Desde hace ya algunos años, al festejo de fin de curso se ha sumado el del llamado “último primer día” (UPD) entre quienes inician el último año de la escuela secundaria. A partir de la medianoche anterior al comienzo de clases, los estudiantes se reúnen para celebrar, al ritmo de música, acompañada por pirotecnia y consumo de alcohol, cuando no de otras sustancias igualmente peligrosas bajo la consigna de no dormir. Tras su paso por quintas, casas, salones, bares o plazas, llegarán al colegio a veces en micros contratados, otras caminando, junto con bengalas, elementos de cotillón y bombos.

Mientras los futuros egresados disfrutan del festejo y las emociones afloran junto a sus compañeros, la preocupación de padres y autoridades escolares se enciende. Es que las celebraciones incluyen juegos que involucran alcohol, lo cual conduce a que muchos terminen necesitando asistencia médica o involucrados en distintos excesos o episodios de violencia. El alcohol está prohibido para los menores, pero no lo parece.

El ritual estudiantil busca ciertamente desafiar a la autoridad y los límites institucionalizados, una conducta propia de la rebeldía juvenil. Una vez más, es tarea de los adultos buscar las mejores formas de acompañamiento y reflexión compartida para advertir sobre los peligros, brindar contención y promover acuerdos de responsabilidad colectiva. No se trata simplemente de prohibir estos rituales, sino de instar a prácticas y cuidados más seguros y saludables. Para ello, desde la propia escuela, deberá trabajarse en la planificación y el armado del festejo de manera transversal, reflexionando críticamente sobre las prácticas que se busca modificar. El compromiso de los padres es fundamental.

Otro ruidosa celebración del UPD en un parque de la ciudad de Buenos Aires

En un valioso afán por diseñar mejores estrategias colectivas de cuidado, mientras algunas escuelas organizan actividades y desayunos con las familias en ese primer día, otras imponen sanciones a los estudiantes infractores. El Ministerio de Educación de la ciudad informó anticipadamente que aquellos alumnos que llegaran a los establecimientos educativos en “condiciones inapropiadas” o que “actúen de manera indebida” tras la celebración deberían ser retirados de las escuelas por sus familiares, computándoseles una inasistencia.

La Asociación de Institutos de Enseñanza Privados de la Argentina (Aiepa) reporta que en los últimos años se sumaron otros nuevos festejos además del último primer día, tales como la “última Semana Santa” y las “últimas vacaciones de invierno”.

Asociar al alcohol con situaciones de festejo es un pernicioso hábito culturalmente instalado entre nosotros. Un consumo naturalizado y asociado con lo cotidiano complica la detección de su paso a problemático. Entre menores de 18 años no hay consumo posible sin grave riesgo para su desarrollo físico y mental. Los desafíos que presenta el ciclo lectivo son enormes. La profunda crisis educativa que atravesamos tiene infinidad de aristas. Cuando solo 13 de cada 100 estudiantes que inician primer grado logran llegar al último año de la secundaria en tiempo y forma, y dado que completar ese tránsito está probadamente lejos de asegurar saberes básicos, ¿cuántos serían los jóvenes que tendrían realmente algo que celebrar? Poner límites y fijar pautas claras por respetar es la indeclinable obligación de los adultos. Padres culposos o permisivos, carentes de autoridad, son los principales responsables. ¿Quién paga la fiesta?