“Soy ateo. Soy anticlerical. Soy un laicista militante, un racionalista contumaz, un impío riguroso”, afirma el escritor español Javier Cercas al comienzo de su reciente libro sobre Jorge Bergoglio, El loco de Dios en el fin del mundo (Random House). Y nos sitúa en un momento de hace dos años: “Aquí me tienen, volando en dirección a Mongolia con el anciano vicario de Cristo en la Tierra, dispuesto a interrogarle sobre la resurrección de la carne y la vida eterna”.
La pregunta era una preocupación de su madre. Cercas había sido un joven rebelde y algo descarriado, según él mismo refiere, contrario a la religión en esa España de Franco y del Opus Dei, y de cardenales que siguieron, como el ultraconservador Antonio Rouco, arzobispo emérito de Madrid y uno de los mayores líderes de la Iglesia española, siempre contrario al papa argentino.
El primer interrogante de Cercas es sobre qué sentido tiene un viaje a un país lejano como Mongolia, donde los católicos son una “minúscula minoría”
Cercas, autor de la famosa novela Soldados de Salamina, ambientada a finales de la guerra civil española, fue el primer sorprendido de la propuesta vaticana de acompañar al Papa en un largo viaje y escribir una biografía sobre el pontífice argentino. No podía creer en esa propuesta. Temió que el texto debiera ser aprobado por Roma y sufriera censuras, pero lo tranquilizaron: nadie tocaría su trabajo. La tentación de aceptar era grande. Y el motivo personal lo explicita el mismo escritor: “Me he embarcado en este avión para preguntarle al papa Francisco si mi madre verá a mi padre más allá de la muerte, y para llevarle a mi madre su respuesta. He aquí un loco sin Dios persiguiendo al loco de Dios hasta el fin del mundo”.
El primer interrogante de Cercas en este texto, que conjuga la historia del protagonista con las intuiciones del escritor y sus entrevistas e investigaciones en la Santa Sede, es sobre qué sentido tiene un viaje así, a un país lejano encerrado entre Rusia y China donde los católicos son una “minúscula minoría”, y “huérfano de relevancia política, económica o geoestratégica”. Pero el autor quiere conocer el alma misionera de Bergoglio y siente la fascinación que siempre tuvo China para los jesuitas. El Papa sobrevuela el territorio de ese gran país y manda un saludo al gobierno. Es un nuevo pequeño paso en las relaciones. Luego aprovechará la coincidencia del lugar donde en los años 20 y 30 del siglo pasado el jesuita francés Pierre Teilhard de Chardin realizaba sus estudios paleontológicos y donde escribió un texto místico de extrema originalidad: La misa sobre el mundo.
Cercas queda impresionado con los misioneros, piensa que son seres locos o santos excepcionales
Para Cercas el Vaticano, las liturgias, las posturas dogmáticas y el mismo lenguaje de la Iglesia son vetustos, crípticos, autorreferenciales. Sin embargo, queda impresionado con los misioneros, piensa que son seres locos o santos excepcionales.
Antes del viaje habla con conocidos suyos para encontrar elementos de ayuda a sus reflexiones. La mayoría son ateos o agnósticos, pero se muestran entusiastas. Sin embargo, hay una excepción: un amigo, heredero también de la tradición anticlerical española, le preguntó si iba a perdonar al Papa y a la Iglesia (por los casos de pederastia y abusos, por la concepción católica sobre los anticonceptivos, el aborto, el divorcio, la eutanasia, la homosexualidad).
Después afirma que la literatura sirve para comprender, pero que comprender no es justificar. Y cuando se pregunta sobre la complejidad de la Iglesia, se responde que así como en su historia hubo guerras e intolerancias, también están “Jesucristo, Pablo de Tarso, Agustín de Hipona, Francisco de Asís, Tomás de Aquino, Teresa de Ávila y miles de misioneros que ahora mismo están peleando en todo el mundo para abrigar a los muertos de frío y dar de comer a los muertos de hambre y de beber a los muertos de sed”.
Habla del nombre que eligió Bergoglio como papa: Francisco, “el mínimo y dulce Francisco de Asís” (Rubén Darío), “el hombre colosal y asombroso” (Chesterton), o “el hombre que ya escribió el poema” (Borges).
Cercas está en la búsqueda de ese personaje difícil de descifrar que es Bergoglio, una figura poliédrica, dice empleando uno de los términos preferidos del Papa. Se refiere a ese mosaico de múltiples teselas que conforman la personalidad del biografiado y que esconden una compleja realidad detrás de una aparente simplicidad y transparencia.
Algunos de los momentos más curiosos del relato son sus encuentros con personajes como el cardenal argentino Víctor “Tucho” Fernández, a quien él llama el inquisidor de Bergoglio, que lo deja insatisfecho; el exdirector de la antigua revista La Civiltá Cattolica y asesor del Papa, el jesuita siciliano Antonio Spadaro, el “legionario de Bergoglio”; periodistas y personajes varios en danza. Percibe que la libertad que expresa Bergoglio sin embargo mantiene a algunos colaboradores obligados a una constante declaración en favor del pontífice. Las respuestas acabadas de ciertos personajes de curia no lo convencen. En cambio, con el cardenal portugués José Tolentino de Mendonca, poeta, encuentra una clara empatía. Escribe Tolentino que la fe es una intuición poética que solo puede expresarse en lenguaje poético.
Dice Cercas sobre los acostumbrados enunciados de la Iglesia: “En ese lenguaje no se puede decir nada que valga la pena. Está muerto. Y la poesía de verdad se escribe en un lenguaje vital, fresco, veraz, rebosante de tensión y de sentido”.
Descubre con sorpresa el humor y las ironías de Bergoglio y recuerda que Cioran sostenía que “toda religión es una cruzada contra el humor”, y que Salman Rushdie sufre persecución a muerte por “una humorada sobre el islam”. Rabelais, por su parte, decía que el que no sabe reír es una persona temible. La ironía de Bergoglio, sostiene, “rechaza la concepción tradicional, totalitaria y totalizante del catolicismo”. Cuando vuelve a su pregunta sobre la resurrección de la carne (el gran interrogante de su madre), señala: “Francisco no aclara cómo será el cuerpo glorioso, asunto sobre el cual los doctores de la Iglesia especularon infatigablemente”.
Cree que la palabra “misericordia” define el papado de Francisco (“una palabra hermosa y un poco anticuada que el Papa ha usado tanto o más que periferia o alegría, discernimiento y sinodalidad”). Cuando habla del loco sin Dios, recuerda a Nietzsche, a Unamuno y su San Miguel Bueno.
En Mongolia el Papa trató de saludar y conectarse con todos, pero observa Cercas: “El Papa ha viajado a Mongolia porque no puede viajar a China, o al menos para acercarse a China”.
Recuerda emocionado a los misioneros y misioneras que ha conocido en Mongolia: el cardenal Giorgio Marengo, el padre Ernesto Viscardi, las religiosas Ana (Kenia) y Francesca (Italia). Finalmente, cita la excelente película de Nanni Moretti Habemus Papam y se pregunta cuál es el secreto de Bergoglio. Confiesa que lo ha descubierto: “El secreto de Bergoglio es que no tiene ningún secreto; el secreto de Bergoglio es que es un hombre normal y corriente. Cierto: existe de entrada en Bergoglio una duplicidad fundamental, una falla profunda, un desajuste íntimo; de uno u otro modo, esa duplicidad existe en todos o casi todos los seres humanos (equivale a la distancia que media entre el yo social y el yo personal), pero en Bergoglio es más acusada. El responsable de ella, sin embargo, no es Bergoglio, o no del todo: el principal responsable es la papolatría, el culto a la personalidad que casi inevitablemente rodea al papa, presentándolo como un titán, como un dechado de virtudes incompatible con la humanidad del Bergoglio real”.