Javier Sierra junto a su nuevo libro

El autor español Javier Sierra recuerda que su primera visita a la Argentina fue en el ‘99, cuando aún no “viajaba por el mundo” buscando historias. Llegó para conocer qué había detrás del “fenómeno mediático” de la ciudad cordobesa de Capilla del Monte, donde en la década anterior se habían reportado, con una gran cobertura mediática, varios casos de avistamientos de OVNIs y deseaba observar in situ el “fenómeno sociológico”.

“Estaba interesado en conocer la zona del Uritorco y toda aquella mitología que se estaba generando desde hace ahora casi 40 años, desde el ‘86. Tuve ocasión de ir a unas conferencias internacionales. Me gustó verlo porque vi que era una mitología en marcha, estaba floreciendo, en construcción, y a mí como fenómeno sociológico me interesaba”, dijo.

Y agregó: “Me resultó muy interesante el fenómeno mediático de cómo el pueblo se volcó en esta historia, cómo lo convirtieron en una promoción turística, en un sitio donde no había nada. Entonces, sobre lo fantástico, construyeron su identidad. Aunque no vi nada demasiado sólido. Eso es muy interesante, pero no era un caso pionero tampoco. Es decir, esto lo habíamos visto en Estados Unidos, por ejemplo”, dijo en un encuentro con Infobae Cultura en un hotel porteño, en el que fue el inicio por una gira que también incluyó a Colombia y México para presentar su nueva novela El plan maestro (Planeta).

En aquellos años, Sierra estaba lejos aún de ser un bestseller, de haber vendido más de 7 millones de ejemplares en 44 países, aunque ya había debutado en las librerias, no paradójicamente con un caso similar al de Córdoba, con el libro de ensayos Roswell. Secreto de Estado (Planeta, 1995).

Y es que desde sus inicios, sea en ensayo o lo largo de toda su literatura, el autor español, que se considera “un prestidigitador que de repente hace que aparezcan mundos”, ha construido una mitología propia a partir de la observación y su capacidad de inventiva para unir puntos que, sin su intervención, no tendrían asociación alguna.

En el caso de El plan maestro, Sierra plantea una suerte de continuación de El maestro del Prado (Planeta, 2013), en la que un personaje misterioso, a quien conoció en la vida real mientras recorría el Museo del Prado, sirve como nexo para generar un recorrido por una Historia del arte oculta, que va desde las pinturas en distintas cuevas de la prehistoria hasta pinturas casi desconocidas de Goya a grandes obras de El Bosco, Velázquez, Frida Kahlo y Rafael, entre otros.

En su método, Sierra, ganador del Premio Planeta por El fuego invisible (2017), coloca la lupa sobre detalles o retoma historias desconocidas de obras y artistas, para generar una red que comienza a unirse, tal como ya lo había hecho el suizo Erik von Däniken, que a partir de la publicación de Recuerdos del futuro (1968) creó una propia mitología que, créase o no, tuvo (y tiene) tal impacto que permanece viva en un exitoso show televisivo. Y por allí, comienza este diálogo:

Hay mucho de la teoría de von Däniken en la novela, a partir de la manera en que se construye una historia alternativa a partir de una recolección de detalles, de historias, ¿cuál fue la influencia de este autor?

— De adolescente fui un gran lector de von Däniken, como tantísima gente. Y es verdad que ahí es donde yo tropiezo por primera vez con ese concepto antropológico de los maestros o los dioses instructores, con ese bagaje cultural que crea. Es de esas lecturas que me doy cuenta que lo que yo estoy escribiendo a partir de El Maestro del Prado, el libro anterior a este, es casi como una extensión de ese mito.

Ahora, en perspectiva, se entiende muy bien. von Däniken publica su primer libro Recuerdos del futuro, cuando estamos a punto de llegar a la Luna. Está toda la carrera espacial en su momento álgido. Es la gran competición entre Estados Unidos y la Unión Soviética. Todo el mundo habla de eso. Todos son astronautas en la prensa. Entonces lo que hace es ponerse las gafas del señor de la época y fijarse en cosas del pasado, donde ve astronautas desde un punto de vista teórico. Pensar que van a venir unos extraterrestres, sabe Dios desde qué punto de la galaxia con trajes de la NASA, es ridículo. Pero en esa época encaja. Cuando yo empiezo a tener uso de razón y a leer, bon Däniken ya tiene millones de libros vendidos y es un fenómeno mundial. Pero permite que un chico de nueve o diez años que lee tome contacto con fuentes que de otra manera hubiera tardado décadas en conocer: los Vedas indios, el Mahabharata, el Ramayana, los textos mitológicos centroeuropeos, todo eso. Eso no hubiera entrado en mí, en mi universo, si no hubiera sido por esas lecturas. Claro, y evidentemente me influye. Yo conozco la mitología de los Dogón que aparecen en el libro gracias a Däniken. Luego yo ya iré a Malí, conoceré a los Dogón y me iré a al Museo del Hombre de París a ver las notas de Marcel Griaule y todos los primeros antropólogos que estudiaron el tema. Sí. Pero si no lo hubiera leído en Däniken, con la fascinación de Däniken, no hubiera llegado.

El autor suizo Erich Von Däniken

¿Cuál es tu motivación interior para buscar y crear estas historias?

La energía que busco cuando escribo es la del asombro, es decir, de proponerte una serie de elementos y que de repente te des cuenta de que esos elementos que nunca hubieras relacionado se pueden conectar y provocan esa visión. No es fácil construir una novela así porque requiere mucha investigación y mucha conexión, pero funciona. Yo busco primero asombrarme yo y luego a los lectores.

La obra tiene un enorme trabajo investigativo detrás a partir del cual articulas la ficción, ¿cómo es ese trabajo?

— Bueno, yo he tenido la suerte de poder dedicar una parte de mi vida ya pasada al periodismo, de cuando era mucho de viajes y de reportajes in situ antes de la invención de internet. Entonces, recorrí toda Europa, por supuesto, y parte de América buscando este tipo de historias. Y todo eso fue generando muchas notas en cuadernos que yo nunca tiraba. Guardo todos mis cuadernos de campo desde hace mucho tiempo y ya los fui especializando: empecé a abrir cuadernos solo para arte y solo para el arte que a mí me resultaba llamativo. En un principio, como lector de von Däniken, lo que me interesaban eran los cuadros en los que aparecían platillos volantes. Hay un montón. De hecho, en la novela yo cito uno de pasada, que es en el Palazzo Vecchio de Florencia. Hay un cuadro que se llama La Madonna de San Giovanno. Es una madona con un niño, San Juan y un Jesús en el regazo. Y al fondo hay un paisaje y en encima del paisaje hay una mancha que salen unos rayos de ella y un tipo en la montaña con la visera poniéndose la mano así, mirando a aquella cosa. Pues ese cuadro no tiene explicación. Es un misterio. No sabemos lo que quiso representar el artista.

Bueno, pues yo fui haciendo una colección de todas estas obras de arte y a partir de ahí ya fui saltando a otros aspectos del arte más profundos y más sensatos. Pero el origen de mi interés por esta cultura es el asombro. Y yo no tengo ningún prurito, ningún problema en reconocerlo. Es decir, es un asombro infantil. O sea, para un niño de repente asomarse a una tabla del Renacimiento y descubrir que hay un OVNI. Que eso no te lo han explicado en el colegio, te da unas endorfinas maravillosas porque dices “oye, hay un universo ahí que no me explican”, ¿no? Y eso es lo que a mí me empujó siempre. Y de alguna forma ese espíritu de descubrimiento, de asombro, de ir a ver la trastienda de las cosas, es lo que termina reflejándose en clave de literatura al final. ¿En la literatura cabe todo, no? Pero, fíjate, mi reflexión es que la literatura en origen se inventa para resolver preguntas que no tienen respuesta.

De eso también tiene mucho las artes plásticas. En ese sentido, escribís: “El arte había interrumpido para hacernos pensar sobre esta pregunta que nadie sabía responder”.

— También, sí. El arte y la literatura al final se parecen mucho en muchas cosas. La primera novela de la historia es La epopeya de Gilgamesh, que trata de resolver la pregunta de por qué nos tenemos que morir y se inventan la historia de un rey que se va al Edén de los dioses a preguntarles dónde está la planta que les da la vida eterna. Bueno, se han inventado algo para dar una respuesta irracional a una pregunta racional. Eso está la esencia de la literatura y creo que del arte también. Es decir, el arte no nace con un propósito estético, ni siquiera histórico para contar una historia, no nace como un PowerPoint, para que nos entendamos. El arte nace con un propósito mágico. Los primeros pintores, hace 70.000 años palpaban la pared y donde veían un bulto pensaban que era la panza de un bisonte. La coloreaban y la mostraban al resto de la tribu, pero no porque les viniera bien en su economía de pintura, que hubiera un bulto ahí que encajara con un bisonte, sino porque en su visión animista de la naturaleza creían que al otro lado de la pared había un bisonte. Eso es fantástico. El arte nace para marcar lo mágico y eso es lo que he querido recoger en la novela como línea base de la historia.

¿Qué es el arte en tu vida cotidiana? ¿cómo te relacionas con él? Más allá de estas cuestiones que me está marcando que hay como cierta obsesión a partir de unos intereses.

— Bueno, para mí el arte es mi ecosistema, o sea, yo convivo con él. De hecho, a la hora, de elegir mi casa en Madrid, lo hice en función de su cercanía al Museo del Prado. Es decir, voy al Museo del Prado todas las semanas, en algún momento. O sea que para mí el arte es como un ecosistema en el que deseo vivir. Es ese jardín en el que quieres estar instalado. ¿Por qué? Porque el arte que interpreta la realidad me enriquece en capacidad de interpretación. Veo a través de los ojos de Miguel Ángel o de los ojos de El Bosco, o de Goya. Veo cosas que si tuviera que verlas por mí mismo se me escaparían. Entonces enriquece mi visión.

Es un poco la anécdota que viene del libro anterior, que es el corazón de los dos libros, y que recreás a través del personaje de Fogel, eso de mirar a través de los ojos de la obra de Rafael.

— Eso es lo que pasa, ese personaje existió de verdad. Yo parto también de eso. Es una manera de trabajar. O sea, no hago realismo mágico, pero en algún momento tiene ese punto de coger partes de la realidad y verlas con una óptica distinta. Cambiar las dioptrías con las que enfocas la realidad. Y eso es lo que me pasó con este asunto. Yo tuve ese encuentro realmente con un señor que un día me enseñó a leer un cuadro del Renacimiento. Pero luego lo convierto en un personaje mágico que a su vez lo termino conectando en este siguiente paso con esos dioses instructores como si fuera él parte de una cadena de transmisión.

Y lo conectas también con la literatura, digamos, porque aparecen libros de J.J Benítez, Mujica Laínez o Mark Twain a los que unís a tu historia casi como una “lectura complementaria”.

— Sí. Al final es verdad que mi lector termina desarrollando una, permíteme la expresión que igual no es muy correcta, pero una especie de paranoia positiva. Es decir, de repente se da cuenta de que hay muchas cosas a su alrededor que encajan entre sí, pero que antes no las habían encajado y encajan a través de esta creencia, de estos maestros instructores.

El maestro de paranoicos positivos.

— Sí, sí. Bueno, también esto está en el arte. Cuando Dalí hablaba del método paranoico crítico, donde él también alteraba su visión hasta el límite para crear su visión surrealista de la pintura. Pero, ¿qué es la realidad sino una paranoia aceptada por todos? O sea, podíamos haber aceptado otro tipo de realidad donde los dragones existieran.

Volviendo a tu relación con el arte, ¿crees que tiene alguna función en la sociedad?

El arte es provocación y desde mi punto de vista, lo mejor que puede provocar el arte es una buena historia. Es decir, un cuadro colgado en una pared no es nada. O sea, son unas manchas de color que engañan a tu percepción visual pensando que hay una perspectiva, que hay un personaje, pero en el fondo son manchas puestas ahí, sobre un lienzo o una tabla. No son más que manchas, no es una realidad. Tu ojo cree que hay una realidad y tu cerebro construye, si es creativo, una historia que explica esa realidad. Luego, si conseguimos que el arte provoque la historia, ha conseguido su máxima función. Yo creo que por ahí va la respuesta.

Sobre las imágenes, en un momento del libro ingresás en un tema muy actual: la sobreexposición a la que estamos expuestos y como eso ha empobrecido un poco esa capacidad de lo sublime que puede tener el arte.

— Sí, sí. Para que el arte funcione de verdad le tienes que conceder tiempo para que te metas en esa representación, en ese cuadro, en esa intención. Y a partir de ahí surge la comunión de la que saldrá una conclusión trascendente respecto al arte. El arte no es más que estética y la estética es muy efímera. Es lo que estamos haciendo ahora con los scroll en Instagram o en TikTok, o pasamos imágenes, imágenes, algunas bellísimas, maravillosas. Pero no le dedicas más allá de 15 segundos en un museo. Hoy en un museo contemporáneo un visitante normal no dedica más de un minuto y medio o dos minutos a cada cuadro. Eso no es consumir arte. El arte no te deja nada. Hay que enseñar a los visitantes que en realidad no están ante cuadros, sino que están ante libros. O sea, cada cuadro es una historia y si tú le dedicas el tiempo, te contará la historia. Si no le dedicas el tiempo, te quedarás en la portada y la portada la olvidarás al día siguiente. Mi libro tiene ese punto provocativo. De hacer ver a la gente que no están sabiendo contemplar el arte. Lo ven, pero no lo entienden.

¿Creés que eso no tiene que ver también con una cierta educación de cómo nos relacionamos con el arte?

— Claro. Y no solamente con una cierta educación, tiene que ver con la falta de educadores. Es decir que cuando nosotros vamos a un museo confiamos toda la información que vamos a recibir a la cartela que está puesta al lado de la obra de arte. Pero esas cartelas están diseñadas desde la museografía, solo para informarte de los qués de esa obra de arte. O sea, te dice quién lo hizo, cuándo lo hizo, en qué tendencia está, en qué materiales se ha construido. Pero no te explica nada de los porqués. Y donde están las historias es en los porqués. Si no hay un por qué, no tienes nada claro.

¿Pero educar los modos de ver, citando a John Berger, tiene que ser una función exclusiva del museo?

— No, tienes que llegar al museo con esa pregunta dentro. Eso es evidente. Pero también conviene que repasemos cosas como que el arte que vemos hoy en los museos está desnaturalizado. Es un arte que ha sido arrancado del lugar para el que fue concebido. No hablo de los museos contemporáneos. La gente ya pinta para estar en un museo. Pero el arte hasta el siglo XIX no se hacía para estar en un museo. O sea, cumplía una función en el rellano de una escalera, en el altar de una iglesia, en la sala de trofeos de un palacio. Lo preservas para futuras generaciones, pero le has quitado todo el contexto que le daba al relato, que le daba sentido. Entonces, claro, eso la gente no lo piensa habitualmente, pero estamos viendo objetos fuera de lugar.

Como que de alguna manera estas grandes obras han perdido el sentido.

— Totalmente. Entonces una novela puede hacerles recuperar eso. Porque de repente les pones en ese contexto, si es una buena novela o es una novela amena donde conectas con las emociones del lector, entonces le estás dando ya una herramienta a ese lector que no va a olvidar nunca. No es un libro de arte, no es un tratado teórico. Es una cosa en la que le ha tocado el corazón de una u otra manera y que va a llevar a una comprensión distinta del arte más plena.

También es una función de la literatura poder generar una cierta plenitud a partir de pequeñas situaciones, a veces historias muy mínimas.

Una novela es un enorme truco de magia. O sea, un escritor es un prestidigitador que de repente hace que aparezca mundos, surjan o se desvanezcan personajes a su voluntad y creen una imagen que es la que el autor quiere crear. En este caso, mi gran truco de magia es hacer que mis lectores de repente se sientan teletransportados al interior de una obra maestra de la pintura y que ésta tenga un sentido que jamás ha tenido antes para ellos, aunque la hayan visto mil veces en sus libros de texto. ¿Quién no ha visto Las Meninas en alguna ocasión o las ha estudiado? Pero de repente no te han explicado nunca que Las Meninas fueron un talismán gigante construido para que la reina Mariana de Austria, segunda esposa de Felipe IV, se quedara embarazada y diera a luz a un nuevo rey de la dinastía de los Austrias. ¿Eso no te lo han explicado? Si lo explicas y lo explicas bien, ya no vas a conectarte con Las Meninas de la misma manera apática que hasta ahora. Vas a ver que tenía una función y encima era una función secreta.

Claro, la mirada mucha veces se centra en las cuestiones técnicas de los artistas, muy siglo XXI.

— Pero hasta lo técnico en el arte muchas veces está impostado. El libro está dedicado al principio a varios nombres, uno de ellos es Matías Díaz Padrón, que fue conservador del Museo del Prado muchísimos años y era el mayor experto en Rubens de Europa. Yo hablé con él mucho. Dábamos grandes paseos por las salas y tal, y un día me contó: “Mira, ¿sabes cómo auténtico yo las pinturas de Rubens? Le dije, “supongo que analizando los elementos químicos, viendo con lupa la línea del trazado del pintor”. “No”, dice, “lo auténtico con el ojo”. Es decir, él, de manera instintiva, había incorporado toda la información de lo que era de verdad un Rubens. Y solo con mirarlo él sabía si era de verdad o no. Pero él no podía decir eso porque parece que era subjetivo y que no tenía ningún valor científico, y sin embargo era su principal herramienta. A mí eso me hizo darme cuenta de que todo en el arte es instinto. Hasta la autentificación de las obras de arte tienen que ver con el instinto del que lo contempla. Luego, está bien que tengamos mucha formación técnica, teórica, histórica. Hay que tenerla, obviamente. Pero al final lo que hace que viva el arte es el instinto, no es la razón.

Es un poco el instinto también lo que hace que una obra cautive a un público amplio. Porque hay obras que nos parecen geniales. ¿Por qué?

— Por qué de repente se ha convertido en un icono universal. Frida Kahlo, que está también en el libro, sale en la época de los grandes muralistas. Su marido era un muralista brutal y ella hace cuadros pequeñitos más bien feos, donde se retrata en actitudes como muy sufrientes. Y sin embargo, eso, que era como un exorcismo de su alma, donde volcaba sus frustraciones y sus problemas, se ha convertido en un icono. ¿Qué es lo que ha encontrado ahí el público? Pues es difícil de sintetizar, pero probablemente el público se ha reconocido en ese arte. Hay escenas que podríamos encontrar en una cueva prehistórica. Ese cuadro del venado herido, es chamánico; o sea, es un animal con cabeza de Frida, como los dioses egipcios que eran un humano con cabeza de animal. Es una cosa instintiva que conecta con el subconsciente de la gente. Bueno, ahí hay algo que es absolutamente misterioso, que no sabemos por qué nos funciona así.

Decías que el arte es “un ecosistema donde vivir”. En ese sentido, ¿sos coleccionista?

— No, no colecciono arte. Porque al arte hay que mantenerlo. No solamente hay que conseguirlo y de repente tenerlo en tu casa para verlo solo tú, sino que puede ser objeto de pillaje o de cualquier cosa. Prefiero el arte público al arte privado. Tengo reproducciones, obviamente. Tengo amigos que me han regalado arte contemporáneo. Creo que el arte debe estar al alcance del público.

Para cerrar, ¿tenés algún artista argentino favorito?

— Sí, mi artista argentino es, sin lugar a dudas, Xul Solar. Me gustaría escribir sobre él, en relación con otro personaje argentino que me fascina, que es Solari Parravicini, el profeta que profetizaba dibujando.

[Fotos: prensa Planeta]