Ciertas ausencias dicen más que las presencias. La desaparición de los chicos jugando solos en las plazas o en las veredas no puede explicarse únicamente por la mayor inseguridad. Es un síntoma más profundo: el reflejo de una transformación social, cultural y económica que afecta la manera en que concebimos la niñez, la libertad y la vida en sociedad.

En la Buenos Aires de hace cinco décadas, las infancias transcurrían en un registro de autonomía que hoy se consideraría imprudente. Recuerdo a mi madre, con su cigarrillo en la mano (dejó de fumar hace ya tiempo) mientras conversaba por teléfono con alguna amiga o, en silencio, se concentraba en su juego de solitario. Bastaba un “¿terminaron todos los deberes?”, lanzado casi sin mirar, para que yo y mis hermanos saliéramos disparados hacia la plaza, a unas pocas cuadras de casa. No había más instrucciones que un “cuidado al cruzar la calle” o “vuelvan antes de que anochezca”. Esa confianza descansaba en un tejido social que aún no se había desgastado, donde el espacio público no se percibía como una amenaza. Para nosotros, la calle era poco menos que una prolongación del ámbito doméstico.

Hoy, esa escena parece formar parte de un folklore lejano. En su lugar, se impuso un sistema de control permanente, tanto físico como simbólico, que encierra a la infancia en la hipervisibilidad de los adultos y en la ausencia de espontaneidad. El término helicopter parents (padres helicóptero) –acuñado por la sociología estadounidense– ya no describe una anomalía individual, sino un síntoma cultural más amplio: una arquitectura de crianza que privilegia el monitoreo por sobre la experiencia, la planificación por sobre la improvisación, y el control por sobre el descubrimiento.

Del mundo exterior al interior de las pantallas. El contraste entre épocas no radica solo en los paisajes que transitan los chicos, sino también en la legitimidad de esos desplazamientos. Antes, terminar los deberes escolares era apenas el prólogo de lo verdaderamente importante: salir a la calle con la pelota, el carrito de rulemanes o la soga de saltar. Había riesgos, sí, pero también un entramado barrial que los amortiguaba: vecinos conocidos, adultos atentos, reglas tácitas que organizaban la vida colectiva. Hoy, en cambio, muchos chicos solo recorren sin compañía el escaso trayecto que va de la puerta de casa al auto familiar. Más allá de ese umbral, comienza lo que se percibe como zona hostil.

Ese pasaje del afuera al adentro, del barrio a la burbuja, se completa con otro más silencioso: el repliegue hacia las pantallas. Allí, en el universo digital, la infancia encuentra un espacio propio que antes ofrecían un libro, una hoja en blanco o una tarde sin supervisión.

La justificación habitual de este nuevo régimen remite a la inseguridad urbana. Pero los índices de criminalidad no explican, por sí solos, la magnitud del fenómeno. Tampoco es evidente que los riesgos de la calle sean mayores que los que enfrentan los chicos en el interior de sus casas. La psicóloga Débora Blanca, especialista en adicciones conductuales, lo plantea con una pregunta incómoda: “¿De verdad es más peligrosa la calle que lo que ocurre en las redes sociales?”.

Lo que cambió, sobre todo, es la percepción del riesgo. Una percepción amplificada por un ecosistema mediático que repite, segmenta y multiplica los hechos violentos hasta consolidar la idea de que lo público es peligroso. Frente a ese clima –y ante una mirada social que penaliza cualquier atisbo de “negligencia”– muchos padres redoblan las medidas de protección y restringen la vida de sus hijos a un circuito reducido, escoltado y reglado. El “no hables con extraños” ha dejado de ser una consigna preventiva para convertirse en un dogma.

En los sectores de mayores ingresos, esta lógica convive con otra figura: la del tiger parent (padre tigre). Inspirado en la cultura asiática del rendimiento, que asocia cuidado con eficiencia, este modelo parental supervisa cada minuto del tiempo infantil. Lo que en otra época habría sido calificado como sobreprotección hoy se traduce en horarios compartimentados, clases particulares y salidas pautadas con la minuciosidad de una visita al médico. De la cautela razonable se ha pasado a una forma de intervención permanente.

La ilusión de la seguridad total. ¿Por qué han proliferado estos regímenes de encierro organizado? La respuesta no se agota en la inseguridad ni en el afán competitivo: también hay transformaciones en la estructura familiar y en la forma de vida urbana. Donde antes había madres con tiempo para seguir de reojo el juego de sus hijos, hoy muchas trabajan fuera de casa. Esa limitación de horarios se compensa con una interacción más intensa durante los momentos compartidos (quality time, lo llaman los estadounidenses).

Adolescencia, la reciente serie

La reorganización urbana también incide. La desigualdad creciente, el auge de los barrios cerrados, y la fragmentación del espacio social impulsan a muchas familias a replegarse detrás de muros y sistemas de protección privada. Ese encierro refuerza la idea de que el “afuera” es hostil. Para quienes no pueden permitirse esos entornos privados, la alternativa suele ser la dependencia del auto particular: trayectos breves, con acompañamiento constante.

A esto se suma un argumento de tipo económico. La hipótesis del Premio Nobel de Economía Gary Becker sugiere que las familias actúan de manera “racional” cuando invierten tiempo y dinero en garantizar la seguridad de sus hijos para proteger su capital humano. Pero pocas veces se miden los costos intangibles: la pérdida de iniciativa propia, la erosión de vínculos vecinales y la falta de experiencias que forjan resiliencia y criterio propio.

En Estados Unidos, la periodista Lenore Skenazy escandalizó a buena parte del país con una columna titulada “Por qué dejé que mi hijo de nueve años viajara solo en el subte”. Lo que para muchos resultaba impensable, ella lo presentó como un gesto de confianza elemental. Un modo de recordar que los chicos todavía tienen piernas, que los semáforos existen, y que lo verdaderamente insólito es que permitir cierta independencia se haya vuelto un acto subversivo.

La experiencia argentina comparte una lógica que es global. En Europa y Estados Unidos, la reducción del radio de acción infantil está documentada desde hace décadas. En los años 70, un alto porcentaje de niños de siete u ocho años en el Reino Unido iba solo a la escuela; hoy esa cifra ronda el dígito único. En Estados Unidos, la distancia promedio que un niño recorre sin compañía antes de la adolescencia se redujo de un kilómetro en 1970 a menos de 300 metros en 2010.

Niños invisibles, consecuencias tangibles. La transformación de la infancia no es únicamente espacial. También es emocional y psíquica. A medida que se reducen los márgenes de libertad, se instala una subjetividad en la que el error, el conflicto y la improvisación se vuelven rarezas. El repertorio emocional se adelgaza, se vuelve milimétrico. Investigaciones como las de Peter Gray, que vinculan el descenso del juego libre con el aumento de cuadros de ansiedad y depresión en niños y adolescentes, confirman algo que muchos intuyen: la sobreprotección, lejos de inmunizar, atrofia. Impide esa gimnasia invisible que es aprender a perder, a negociar, a frustrarse. La paradoja es evidente: al blindarlos frente a lo inesperado, los volvemos más vulnerables a lo inevitable.

Recorrida por el barrio Catalinas Sur, la plaza Islas Malvinas y la placita Lucila

Algo de eso ilustra la serie Adolescencia, estrenada recientemente en Netflix, donde distintos jóvenes habitan rutinas asfixiadas por el control –paterno, escolar, digital–y una soledad apenas disimulada. Pero más allá de la ficción, lo que la serie revela con dureza es algo aún más desestabilizante: el momento en que el control permanente deja de ser posible. Los padres del personaje principal, más atentos y presentes que los que ellos mismos han tenido, se sienten igualmente responsables cuando algo sale mal. Esa culpa –injusta pero comprensible– nace de una promesa implícita que la crianza contemporánea parece haber hecho: si se hace todo bien, todo va a salir bien. Y cuando no es así, la herida no es solo de los hijos, sino también de quienes creyeron que el cuidado y la vigilancia podían garantizarlo todo.

El problema, sin embargo, no es solo individual o familiar. La ausencia de chicos en el espacio público también erosiona la vida comunitaria. Al vaciarse las veredas, el barrio se transforma en un desierto urbano, y su desuso retroalimenta la percepción de amenaza: si nadie circula, la calle se torna más peligrosa.

La cifra que ofrece Latinobarómetro –apenas un 25% de los argentinos confía en sus vecinos, frente al 50% de hace treinta años– ilustra esa disolución del tejido social. Sin entramado barrial, cada padre queda solo ante el dilema: confiar o vigilar. La respuesta, cada vez más, se inclina hacia lo segundo.

Así se consolida un régimen que no solo priva a los chicos de espacio, sino también de tiempo genuino: ese tiempo sin relojes ni supervisión donde se aprende a negociar con el mundo. La libertad infantil, entonces, deja de ser un derecho implícito y se convierte en un privilegio. Como si crecer –en el sentido profundo del término– se hubiese vuelto un acto de rebeldía.

Volver a confiar. En un presente donde todo parece confluir en la restricción del acceso de los chicos al espacio público, cabe preguntarse si aún queda margen para ensayar una lógica inversa. La respuesta quizá resida en la confluencia de varios factores: un urbanismo que priorice la seguridad de peatones y ciclistas, con límites de velocidad estrictos en zonas escolares; iniciativas vecinales que organicen “grupos de a pie” o “bici buses” para que los chicos recuperen cierta soltura; y un giro cultural que desactive el pánico constante y se vuelva a valorar la autonomía como un componente esencial de la formación.

Se trata, en definitiva, de rescatar –aunque sea parcialmente– el legado de aquella infancia menos reglada, donde la calle era un espacio de aprendizaje y aventura. El mundo cambió y no es posible una vuelta ingenua al pasado, pero sí es factible compensar la tendencia al encierro con espacios de confianza comunitaria, políticas de seguridad más inteligentes y una cobertura mediática menos volcada al espectáculo del crimen.

Hay culturas que aún hoy promueven un mayor margen de maniobra. Japón es un caso emblemático: la combinación entre infraestructura urbana adecuada, una tradición comunitaria de cuidado mutuo y el fomento temprano de la independencia explica por qué los chicos viajan solos en transporte público con la naturalidad que en otros lados se ve en contadas excepciones. Algo similar sucede en los países nórdicos, donde el diseño urbano favorece el caminar y el uso de la bicicleta, con límites de velocidad estrictos y una mirada social que considera el espacio público como un ámbito de aprendizaje, no como una amenaza.

En última instancia, la discusión va más allá de si dejamos que los chicos vayan solos a la plaza: pone en juego el tipo de vida que anhelamos. Una en la que el miedo nos encierre, o una que –consciente de los riesgos– promueva la autonomía y la interdependencia. Algo de aquel espíritu –la alegría de descubrir el barrio, el ejercicio de la libertad infantil, la confianza en la comunidad– merecería ser recuperado.

Vuelvo al recuerdo de mi madre, a su conversación telefónica despreocupada, a su juego de solitario, ese modo de estar sin intervenir, de confiar sin vigilar. No era desinterés, sino otra forma de cuidado: una fe tranquila en que el mundo podía ser recorrido sin un adulto al lado. Esa imagen, a primera vista intrascendente, hoy brilla como un lujo en retirada.

Quizá no podamos replicarla, pero recordarla puede ser el principio para imaginar algo parecido. Porque la nueva infancia no se cura con barreras y candados, sino con la reconstrucción de esa confianza básica que hace que las calles y las plazas, lejos de ser nuestros enemigos, vuelvan a ser un lugar donde la vida sucede.

Doctor en Economía (Harvard) y abogado (UBA)