El disco tiene dos obras cumbres,

“Esto que un amigo tituló Treinta minutos de vida empezará a rodar por los tocadiscos de esta ciudad o de cualquier lado. Y lo que pase con esta media hora de vida, es una historia que todavía no se ha empezado a escribir…”

Eso escribía Moris (alias de Mauricio Birabent) hace ya 55 años, en 1970, en en la contratapa de su disco debut (y en ese entonces “un disco” sólo podía ser un vinilo, falta aún para el cassette, ni hablar de los CDs). Un clásico inoxidable del rock nacional, como que entre sus surcos brotan más clásicos, empezando por “El Oso” y siguiendo con “De nada sirve”, por citar sólo dos de los temazos que se convertirían para siempre en carne de fogón.

Contexto: con las botas del Partido Militar pisando fuerte (chau Onganía, hola Levingston y Lanusse), esa criatura bautizada rock nacional estaba dando sus primeros pasos. Una fase inicial que había comenzado en 1966 con el lanzamiento del primer simple, “Rebelde”, de Los Beatnicks (Moris, más pionero que nunca, firma el tema junto a Pajarito Zaguri). En 1967, rugen Los Gatos con “La balsa” (a cargo de Litto Nebbia y Tanguito). En 1969 sale a escena Luis Alberto Spinetta con el debut de Almendra. Y ya en 1970 debuta Manal con esa explosión de blues argento más conocida como La Bomba.

Y entonces… Treinta minutos de vida, del rebelde Moris, pero ahora solista, sin Los Beatnicks, dispuesto a patentar para una generación -que buscaba su propia voz- la figura del cantautor en el rock nacional… tres años antes de la llegada de un tal León Gieco.

Silencio, grabando…

El disco salió a mediados de 1970, pero se fue grabando en los estudios TNT, en una consola de cuatro canales Ampex, entre 1967 y 1969

El disco fue registrado en los estudios TNT, con apenas cuatro canales Ampex y técnicos más habituados al tango que al fuzz de una guitarra eléctrica. Dirigidos por Salvador Barresi y Julio Costa, sin embargo, se animaron a empujar la aventura. Jorge Álvarez, mítico editor de libros, y Pedro Pujó, los cerebros del sello Mandioca, fueron los productores ejecutivos.

Las sesiones se extendieron entre 1967 y 1969. Moris grababa cuando podía, muchas veces mientras asistía a sesiones de otros músicos. El resultado fue una obra accidentada, desprolija y descomunalmente honesta.

La ficha técnica registra nenes que estaban haciendo historia… pero no lo sabían. Anoten: Pappo… ¡en bajo!, Claudio Gabis en guitarra eléctrica, Javier Martínez en batería y percusión, Richard Green con el órgano Farfisa, con Moris en voz y guitarras acústica y de 12 cuerdas. ¡Hay equipo! ​

Poner la tapa

Pero antes de apoyar la púa en el surco inicial… ¡qué momento! Toda una prueba de carácter y buen pulso para esa generación que trataba de adoptar la calma de Kwai Chang Caine en Kung Fu con tal de no rayar el flamante vinilo-, antes de escuchar estaba la tapa. La tapa de los vinilos eran un género visual en sí mismo. Las mirabas, buscabas pistas, data en días donde no bastaba con un click para enterarte de (casi) todo.

La hermosa tapa original en un azul forro escolar, una de las primeras creaciones del genial Juan Gatti para los long play editados bajo el sello Talent)

Y la de Treinta minutos… -diseñada, como tantas para el sello Talent, por el maestro Juan Gatti, cuya joya de la corona será, sin dudas, la estrellada tapa de Artaud– tenía un encanto especial por ese efecto papel araña azul, como el que te hacían comprar en el cole para forrar los cuadernos (“el de Comunicaciones, en verde”, ordenaba laseño). Remataba el diseño una típica etiqueta escolar con el nombre del álbum… Y ahora, para el cronista, es inevitable recordar entonces cuánto le llamaba la atención ese disco flamante y de un azul tan colegial que su hermano acababa de comprar en El Surco Loco, la única disquería de Castelar, que te evitaba explorar música en Morón o Ituzaingó, allá en el lejano Oeste.

Moris no se hizo el oso…

…para ser más exactos: Moris hizo “El oso”.

Uno de esos temas con chapa de clásico de clásicos en cuya playlist tampoco pueden faltar “Muchacha”, “La Balsa” o “Canción para muerte”, por citar otros hitazos indiscutibles.

“El oso” fue, también, la puerta de entrada a Treinta minutos… ya que se editó unos meses antes como un simple. Moris contó que la escribió por pedido de una maestra jardinera. “La compuse en 10 minutos con la guitarra a mano”, dijo. Pero debajo de esa fábula infantil se escondía la radiografía del alma posmoderna.

En un gesto no habitual para la época -salvo en los discos de Dylan-, el autor comentaba los temas en la contratapa del vinilo en un estilo que remite a la prosa libre de la beat generation, en esos días liderada por la pluma de Allen Ginsberg:

“Una historia que suena conocida, pero siempre nueva: libre y feliz, después esclavo pesado de estos días, y algún otro día escaparse al bosque de la felicidad”, escribió Moris. Y es imposible no pensar en el país entero.

La canción terminó de reafirmar su status de clásico eterno en 1993, cuando se llevó al cine la leyenda de Tanguito con la película Tango Feroz. “El oso” fue uno de los fuertes de la banda sonora, y estuvo a cargo -cómo no- por el hijo de Moris, Antonio Birabent, a esa altura heredero natural y autor por derecho propio, en una carrera que ya acumula más de veinte trabajos solistas.

Existencialismo y rioba

La otra obra cumbre del disco es “De nada sirve”. Ocho minutos de catarsis existencial en clave barrial. “Fue grabada de un saque”, contó Moris, para la incredulidad de muchos, dado ese torrente verbal que no para y (se) angustia cada vez más.

Improvisada sobre una base mínima, con una guitarra acústica de 12 cuerdas, otra clásica haciendo los bajos, y una caja golpeada con un palito como batería. Cuando terminó, cuenta Moris, hubo un silencio. “Alguien me dijo: ‘Sos un hijo de p…’, y me abrazó”.

Tiene más de Camus y Sartre que de Dylan, diría luego. Y tenía razón. La canción no relata: demuele. Era la denuncia del vacío, del tedio, de la alienación que se mascaba en cada calle.

La mención a Dylan no es casual si se piensa en la extraordinaria “Subterranean Homesick Blues”, el debut eléctrico de Dylan, tema que abre Bringing It All Back Home, esa joya de 1965 que dará lugar a un nuevo género, el folk-rock. Por su encadenado de versos que Dylan más que cantar dispara, la canción es considerada un proto rap.

Lo mismo puede decirse de “De nada sirve”: deudor de los talking blues y precursor del rap, el cantante ha mamado de Dylan -con sus amigos Pipo Lernoud y Miguel Gringberg como sherpas claves-, del nihilismo tanguero y, como bien dijo él mismo, de “Sartre y Camus”.

Una muestra, apenas una estrofa de las 21 que componen la canción:

¿Qué es lo que pasa conmigo?

Yo aún no me lo puedo explicar

Por favor que alguien me lo diga

No puedo salir de mí, estoy muy encerrado

En mi prisión de carne y hueso

Estoy encerrado en mi prisión de carne y hueso

No puedo salir, no puedo salir

Me voy a morir dentro de mí

Antes de morir yo quiero salir

Ver las estrellas, el mar, me quiero ahogar

Y quiero salir, de mí por favor

Me quiero ir, me quiero ir

Quiero vivir, por favor de mí

No quiero evasión, quiero vivir

¿Qué puedo hacer?

¿Qué puedo hacer?

No hay nada que hacer

Sólo una estrofa… Por esos días, el autor tiene 27 años.

Y como si todo esto fuera poco, el disco incluye, además, grandes canciones como “Ayer nomás” (con Pipo Lernoud), “Pato trabaja en una carnicería”, “Esto va para atrás”, “En una tarde de sol”, “El piano de Olivos” y “Escúchame entre el ruido”.

Rebelión y orquesta invisible

“Yo ahí, en el primer disco, planteo la rebelión contra el mundo”, dijo Moris en una entrevista. Para él, Treinta minutos de vida fue una forma de resistir al sinsentido. Aún con pocos medios, sus canciones arrastraban en la cabeza una orquesta invisible. “Mis discos eran primitivos, pero en mi mente había orquestas enormes”, confesó.

Y era cierto. La supuesta torpeza del sonido ocultaba una profundidad conceptual pocas veces igualada. Cada tema fue un manifiesto. Una grieta abierta en la dictadura de Onganía. Para cuando el disco salió, a mediados de 1970, el país ya vivía en estado de sitio. Moris, con su guitarra, decía lo que otros apenas se animaban a pensar.

Moris y su hijo, Antonio Birabent. Juntos editaron dos discos, Familia canción (2011) y La última montaña (2020) (Verónica Guerman / Teleshow.com)

Como un hijo

Caminantes y runners, quizás el azar les permita cruzarse con el cantor -esa impronta tanguera siempre fue más cantor que cantante de rock– uno de estos días. Es que hoy, a sus 82 años (19 de noviembre de 1942), Mauricio Birabent sigue naufragando por la zona de Santa Fe y Callao y otros barrios porteños, con un pañuelo estampado cuidando la gola… por las dudas.

De vez en cuando sigue subiéndose a un escenario para cantar junto a Antonio Birabent el repertorio de los dos discos que grabaron juntos, Familia canción (2011) y La última montaña (2020).

Hace unos años, cuando al cronista le tocó coincidir en Madrid con Antonio en su fase madrileña, el hijo evocaba en una mesa del VIPS de López de Hoyos: “Papá siempre siempre admiró mucho a Dylan. Me acuerdo especialmente que cuando nos tuvimos que exiliar en Madrid por la dictadura, en casa sonaba mucho su tercer disco, The Times They Are a-Changin, del ‘64 creo, y sobre todo el tema ‘One Too Many Mornings’”.

El recuerdo sirve para reafirmar, ahora, con la perspectiva del tiempo, la figura de Moris como el primer arquetipo de cantautor dentro del rock nacional. Se sabe: cantautor y Dylan son sinónimos en el universo del rock. Y si bien en 1973, aferrado a una acústica y soplando una armónica, León Gieco se presentaba en sociedad con “En el país de la libertad” y “Hombres de Hierro” (“Es la música de ‘Blowin’ in the Wind’ con una letra mía”, SIC de Gieco), tres años antes, con Treinta minutos de vida, Moris plantaba bandera en el rubro cantautor.

Moris como el primer Dylan del rock nacional, entonces.

Tan cantautor como el futuro Premio Nobel, pero en lugar de beber del folk de Woody Guthrie o del bues de Rober Jhonson, impregnando al rock nacional de lírica tanguera y angustia existencial, acaso lo que hubiesen hecho Discepolín, Enrique Cadícamo u Homero Manzi de pertenecer a esa nueva generación que hacía escuchar una nueva voz.

Media hora que no se acaba nunca

Treinta minutos de vida vendió medio millón de copias. Cada año se siguen vendiendo unas diez mil unidades. En 2007, Rolling Stone lo ubicó como el octavo mejor disco del rock argentino. En 2013 bajó al puesto 11. Pero lo cierto es que su influencia nunca se detuvo.

Y eso tiene una explicación: Moris no escribió para el éxito. Escribió para no morirse del todo. Hoy, a 55 años de aquel grito fundacional, su legado sigue ardiendo. En cada canción está la ciudad. El miedo. La ternura. La rabia. La libertad. Y en el centro, un hombre con una guitarra. Que no sabía si estaba cantando, o salvándose la vida.

Bob Dylan modelo '63, bien en sus comienzos, una influencia clave en lo que va a ser Moris, pero con impronta tanguera

Treinta minutos que durarán para siempre. O para citar otra vez a Antonio, ya no desde el recuerdo madrileño sino a través de un mensaje de WhatsApp ante la consulta de Teleshow:

“Es un disco que está vivo. Por lo tanto, en su momento, el título estuvo muy bien elegido. Es un disco de 1970, pasaron 55 años y aún puede escucharse la sangre detrás de las canciones. Y por otro lado tiene el encanto de lo iniciático, de lo que da pie a algo nuevo. Y por eso mismo es un clásico, porque es un disco de corazón”.