La idea de traición, un concepto clave de los años 70, resquebraja los flecos del vínculo entre una hija y su padre.

Escribió durante años en puntas de pie, hasta que uno de sus pies se quebró. O no: escribió rasguñando las palabras para que la historia personal se ordenara en su cabeza. Tampoco: Josefina Licitra (La Plata, 1975) escribió esta historia, su historia, porque ya no podía no escribirla.

Josefina es periodista, guionista y escritora. Tenía menos de 30 años cuando ganó el premio a mejor texto de la Fundación para un Nuevo Periodismo, que entonces presidía Gabriel García Márquez. Es para muchos una de las grandes cronistas en lengua española y algunos de sus trabajos integran muy buenas antologías. Es autora de los libros Los imprudentes. Historia de la adolescencia gay lésbica en la Argentina, Los otros. Una historia del Conurbano bonaerense, Vámonos. La maravillosa vida breve de Marcos Abraham y 38 estrellas. La mayor fuga de una cárcel de mujeres de la historia. Durante muchos años fue editora de la revista Orsai.

Su nuevo libro se llama Crac, fue publicado por Seix Barral, y es un texto autobiográfico en el que Josefina narra el permanente desencuentro con su padre, quien en 1978 dejó la Argentina como exiliado político, cuando ella tenía tres años. Tanto él como su madre habían sido militantes políticos. A partir de un texto sobre este tema que Licitra publicó primero en portugués y luego en español, su padre dejó de hablarle. La idea de traición, un concepto clave de los años 70, resquebraja los flecos del vínculo. ¿Tenemos que pedir permiso a los otros protagonistas para contar nuestra versión de la historia familiar? ¿La historia familiar nos pertenece a todos o no es de nadie? ¿Escribir puede poner en riesgo el amor de los que amamos?

Amparada y asistida por citas de grandes autores y bibliografía sobre el tema, Licitra reconstruye los vaivenes de la relación entre padre e hija o mejor, entre hija y padre. Una de las frases que cita es: “Cuando en el seno de una familia nace un escritor, la familia termina”, del nobel polaco Czeslaw Milosz. Mientras se lee como una memoria familiar, Crac es también un libro que narra la trastienda de la escritura, la necesidad de pasar la biografía por la letra y las dificultades que convierten esa pulsión vital en un abismo.

Lo que sigue es la transcripción de una charla que mantuvimos cuando grabamos un episodio del podcast Vidas Prestadas.

— Por lo que contás en tu libro, fue realmente una conmoción lo que ocurrió a partir de aquel texto en el que escribiste sobre la relación con tu papá.

— Sí. De todas maneras, siento que hay algo de caída en cámara lenta. No es como lo que sucede como una tragedia, que uno tiene que reaccionar de manera inmediata. Siento que la reacción fue, eso, lenta, que tuvo muchos pasos. Escribo yn texto que se publica en un medio en Brasil. A partir de ese texto soy sancionada y cancelada familiarmente y mi manera de salir de esa cancelación es escribiendo. Y todos esos pasos que uno cuenta como con cierta velocidad, la verdad es que me tomaron años y están muy ligados también a procesos vitales. Eran tomas de decisión narrativas o literarias pero a la vez vinculadas a cómo yo quería que continuara mi vida familiar. O sea, escribir no está desligado de buscar cómo volver a relacionarme con mi padre, aunque sea a través de un libro.

— Pero todo esto en un punto te corrió de la escritura, al menos tal como la entendías. Quiero decir, aparecieron otras formas de la escritura como los guiones, pero te corriste del camino que venías desde bien chica.

— Sí. A ver, todos los libros siempre tratan de más de una cosa y me parece que este libro cuenta la relación que fui construyendo y que se fue malogrando con mi padre pero también cuenta — y a mí me resultaba como mucho más misterioso, más interesante—, cómo se construye y se destruye un escritor, de alguna manera.

— Claro.

— Porque lo que fui viendo es que la relación con mi padre, que fue principalmente epistolar durante muchos años, él viviendo en España y yo en Argentina, hizo que al escribir yo me sintiera, no voy a decir que confortable, pero sí afín a un mandato familiar. Es que yo tenía que escribirle a mi padre y contarle cómo estaba en Buenos Aires, cómo era mi vida, qué hacía con mis amigas, cómo me iba en la escuela, cómo me iba con mi mamá, con mis abuelos, qué comía, qué películas me gustaba ver, si había leído algún libro, qué tenía para decir de los libros que me mandaba mi padre por correo. Yo me manejaba escribiendo con mucha fluidez desde muy chica.

— Aprendiste a narrar.

— Sí, me di cuenta ahora con el libro, que lo que yo escribía eran crónicas del cotidiano. Además, había un mandato muy fuerte que igual tomé con mucho placer que era: Escribile a tu papá. Escribile. Contale cómo te va. De esta manera, cuando décadas después mi padre, disgustado por algo que escribo sobre él, por escribir sobre nuestro vínculo, me dice: “No podés escribir sobre mí nunca más, ni acá ni en la China”, hubo algo — los procesos inconscientes son una maravilla—, hubo algo que me funcionó como veda y no pude volver a escribir.

— Ni sobre él ni sobre nada.

— Ni sobre nada. Y es ahí cuando me volqué más a escribir guiones, que es algo que me gusta mucho. Escribir es mi oficio, lo manejo bien. Descubrí como un segundo oficio, pero lo cierto es que llegué a eso porque no podía escribir lo que solía escribir. Así que el libro tiene algo también de quiebre de maleficio y de tratar de recuperar lo que siento, lo que soy y me pertenece, como todos los que escribimos, que es la escritura.

Durante muchos años la distancia y la pelea con su padre tuvo como efecto que Licitra no podía escribir como antes. Su trabajo como guionista nació en ese momento. El nuevo libro funciona de alguna manera como quiebre del maleficio. (Foto: Alejandro Guyot)

— Ahora, a partir de tus libros también es posible ver cómo ibas buscando modos de entender tu historia, pienso en tu libro sobre los tupamaros, en donde hablaste con mujeres que eran madres y conseguías entender lo que fue la lucha armada en Uruguay pero también, de algún modo, funcionaba como espejo de lo que había sucedido acá. Y pensaba recién en Cromañón (la serie) y las figuras de los padres que pierden a los hijos. Hay mucho sobre la idea de los vínculos que estuviste trabajando.

— Sí, totalmente. A ver, Cromañón no fue una historia que yo propusiera, me la propusieron, pero uno siempre después termina viendo las cosas a través de los lentes que uno tiene y, por supuesto, ver a padres, a madres, pero justo en el caso de Cromañón, y además en la vida real sucedió así, la querella de todas esas familias las asumió un padre, un varón, y cada vez que veo a un padre que quiere y se acerca y se ocupa de su hijo es como una foto en negativo de mi historia. Abro un paréntesis, o no, me abro por este lado. Voy viendo, a partir de devoluciones muy preliminares de Crac pero también de las crónicas que había publicado sobre mi padre antes, que son muchos los hijos y las hijas que son abandonados por sus padres varones. Esto es muy simplificador, por supuesto, pero no deja de llamarme la atención.

— Igual, todos encontramos cosas que de algún modo interpelan. Yo no fui abandonada por mi padre pero me peleé muchísimo con él, sobre todo teníamos peleas políticas fenomenales al punto de llegar a sentir que mi padre quería más a Cristina Kirchner que a mí, por ejemplo.

— Ay, yo también.

(Risas). Puede parecer una pavada, ¿no? Pero en definitiva hay algo que se altera.

— Sí, sí, sí.

— Pero lo que me pasa con la figura de tu padre en Crac es que siento que necesita que alguien lo sacuda para entender lo que le pasa a su hija. Hay un punto en donde no puede terminar de salir del muchacho que se metió en la política hasta la cabeza, que tuvo que irse, que no consiguió tan fácilmente hacer de España su tierra propia. Y pienso: bueno, pero ese hombre se fue muy joven. No logró criar a una hija, no sabe lo que es criar a esa hija. Hay algo que se perdió y que es muy fuerte. ¿No se da cuenta de eso?

— La verdad es que no tengo idea. Evidentemente, no. Creo que, igual, hay como una categoría de persona… Recién, cuando decías lo de tu papá y Cristina: yo no lo metí en el libro porque me parecía tan coyuntural que dije “lo voy a dejar a un lado”. Pero, por supuesto, mi padre es cristinista y tiene igual un apego, que creo que es eso, casi diría, coyuntural. Es el nombre que uno le puede poner a la historia en este momento, ¿no?

— Exacto. Sí, comprendo lo que decís.

— Pero es esa categoría de persona que capaz de ponerle mucha más energía a un ideal que a algo concreto.

— La pasión ahí.

— Sí. El ideal que es, bueno, luchar por un mundo sin excluidos.

— Un mundo más justo.

— Más justo. Y son capaces de sacrificar cosas muy concretas como el mundo familiar en pos de ese ideal. Lo que no quita, y eso en el libro está, que mi padre no haya penado muy profundamente mi ausencia.

— Es que no hay nada en tu libro que uno lea y diga: qué mala persona que es este señor. Para nada.

— Parte de la reconstrucción de nuestra historia tuvo que ver con leer cartas que nos mandábamos, que él me mandaba. Había muchas, muchas cartas y yo a veces las tomaba por períodos y las reunía en un mismo cuerpo de texto. Lo que sí veo es que es alguien que sufrió y a quien yo puedo entender y a quien quisiera abrazar. Si hubiera una forma de abrazar a ese padre que fue a sus veintipico de años, tratando de construir un vínculo con su hija de una manera como todo militante totalmente responsable, ¿no? Él se formaba para ser padre. Iba a ver obras de teatro en España para ver cómo se les hablaba a los chicos. Y me escribía con esos saberes que él tomaba de ir a ver teatro, de comprar libros, de leer literatura infantil. Mi padre no es un improvisado en nada, tampoco en eso. Él se tomó con mucha responsabilidad el amor hacia mí. Pero la distancia… Creo que hay algo que es muy tremendo y es que siempre la narrativa de los 70 se centra, porque también tiene mucha lógica, en los muertos, en el tendal de muertos que dejó, pero hay un montón de familias muy corrompidas por esa etapa y uno no sabe bien dónde ubicarlas. Porque yo tengo la suerte de que mis padres están vivos, pero mi familia se arruinó igual.

— Tu madre no solo vive sino que se quedó, eligió quedarse con vos en la Argentina. Y tuvo una vida sacrificadísima pero es como que si en eso no hubiera nada de heroico, ¿no?

— Sí. La historia de los que se quedan es la historia no tan contada porque a su vez es difícil. No tiene giros en la trama, no tiene épica. Quedarse no tiene épica. Irse tiene épica. Morir, ni hablemos. No lo estoy minimizando ni banalizando pero si uno lo mira desde un punto de vista de cómo se construye un relato, esa épica es mucho más fuerte que la de una persona que se queda y trata de seguir adelante con su vida, muerta de miedo. Hasta 1985, mi mamá entraba a la casa y miraba a los costados antes de entrar. Yo me acuerdo de eso, yo iba a 5º grado, era la democracia. Esa gente que al principio buscaba trabajos y tenía que agarrar trabajos basura, como fue el caso de mi mamá, una mujer que se estaba formando. Tenía que buscar trabajos donde no le pidieran la cédula porque la cédula estaba expedida por la Policía y ella no podía ir a la Policía a sacar su cédula porque corría riesgo por haber militado durante algunos años. Y esa vida como haciendo slalom entre problemas que supuso, además, como ir zigzagueando en el medio de una planicie donde no hay como sube y bajas, donde no hay momentos de ¡casi la agarran! o ¡casi la matan!

— Ella también era muy joven y con una nena chiquita.

— Yo creo que el libro tiene un revés, sobre todo en un capítulo, que es la historia de mi mamá porque es una mujer sola con una hija, queriendo terminar su carrera de Psicología, siendo jefa de familia como fue en mi casa, y tratando de tener una vida, no solamente ser madre y trabajadora. Tratando de reconstruirse también amorosamente.

— Habiendo tomado además una decisión de origen que es: “Yo no lo sigo. Me quedo acá con la nena”

— Sí, exacto. Insisto: creo que son como decisiones muy chiquitas, muy mínimas, desde el punto de vista de cómo se construyen las grandes historias de un país, pero había también todo un universo de militantes que estaban casi casados con la orga, que era un poco el texto que circulaba en mi hogar, ¿no?

— Sí, claro.

— Y cuando tenés a tu pareja como casado con la orga, que es algo que tiene sus razones, no lo estoy moralizando, pero es muy difícil construir una pareja así. Entonces también la reacción es a eso, a alguien que se va a España porque la orga te manda a España. Y también cuesta vivir siguiendo los designios de una organización.

— En Crac aparecen personajes a quienes vos consultás porque estás queriendo saber quién fue tu papá, no solo quién es hoy. Decías antes que te gustaría abrazar a ese papá joven. Hay un abrazo con tu papá en Crac, cuando muere tu nonno.

— Sí, exacto. Es que la historia con mi padre es una historia de encuentros y desencuentros. No es la primera vez que me dejó de hablar, aunque ésta es mucho más larga. Ya hubo otro momento, lo cuento en el libro. A veces también era como un límite muy poroso el de volcarme al chiquitaje y a la cosa medio pornográfica del relato familiar de contar y demás, pero sentía que era lo que tenía que hacer para que se entendiera algo. Tuve una distancia con mi padre antes y esa distancia se saldó, lo que yo siento es que se tiró ahí la bala de plata. Tenés un solo tiro para hacer y podés darle en el blanco o no y mi abuelo, cuando murió, nos unió como en la típica escena en el lecho de muerte: ahí estábamos mi padre y yo. Mi padre vino de España para despedirse de su padre. Y lo que uno ve ahí, cuando nos juntamos, es cómo los malentendidos y el enojo tienen como aliado fundamental a la distancia porque no hay distancia cuando estás cuerpo a cuerpo. Todo eso empieza a tener un peso pluma, es bastante fácil de salvar. Así que yo creo que si tuviera que responsabilizar a alguna entidad o a algún dispositivo de buena parte del problema es que estemos tan lejos. Por supuesto, no es algo que viene dado, uno elige quedarse. La dictadura terminó en 1983, ya teníamos a Alfonsín con nosotros, estaba la posibilidad de volver. Pero los exiliados no son como robots que se desloguean o aprietan un botón y ya pueden volver a la Argentina. Armaron un mundo en los países a los que se fueron.

— Por supuesto.

— Porque tenés que sobrevivir emocionalmente, no podés estar de prestado todo el tiempo. Y puedo entender que él no tuviera resto para volver a armar su vida en Buenos Aires, un país además condenado a la inestabilidad permanente. Yo no le reprocho eso. Pero qué pena porque la distancia colabora bastante con los malentendidos.

— ¿Le tenés bronca a la política?

— Ah…

— (Risas).

— Un poco. Un poco. Hay algo que se depositó un poco en la figura de mi abuelo, que fue como un socialdemócrata, siempre una persona muy abierta a la vida política pero, una vez que su hijo entró a militar, le tomó mucha bronca a la militancia y a la izquierda. Y yo no estoy tan pegada a eso pero tuve que hacer un ejercicio porque tiendo al enojo, sí. Tengo una mirada muy crítica con el progresismo. Con todo, digamos, pero del progresismo yo espero bastante más que de otras tendencias políticas o de otras miradas de la realidad. Y sí, yo creo que tengo que moderarme para no enojarme porque mi tendencia es al enojo, sí.

— A veces se habla de “novelas de autoficción”. También de “literatura del yo”. Vos sos una gran cronista y por momentos creo que tu libro es una crónica autobiográfica escrita con todas las herramientas posibles de la literatura, que, de algún modo, es lo que venís haciendo desde siempre. Tu libro se llama Crac, pero hay varios cracs, uno de ellos tiene que ver con un dolor físico concreto, un pie que se lastima, algo vinculado con el presente de la narración. Y hay un crac enorme en relación a la ruptura de la relación con tu padre. Cuando leía los nombres de tus libros me di cuenta de que todos tus libros anteriores tienen un juego, con un título corto y una suerte de bajada o explicación en el propio título. Y éste, en cambio, solo dice Crac. Ni siquiera una palabra en el sentido estricto, es más una onomatopeya ¿Cómo te decidiste?

— Lo hablé bastante con la editorial. Tuve dos editores, Rodolfo González Arzac y Ana Wajszczuk, y pensamos bastante si tenía que ir una bajada formalmente. Lo ideal es que haya una bajada, sobre todo cuando tenés un título tan críptico: Crac no se entiende bien de qué va. No se entiende nada de qué va. Pero no me resultaba fácil encontrar una bajada…

— Que no fuera “desencuentro de un padre con una hija”.

— Exactamente. Porque todo me resultaba una simplificación que yo no tenía resto para sostener después de salido el libro. “¿La historia de un padre que abandonó a una hija?” No voy a poner eso. La historia no me era tan fácil de resumir y fue apostar más a una sensación que a información. De hecho, la portada es una foto, pero intervenida Una foto con mi padre pero mi cara se ve de chica, de niña, la de mi padre no, entre otras cosas porque me mata. Entonces fue muy concreto.

— “No escribas sobre mí ni me muestres”.

— Sí, sí. Me parece igual que mostrarlo hubiera sido ya como un exceso de mi parte. Bastante que entiendo que juego al límite.

— Un atrevimiento, decís.

— Sí. En la introducción que hiciste del libro diste en el blanco en varias cuestiones como hasta dónde llega el derecho, el famoso “la libertad de uno termina donde empieza la del otro”. Bueno, yo sé que éste es un libro que juega al límite porque mi vida es mi vida, en este caso mi vida en relación a mi padre. Yo me siento totalmente autorizada y con necesidad y con derecho de contarla pero bueno, estoy contando la vida de mi padre y mi padre no tiene ganas de que yo cuente su vida.

— Sí, lo pensé mucho mientras lo leía porque es algo sobre lo que pienso por lo que escribo, que muchas veces también es escribir sobre los que me rodean. Yo creo que uno sobre todo tiene que respetar a los hijos. No sé si tiene que respetar tanto a los padres.

— Gracias, Hinde. Esto me lo voy a anotar (Risas).

— Porque uno como padre tiene que aceptar, aunque moleste, que te digan cómo fue el otro lado de la crianza. Con los hijos, en cambio, el cuidado es otro.

— Totalmente de acuerdo. De hecho, mi hijo nació y era chiquito en la época de Facebook, cuando uno escribía textos más largos en las redes sociales. Y cuando era chiquito, bueno, yo escribía cosas sobre mi hijo. Aguafuertes. Como muchos lo hacíamos, ¿no?

— Por supuesto, sí. No había conciencia, tampoco.

— Claro. Y después empezó a crecer y me di cuenta de que mucho no le gustaba que yo contara sus cosas. Me pareció totalmente legítimo y no se me ocurrió seguir escribiendo. Pero lo que decís está bien, uno no tiene por qué tener esos reparos. Además, yo sentí que era algo, no voy a decir de vida o muerte, no soy dramática, pero yo necesitaba mucho escribir este libro.

— Habías intentado por todos lados ponerlo en palabras, biografiar esto. Era necesario pasarlo por las palabras.

— Es que la palabra ordena. Para mí es un principio ordenador, bah, para mí, no me lo inventé yo, pero es un principio ordenador del mundo, del universo. Las cosas sin lenguaje son sensaciones que necesitás atravesar por un filtro inteligible. Y la palabra es eso. Y yo lo que tenía eran sensaciones de caos vinculadas a por qué mi papá no me quiere, básicamente. Qué hice, qué hizo, qué hice, qué hizo. O sea, no podía salir de ahí y tenía que bajar eso a palabras. Y por alguna razón, quizás, no sé, me analicé décadas, soy hija de una madre psicoanalista que cursó dos veces la carrera, así que está muy formada mi madre, y ya había hecho terapia pero yo necesitaba hacer otra cosa. Necesitaba escribirlo que quedara en un cuerpo. Algo tangible. Y bueno, acá lo tenemos.

— Era necesario que lo hicieras y, además, en un país como el nuestro, en donde hay tanta literatura de todos los géneros sobre los 70 y sobre las madres militantes, y los padres militantes. Y sobre el sacrificio de esos chicos. Muchos de ellos, orgullosísimos. Otros, no tanto. Otros, por ahí les da lo mismo, tuvieron a sus padres igual. O los perdieron y los consideran héroes. O sea, hay broncas, hay amores. Vos tenías tu propia historia para contar.

— Sí. Que, además, creo que es una historia como la de muchísimos, ¿no? Pero que no la puedo encuadrar. Vuelvo a la pregunta que me hiciste respecto de cómo me siento yo o si estoy desencantada o cuál es mi relación con la vida política. Y es una pregunta permanente que me hago. Yo no puedo no estar de acuerdo con principios de solidaridad y de igualdad social y de amor por el prójimo. O sea, me parece que nadie, es un poco una obviedad, cuánta gente no quiere eso. Pero, después, los mecanismos con los que se puede conquistar esa búsqueda ahí sí tengo reparos, dudas, reproches, y siento que estoy en un lugar en el que no termino de ver una posición heroica. Sí una posición dolorosa, triste y angustiante. Pero una posición heroica pura… O sea, no veo la pureza en esa construcción social que se fue armando. Creo que todos los militantes fueron, bueno, qué obviedad, ¿no?, uno dice: fueron personas. Pero entonces es hora de que empecemos a interpelarlos de otra manera. Porque si fueron personas hay que empezar a verlos como personas y se equivocaron en un montón de cosas.

— Sí, bueno, los que sobrevivieron y viven largas vidas tienen algunas cosas también para decir, seguramente.

— Bueno, ni hablar.

Josefina Licitra:

— Por eso. Qué habría pasado con muchos de los que murieron muy jóvenes si llegaban hasta hoy, no podemos saberlo tampoco. Es decir, qué hubiera pasado en términos de su relación con la política, porque uno ha visto cambios enormes en gente que también podía haber estado dando la vida en ese momento y,, sin embargo, cambiaron muchísimo. Algunos de ellos formaron y forman parte de gobiernos.

— Totalmente.

— Eso también cambia mucho. Otro tema: hablás de las cirugías que te hicieron en la cara cuando eras chica. A esa nena le faltaba su papá en esas circunstancias. Algo que aparece en Crac y es muy conmovedor es cuando recordás cómo empezaste a subir sola al colectivo, cuando te ibas sola a la escuela para que tu mamá no llegara tarde a su trabajo. Creo que te voy a volver a hacer doler con esto: ¿tu papá sabía todas esas cosas?

— Sospecho que sí. Explico: yo nací como con una malformación congénita, es algo de nacimiento, no es que me pasó algo después de haber nacido, algo que hizo que me tuvieran que hacer varias operaciones desde chica. Y algunas en la adolescencia. Operaciones bastante escabrosas en algunos casos. Y mi padre vino a algunas de esas operaciones. Por supuesto, no estaba al tanto de lo que era el folclore de mi vida de niña. A ver, al estar a cargo solo de mi madre — mi madre no contó con ayuda de mis abuelos, sí hubo en algunos casos puntuales pero en general estaba bastante sola—, entonces yo tenía que ayudarla y nos teníamos que arreglar solas en muchos aspectos. Por ejemplo, nos mudábamos a una casa que estaba lejos de mi escuela y mi mamá tenía que entrar a trabajar, no me podía llevar a la escuela porque si no llegaba tarde al trabajo, entonces, a los 6 años me dijo: mirá, o te cambio de escuela o aprendes a viajar sola en colectivo. Y yo dije: no, no. Yo tenía muchos amigos, me iba muy bien en la escuela, entonces le dije: bueno, viajo sola. Y sí, todavía la siento físicamente, recuerdo cómo me apretujaba mi mamá hacia adentro del colectivo al entrar el 106, cómo me metía a presión porque antes se viajaba bastante peor que ahora. Y sí, yo fui independiente desde muy chica.

— Y no querías que ella se sintiera mal, entonces le decías que te gustaba viajar así porque ibas calentita. Eso me resultó tremendamente conmovedor.

— Esto, la verdad, es un recuerdo que mi madre me ayudó a construir. Yo me acuerdo lo de “calentita” pero ella me dice: “es que una vez te empujé y me sentí tan culpable porque te ibas casi colgando del estribo”, porque antes se viajaba así, que me dijo perdón. Y ahí me dijo: entonces vos, después, para hacerme sentir mejor me dijiste lo de “quedate tranquila que yo igual viajo calentita”. Y yo me acordaba, sí, del estar calentita. Del mandato de mi mamá de: no aceptes caramelos de ningún extraño y una señora que viajaba todos los días apretada como yo, al lado mío, y un día me ofreció un caramelito y le dije: no, no puedo aceptar.

— La selección de recuerdos que uno hace es muy alucinante. Y escribir un libro como éste te habrá llevado a reflexionar mucho sobre eso. Por qué me acuerdo de esto y por qué no de esto otro.

— Eso es un misterio y la verdad es que no sé. Porque uno también necesita armar un relato de su propia vida. Ese relato es el resultado de una selección voluntaria o involuntaria, según el caso. Los recuerdos yo ni sé por qué aparecen. Aparecen y me ayudan como a ordenarme en función de cómo era mi vida de niña. Mi vida con mi madre. Las operaciones. El lugar de mi mamá al lado cuando yo me despertaba de las operaciones. Hay un recuerdo que tengo, pero además es un recuerdo táctil, de estirar la mano con los ojos cerrados y buscar la cabeza de mi mamá y, cuando tocaba, mi mamá en ese momento no se hacía brushing, tenía rulos, y recuerdo los rulos mojados. Porque iba corriendo, se bañaba y volvía de bañarse y esa sensación del pelo recién lavado de mi mamá la tengo todavía hoy. Y estamos hablando de algo que yo debo haber vivido a los 5 o 6 años. Por qué eso queda, no lo sé. Creo que el nivel de trauma es alto y sobrevive. Como que no pasa el tiempo para algunas cosas, ¿no?

— Bueno, esa cabeza, ese pelo, esos rulos, esa humedad, eran finalmente lo que te ataba a la vida, también.

— Sí. Sí. ¿Sabés lo que es para un niño despertarse de una operación?

— Por eso.

— El desconcierto. No sabés en qué planeta estás. Por qué te duelen algunas partes. Qué te hicieron. No es que te explican antes y, si me explicaron, no habré entendido mucho de “te vamos a hacer esto o lo otro”. Yo sentía que me habían dejado —me lo imaginaba así—, un estetoscopio gigante a la altura de la costilla, porque me habían sacado un cartílago, creo que me volaron tres costillas, la mala praxis en ese momento era bastante común. Y era una sensación, sí, como eso: tengo un estetoscopio y algo en la cabeza, sentía mucho peso en la cabeza y era un nivel de confusión total. Y volviendo a lo de mi padre, yo creo que alguna vez vino. Pero no lo culpo: para él debe haber sido terrible saber que a mí me estaban operando y él no estaba cerca. Son como distintas etapas de nuestra relación y él debe haber padecido muchísimo tenerme lejos.

— ¿Vos le dijiste claramente alguna vez: vos sufriste por no estar conmigo, pero yo sufrí mucho porque no estaba con vos?

— No, no hemos tenido charlas de ese tipo.

— Por ahí por eso tenías que escribir.

— Sí. ahora que me decís, creo que nunca tuvimos una charla diría casi adulta, ¿no? Creo que lo que nunca tuvimos es una charla adulta. Me parece también que debe ser muy raro para un padre que no creció, que no tiene la ligazón del cuerpo, de haber como engendrado, que a su vez tampoco tiene la cercanía de vivir cerca. ¿Cómo sostenés el amor por una hija dentro de los carriles convencionales cuando estás a 15.000 kilómetros de distancia? Quizás, digo, esto de no tuvimos una charla adulta quizás es que no tenemos ni la confianza, éramos un poco dos extraños ¿no?

— Ahora, vos estuviste en España con él, te quedabas un tiempo. Contás algo muy interesante que es que adoptabas los modismos españoles en tu forma de hablar. Así como, de pronto, una hija adopta el equipo de fútbol del padre y es un modo de acercarse. ¿Pensás que hablar así, como hablaban en el lugar donde él vivía, también era una forma de acercarte?

— Eso lo empecé a intuir escribiendo el libro porque antes no entendía por qué pasaba. Pero yo de chiquita sí, iba y a los pocos días estaba hablando como una niña española. Que mi papá, de hecho, me cargaba. Él, no sé al día de hoy, nunca habló como un español. Su glosario sí es 100% español pero su forma de hablar, de pronunciar, no.

— Es una cierta forma de resistencia, ¿no?

— Evidentemente, sí. Es su terquedad y su seguir estando acá porque después, lógicamente, pasó mucha más parte de su vida allá que acá.

— Claro, claro.

— Pero se ve que yo me adaptaba mucho. Y algo de eso me quedó porque de hecho me quedó, eso lo pongo en el libro. Yo, a donde sea que viaje, aunque sea por dos días, yo me instalo.

— Sí, sí, también ahí me identifico: yo necesito sentirme en casa.

— Sí. Por eso, yo cuelgo todo. Lo poco que tenga, lo cuelgo. El baño lo lleno con todas mis porquerías. Los libros en la mesita de luz. Y el idioma lo adopto bastante rápido. Calcé lo más rápido que pude en el mundo que había armado mi padre allá. Me parece que eso también se veía en mi manera de hablar.

— Hay muchas citas, hay muchas lecturas. Aparece mucho de todo eso como si hubieras necesitado tener una especie de biblioteca que te sostuviera. Una biblioteca de palabras de otros que te sostuvieran y te ayudaran a buscar las propias. ¿Es así?

— Nunca pensé que la literatura podía ser tan útil. Uno piensa en la literatura en otros sentidos, no utilitarios. Yo de alguna manera tomaba coraje para sentarme a escribir leyendo antes un rato. Tan simple como eso. No sé ni por qué, no le di mucha vuelta al asunto. Pero es dierente de todos los otros libros, que son libros que no tienen muchas citas, en la escritura no se me da por estar siempre citando a otros autores. Creo que puede ser anti climático, no sé, tengo más de una razón literaria para no hacerlo.

— Por la tensión narrativa seguramente, ¿no?

— Exacto. Pero en este caso necesitaba de verdad no sentirme sola. En un punto empecé a tirar citas y como con Los increíbles, como si fuera un dibujo animado, fue: no estoy sola. Los que cito son libros en los que se desgrana el oficio de escribir. Por qué uno escribe. Cómo se escribe. Si está bien escribir con la frente en alto. Si uno escribe con vergüenza. Con miedo. Desde qué lugar escriben algunos autores. Me sentí muy acompañada y muy necesitada de esas lecturas. Así que ellos fueron como mis guardaespaldas.

En

— Cuando pensaste que querías ser mamá y habías tenido una infancia con muchas cosas que fueron traumáticas. ¿Era algo que te preocupaba? ¿Te generaba angustia pensar cómo ibas a ser vos como madre?

— No en la previa. Decidí ser madre cerca de los 30 años, no es que tuve como un deseo de maternidad toda la vida, para nada. Sí me puse en pareja con quien sería el padre de mi hijo, que tenía tres hijos de un matrimonio anterior, y yo empecé a tener relación con niños y dije: “ah, es lindo también estar con chicos”. Y ahí un poco se despertó. Pero sí, y lo tengo totalmente registrado. Como madre tengo una debilidad, ninguna madre quiere que su hijo sufra, partamos de eso. Pero esta política de “dejá que se curta un poco”, o “que se arregle solo, que también crecer es eso”. Bueno, yo estoy totalmente impedida. Tengo que frenarme… Mirá, tengo una imagen que también es en un colectivo. Una vez fui a buscar a mi hijo al jardín o a algún lado, y lo subí al colectivo. Era un colectivo que estaba muy lleno y, a ver cómo lo puedo traducir en palabras, pero yo estaba armando como una especie de cápsula, de espacio en torno a mi hijo, yo lo envolvía como con mi cuerpo (N. de la R.: Josefina eleva los brazos y los acomoda en el aire como si abrazara a su hijo). Le dejaba aire para que él se pudiera mover con normalidad en el colectivo. Y yo sentía el peso de toda la gente que me aplastaba y trataba de sostener el espacio para mi hijo, para que él sintiera que viajar en colectivo no era tan incómodo. Todo mientras yo le hablaba de “cómo te fue en el jardín. Y qué te dijo la maestra”. A mí me estaban empujando. Si no me estaban metiendo una mano en el traste, era un milagro. O sea, era un desastre todo, pero yo le sostenía como la normalidad, el confort. Bueno, esa escena esa soy yo con mi hijo, que va a cumplir 20 años.

— Fuiste y sos para él la normalidad y el confort: justo lo que no tuviste.

— Me cuesta mucho salirme de eso y que la vida se le venga encima, a todo motor.