gustaría en los últimos 5, 6 segundos de vida mirarme en un espejo y decirme: “Chaval, lo hiciste bien”. No dejaste una huella de dolor. Te equivocaste algunas veces naturalmente, fuiste muy tonto en otras. Pero vamos a decir que no has dejado el mundo peor de como lo encontraste en el ámbito que tú te moviste, ¿no?

Aramburu:

— Hablaste de proyectos de escritura. ¿A qué te gustaría dedicarte en los próximos años?

— En el plano de la escritura creo que tengo todavía mucho que hacer. Lo que me da equilibrio, ¿sí? No tengo la sensación de que lo he dicho todo y eso me consuela bastante. Tengo varios proyectos, entre otros el de Gentes vascas. Me gustaría ampliar. Me gustaría seguir contando historias de gente de mi tierra natal, gente común y corriente. Como siempre, yo no escribo sobre los hacedores de la historia ni sobre presidentes ni reyes. Yo escribo libros sobre vecinos, padres, madres, hermanos, que viven en un lugar determinado, que fue el mío y en una época que fue la mía. Y eso es todo.

— Dijiste que el libro de cuentos ya es bastante gordo. ¿Pensás que podría haber más cuentos todavía?

— Sí, sí. Si nada lo impide. Si nada se tuerce, claro que escribiré cuentos. Para no escribir cuentos me lo tendría que prohibir. Porque una novela sí que me la impongo, pero es que los cuentos me vienen. Los malditos me vienen. Y además que tengo muchas espinas que me dicen: como no me escribas voy a estar aquí molestándote todos los días.

— Un tábano.

— Sí. Y digo: bueno, pues te voy a escribir y así puedo quedarme tranquilo.