René Favaloro pensó en cómo hacer latir a esos corazones que comenzaban a decir basta. Ocupó gran parte de su vida buscando la manera de hacerlos funcionar cuando todo parecía perdido. No solo diseñó una técnica quirúrgica que salvaría millones de vidas: pensó la medicina como un acto de servicio, como un compromiso con la dignidad humana. “El médico que solo sabe de medicina, ni medicina sabe”, solía decir, convencido de que no hay bisturí que alcance si no se comprende la historia del paciente, su entorno, su dolor…
Favaloro fue el médico, docente y científico que cambió para siempre la historia de la medicina. En 1967 realizó la primera cirugía de bypass aortocoronario con técnica estandarizada, un procedimiento que permitió salvar millones de vidas en todo el mundo. Su aporte no fue solo técnico: detrás del bisturí había años de estudio, dudas, obsesión por el detalle y un sentido profundo de responsabilidad hacia el otro.
Había nacido el 12 de julio de 1923 en La Plata. De familia humilde —cosa que agradecería siempre— hizo de la honestidad una trinchera y de la ciencia, un acto de servicio. Murió en soledad, cuando su propio corazón golpeado por la realidad dijo basta. En su carta de despedida dejó un mensaje tan doloroso como vigente: “Estoy cansado de luchar y luchar, de ver cómo se pierden los valores que nos enseñaron nuestros padres, de ver cómo triunfan la corrupción, la codicia y la deshonestidad”. Se disparó en el pecho el 29 de julio de 2000.
La forja de un médico
René Gerónimo Favaloro nació en La Plata y vivió en el barrio obrero de El Mondongo, donde convivían inmigrantes italianos, españoles y criollos. Toda su infancia la pasó en una casa modesta: su padre era carpintero y su madre, modista. De ellos heredó la cultura del esfuerzo, el respeto por el oficio y una ética del trabajo que nunca abandonó. También aprendió el sentido del concepto “mirar al otro”.
Desde niño mostró una curiosidad insaciable. Leía a Sarmiento, San Martín, Alberdi. Aunque se interesaba mucho por la historia argentina y la vida de los grandes hombres de nuestra nación, pronto aceptó que su vocación estaba en otro lugar: en aliviar el sufrimiento ajeno. La medicina no fue una profesión que eligió, sino una forma de vida que abrazó.
En 1936 ingresó al Colegio Nacional de La Plata, una institución que marcaría su vida. Terminó la secundaria en 1940. Recordaba siempre a sus docentes con especial afecto y gratitud, en especial a su profesor de historia, Pedro Serié, a quien consideraba un modelo de integridad y pensamiento crítico. “Allí aprendí a razonar, a dudar, a preguntar. Fue el lugar donde se formó mi conciencia”, dijo más de una vez. El colegio, de orientación laica y humanista, lo acercó al pensamiento científico, pero también a la ética republicana que luego guiaría su ejercicio profesional.
En 1941, ingresó a la Facultad de Ciencias Médicas de la Universidad Nacional de La Plata y se graduó en 1949. Mientras muchos de sus compañeros apostaban por una carrera hospitalaria en la capital, Favaloro tomó otra dirección: eligió ir a un pueblo donde escaseaban los médicos y sobraban las necesidades, Jacinto Arauz, un pequeño pueblo pampeano, y durante doce años fue médico rural. Era clínico, cirujano, partero y consejero. Recorrió campos en sulky, conocía a cada familia por su nombre y atendía a todos, pagaran o no. Más que ejercer, encarnaba la medicina.
“En Jacinto Arauz me hice médico”, escribió. “Ser médico no es recetar ni operar: es estar, escuchar, comprender. Es no mirar el reloj cuando alguien sufre”, decía. En esa experiencia fundacional moldeó la mirada humanista que lo guiaría hasta el final.
Durante esos años escribió numerosas cartas, observaciones clínicas y reflexiones que luego volcaría en libros como Recuerdos de un médico rural (1980), donde no solo narra su paso por la medicina del interior, sino que plantea una visión crítica del sistema de salud. “El hospital de pueblo enseña a ser sencillo, austero, fraterno”, escribió, reivindicando la sabiduría que se aprende lejos de los centros académicos.
De La Pampa a Cleveland: una revolución en la medicina
Después de trabajar más de una década en el llano, Favaloro sintió que había llegado el momento de actualizarse. A los 39 años, en 1962, viajó a Estados Unidos para especializarse en cirugía cardiovascular en la Cleveland Clinic, uno de los centros médicos más innovadores del mundo. Fue un salto al corazón mismo de la investigación médica de vanguardia.
En aquellos años, la cardiología enfrentaba un límite crítico: frente a un infarto o una angina de pecho grave, las opciones eran escasas y los pronósticos, sombríos. Así, Favaloro se integró a un equipo que investigaba cómo sortear las obstrucciones en las arterias coronarias, un campo aún experimental.
En 1967, tras años de ensayos y observación, propuso una idea audaz: utilizar una vena safena de la pierna del propio paciente para crear un bypass que desviara el flujo sanguíneo alrededor del bloqueo. La operación fue un éxito rotundo. Había nacido el bypass aortocoronario, o cirugía de revascularización miocárdica.
Esa técnica se convirtió en uno de los hitos médicos del siglo XX. Se replicó en todo el mundo y permitió salvar millones de vidas. Se estima que, desde su creación, más de 50 millones de personas fueron intervenidas con este procedimiento. La American College of Cardiology y la American Medical Association lo reconocieron como una de las mayores contribuciones individuales a la cirugía cardiovascular del siglo pasado.
Pero Favaloro nunca buscó rédito personal: no la patentó, no cobró regalías, no fundó una marca. Su convicción era clara: “El conocimiento no es propiedad privada, debe estar al servicio de todos”. “Lo mío no fue un milagro ni una inspiración repentina”, dijo con humildad. “Fue trabajo, lectura, prueba y error. La medicina no se improvisa”, aseguró. Su aporte no fue solo técnico: fue una declaración de principios, un gesto de ética en tiempos de cálculo.
“Para mí el nosotros siempre estuvo por encima del yo”, dijo Favaloro alguna vez, una frase que lo describe a la perfección (Fundación Favaloro)
Regreso a su tierra: el sueño de una medicina solidaria
A comienzos de los años 70, Favaloro sintió que ya era momento de regresar a la Argentina. Tenía un proyecto que lo desvelaba: construir un modelo de medicina integral, de alta calidad científica y profunda conciencia social. Su sueño no era abrir una clínica para la elite, sino crear una institución formadora, accesible y ejemplar.
Después de años de gestiones y planificación, en 1992 fundó la Fundación Favaloro. Allí se combinaron asistencia médica de alta complejidad, investigación científica y formación universitaria. Él mismo quería formar médicos técnicamente sólidos y éticamente comprometidos. “La medicina sin compromiso con el otro es apenas una técnica”, afirmaba.
La Fundación creció rápidamente y se convirtió en referencia en cardiología y otras especialidades, con equipamiento de última generación y equipos interdisciplinarios. Pero, a contramano del modelo de negocio privado, sostenía un fuerte componente social que necesitaba financiamiento constante.
El contexto económico argentino de los años noventa no fue mejor para la salud pública, las demoras de las obras sociales y la falta de políticas sanitarias pusieron al borde del colapso la sustentabilidad del proyecto. Favaloro, fiel a sus principios, rechazó arreglos espurios y empezó a escribir cartas a funcionarios, bancos, empresas, fundaciones. Nadie respondió.
En esas cartas no pedía ayuda personal. Pedía salvar una idea. Defendía una medicina con conciencia, con raíces en lo público, con vocación de equidad. Pero se quedó solo. El país que aplaudía su figura no supo —o no quiso— sostener su legado en vida.
“Quizá el pecado capital que he cometido, aquí en mi país, fue expresar siempre en voz alta mis sentimientos, mis críticas, insisto, en esta sociedad del privilegio, donde unos pocos gozan hasta el hartazgo, mientras la mayoría vive en la miseria y la desesperación. Todo esto no se perdona, por el contrario se castiga”, escribió en su carta de despedida
Un disparo al corazón de la Argentina
El 29 de julio del año 2000, a los 77 años, René Favaloro se quitó la vida en su departamento de Palermo. Eligió el corazón, el órgano al que había dedicado su existencia, para terminar con su vida. Fue un acto cargado de simbolismo, de dolor y de denuncia. Fue, según él mismo escribió, una decisión meditada.
“Estoy pasando uno de los momentos más difíciles de mi vida, la fundación tiene graves problemas financieros. En este último tiempo me he transformado en un mendigo. Mi tarea es llamar, llamar y golpear puertas para recaudar algún dinero que nos permita seguir”, contó el médico. Era el año 2000 y Argentina atravesaba una profunda crisis económica y política. La Fundación Favaloro, que él había construido con esfuerzo y convicción, se encontraba asfixiada por deudas: el PAMI y otras obras sociales acumulaban pagos impagos, y la institución arrastraba un pasivo estimado en 18 millones de dólares. Durante meses, Favaloro envió cartas solicitando ayuda al gobierno nacional, a empresarios y funcionarios. Lo pasaron por alto.
Aquel 29 de julio, dejó siete cartas. Luego de escribir la última, dirigida al entonces presidente Fernando de la Rúa, se quitó la vida con un disparo en el corazón. La combinación de abandono institucional, agotamiento moral y la imposibilidad de sostener su proyecto lo empujaron a una decisión tan desgarradora como simbólica.
La noticia sacudió al país. Miles de personas lo despidieron en la Fundación. Hubo homenajes, editoriales, gestos de dolor. Pero también una incomodidad que flotaba en el aire: el médico más respetado de la Argentina se había quitado la vida tras pedir ayuda que nunca llegó.
Su muerte puso en evidencia las fallas estructurales del sistema de salud, el desinterés político y la hipocresía social. Favaloro no toleró la incoherencia. Fue víctima de un modelo que prioriza la rentabilidad sobre la dignidad, incluso en la medicina.
No fue solo una muerte. Fue una herida. Fue un disparo al alma del país que veía en él al símbolo de la vida. Una advertencia que sigue vigente: cuando un país abandona a sus mejores hombres, algo profundo se rompe.
Si lo hubieran escuchado…
René Favaloro no fue solo un cirujano brillante. Fue un pensador comprometido, un referente que nunca separó la ciencia del contexto social en el que se practica. Escribió libros, dictó conferencias, participó en debates públicos. Su palabra incomodaba porque no tenía dueño. No buscaba agradar ni encajar: hablaba con firmeza, con datos, con una ética que no se negociaba.
Repetía que la medicina debía ser integral: no alcanza con curar un cuerpo si se ignora el sufrimiento que lo rodea. La salud, para él, no se construía solo en quirófanos, sino también en las aulas, en las cocinas de las casas humildes, en las decisiones políticas. Por eso no se calló cuando vio la desigualdad reproducirse en nombre del progreso.
Se manifestó contra el aborto clandestino porque veía a diario las consecuencias en los hospitales públicos. Exigía un debate serio, científico y con enfoque social. Habló también de la pobreza como forma de violencia estructural. Y fue directo al señalar que un niño desnutrido no era una estadística: era una acusación al Estado. Criticó el neoliberalismo por reducir la salud a un servicio, pero tampoco le perdonó a los gobiernos populares las incoherencias y los privilegios disfrazados de justicia. Su coherencia era su bandera.
En lo cotidiano, vivía con austeridad. Estuvo casado durante más de 50 años con María Antonia Delgado, su compañera de toda la vida. No tuvieron hijos. La muerte de ella, en 1998, lo golpeó profundamente. Su departamento en Palermo era el mismo desde hacía décadas: sin lujos, lleno de libros, fotos, cartas. Caminaba por su barrio, viajaba en colectivo, respondía correspondencia de médicos jóvenes de todo el país. Uno de sus discípulos, el cardiólogo Luis De la Fuente, lo definió como “el hombre que cambió la medicina moderna y nos enseñó que la técnica debe ir siempre acompañada de ética”.
Publicó obras como Recuerdos de un médico rural, De La Pampa a los Estados Unidos y Don Pedro y la educación. En esas páginas dejó mucho más que anécdotas médicas, su pensamiento profundo sobre la Argentina: denunció la desigualdad, el abandono estatal, la urgencia de formar ciudadanos con conciencia crítica. Su obra escrita es parte esencial de su legado, una suerte de bitácora ética para los que vienen detrás.
A ciento dos años de su nacimiento, su memoria vive en escuelas, hospitales, universidades que llevan su nombre. Pero, sobre todo, su verdadera huella está en la conciencia de quienes aún creen que la salud no puede ser un privilegio. Cada año, miles de estudiantes leen sus cartas, sus discursos, sus libros. La Fundación que lleva su nombre sigue vigente, aunque cargue sobre sus hombros la herida de una ausencia. “Sin compromiso social, mejor no vivir”, dijo en 1999, meses antes de morir. Favaloro fue espejo y conciencia en un país donde su ética todavía es cuestionada.