El campeón de la Copa del Rey es Barcelona. El “otro” campeón, el que va a quedar verdaderamente en la historia, es el “pasillo”, esa hilera de aplausos y reconocimientos que suelen dignificar al ganador y al perdedor, si cabe el término para una de las finales de Copa del Rey más espectaculares de la historia.

El pasillo, visto desde las alturas

Se juegan mucho Barcelona y Real Madrid, los Boca y River de España. Como lo harán este domingo, en el Monumental, en otro contexto por otro capítulo del torneo Apertura, en el inexplicable torneo de 30 equipos, dos zonas y próximamente, la etapa decisiva desde los octavos de final.

Se juegan mucho y acaban de terminar la batalla, que iba directo a los penales, que ganaba Barcelona (jugaba de maravillas), que ganaba después Real Madrid (que juega con su leyenda) y que al final de cuentas, celebró el viejo y querido equipo de Leo Messi con un actor de reparto, un héroe inesperado, Jules Koundé, cuatro minutos antes del pitazo final.

Ricardo De Burgos Bengoetxea, el árbitro, había sido acusado por Real Madrid. Hasta se puso a llorar en la charla con los medios anterior a la definición. Cobró un penal insólito para Barcelona, pero fue salvado por el VAR. No estuvo a la altura de la batalla: pero eso es otro tema. Los jugadores no ayudaron: no solo Raphinha, el que simuló (como suele ocurrir en nuestro medio), una falta que no existió. La mayoría no tuvo un comportamiento ejemplar durante el espectáculo.

A Rüdiger, descontrolado, debieron contenerlo entre dos, entre tres compañeros. Hasta hubo tres expulsados en el final. El presidente de la Liga española suele atacar al del Real Madrid: cosas que bien pueden ocurrir en el fútbol argentino. Sospechas, un escándalo, como el que se dio antes de la final.

Un partido caliente, cambiante, inolvidable: eso también hay que decirlo. No fueron caballeros ante la autoridad, como suele ocurrir en el rugby, pero jugaron como gladiadores. Barcelona, cuando pudo, de galera y bastón. Real Madrid, con el orgullo de su escudo.

Cuando acabó la faena, la efervescencia y el escándalo quedaron atrás, los aplausos. En la antesala de la entrega de premios, el pasillo que resume lo mejor del deporte, lo mejor del fútbol. Y en ese momento, se replica: cuando la cabeza sigue dando vueltas, corazón caliente. Nada del día después: ahora mismo.

Barcelona, el campeón, se formó de un lado y del otro de la línea central en el estadio de Sevilla y esperó, entre aplausos y palmadas, el arribo de los jugadores de Real Madrid, uno tras otro, con la cabeza levantada. El subcampeón. Casi todos entendieron el mensaje, tal vez, el defensor alemán, Mbappé y hasta Bellingham quisieron sacarse el compromiso de encima. La mayoría lo entendió.

Carlo Ancelotti volvió a saludar cálidamente a Hansi Flick. Es lo mejor de la final. Ninguno de los golazos se les puede comparar. Vinicius abrazado con Raphinha, brazos en alto, ovación desde las gradas. Los jugadores del Madrid chocando las manos con las palmas victoriosas catalanas, es una imagen que recorre el mundo. Que emociona, invita a parar la pelota y ver hacia dónde vamos.

Aquí, ahora, en la Argentina, cuando cae una bomba de estruendo desde la tribuna de San Lorenzo porque Rosario Central convierte un gol en el final y agiganta penurias al gigante que exceden el fútbol.

Tal vez, River y Boca este domingo nos den una lección. Una sorpresa. Después del partido, cuando baje la espuma y haya un ganador y un perdedor, por qué no, dispuestos a darse una mano. Un abrazo genuino, transmitido en vivo para el mundo entero.