El crecimiento urbano descontrolado está degradando algunos de los entornos más bellos del país. La falta de planificación, la contaminación visual y la pérdida del sentido de lugar amenazan nuestra identidad colectiva.
Hay algo profundamente triste —y en cierto modo escandaloso— en constatar cómo los entornos naturales más espléndidos de la Argentina han sido, una y otra vez, arrasados por un modelo de desarrollo que ni cuida ni planifica ni respeta. Bariloche, Mar del Plata, Ushuaia… nombres que evocan paisajes de una belleza única, pero que, en los hechos, se han vuelto ejemplos del desorden, improvisación y pérdida de identidad.
Es paradójico: allí donde la naturaleza ha sido más generosa, la mano del hombre ha sido más torpe
Es paradójico: allí donde la naturaleza ha sido más generosa, la mano del hombre ha sido más torpe. En vez de promover un crecimiento armónico, que respete la escala, la historia, el paisaje y la gente, se han habilitado barrios sin infraestructura, construcciones sin la más mínima planificación, negocios sin lógica urbana y un turismo cada vez menos cuidadoso.
En ese camino, también hemos perdido el sentido de lugar, ese vínculo emocional y cultural con el entorno, que da pertenencia y define la identidad de una comunidad. Hoy muchas de nuestras ciudades ya no se reconocen a sí mismas. Son sitios que podrían estar en cualquier parte y a la vez en ninguna. Las construcciones anodinas reemplazaron al paisaje, la especulación reemplazó a la mirada, y el caos visual —con los cables cruzando el cielo como telarañas eternas, que nadie retira jamás— terminó por desfigurar lo que alguna vez fue armónico y bello.
Esto no es nuevo. En los años 30, la Argentina se pensaba a sí misma como un país moderno e integrado. Desde la Estación Retiro Central —hoy Retiro Mitre— salían trenes que conectaban ciudades, regiones, culturas. En ese mismo edificio, el Café Central fue durante décadas un punto de encuentro porteño con espíritu ferroviario. Hoy, en ese espacio, hay una cadena internacional de hamburguesas. Un símbolo —pequeño pero elocuente— de cómo hemos reemplazado el patrimonio por la franquicia, la identidad por la marca.
No se trata de idealizar el pasado, sino de asumir que, sin una mirada integral y estratégica, sin políticas públicas de planificación que articulen conservación con desarrollo, y sin comunidades involucradas en el destino de sus territorios, vamos a seguir perdiendo lo más valioso que tenemos: nuestros paisajes, nuestra historia, nuestra alma.