A pocos días de haber concluido el carnaval, aún repiquetea en mis oídos no el ritmo, sino más bien el nombre de una de las murgas que engalanan cada año las carnestolendas de mi barrio. Me refiero a Los dandys de Boedo. Formada en 1956, esta agrupación murguera, que es la primera de las nacidas en esta barriada, sabe homenajear a aquellos queribles personajes de Buenos Aires: los dandis o dandys, hombres que hacen un verdadero culto de la elegancia, el estilo y la pulcritud.
Como pasa en estos casos, una cosa lleva a la otra, y quise desasnarme acerca de los orígenes del dandismo, esta especie de devoción presuntuosa por la estética y los buenos modales. Así descubrí que se originó en Gran Bretaña a fines del siglo XVIII. Dandi es un anglicismo que llegó a estas tierras poco después y fue tomado como un equivalente de petimetre, un galicado que significa “señorito”.
El lingüista Pedro Luis Barcia, en el prólogo del libro Cinco dandys porteños nutre a los lectores con una serie de términos que podrían sustituir a dandi y es uno mejor que el otro. A saber: “narciso, ninfo, merino, alindado, boquirrubio, barbilindo, arremangado, repulido, peripuesto, lechuguino, figurín, currutaco, caballerete y gomoso”.
El dandismo atravesó el Atlántico para arribar a la gran aldea porteña. Para graficar en un personaje los rudimentos de este primoroso estilo, suele señalarse como un verdadero dandi a Manuel Belgrano. Lo certifica aquella famosa pintura en la que se ve al creador de la bandera sentado, con las piernas cruzadas, el rostro y la cabellera cuidados con esmero, camisa blanca, cravat de seda, levita de paño oscuro y esos impecables pantalones de lino claro. Todo un modelo de refinamiento.
Otro prototipo de dandi en nuestro pasado fue el general Lucio V. Mansilla. El escritor, periodista y político argentino prestaba extrema atención a su apariencia. Pilar de Lusarreta, autora del mencionado libro Cinco dandys porteños, describe que el general andaba “de punta en blanco” en una de sus excursiones para acordar la paz con los ranqueles, hacia el año 1870. El hombre surcaba los áridos paisajes con su porte impecable, el uniforme bien planchado, una capa colorada, botas de charol y guantes de gamuza gris. “Brillar en el boulevard, en el salón, en el teatro ¡Bueno! Eso lo hace cualquiera –dice la escritora-, pero ¿en el desierto? ¿entre los indios? quizás el único dandy en el mundo que ha mantenido su estandarte fue Mansilla”.
Ser dandi también, en general, era ser ducho en el arte del ocio y saber destacarse en las reuniones sociales. Algo así fue, entre los porteños de comienzos del siglo XX, un representante del dandismo muy especial conocido popularmente como “el negro Raúl”. Este muchacho de origen africano, apellidado Grigera, conocido también como “el murciélago” por su predilección por la noche era, en realidad, un personaje que habían adoptado algunos niños bien de la sociedad porteña como un sujeto para su diversión.
“Ando con la muchachada –decía el propio Raúl a la revista El Hogar en 1912- (…) La muchachada me lleva de farra todas las noches (…) la muchachada me paga todo”. Es cierto que esa “muchachada” lo proveía de las mejores ropas –y su clásico bastón- para que Raúl se paseara orondo por la noche porteña, pero el precio solía ser alto: los muchachos lo arrojaban sin ropa a los lagos de Palermo, lo sedaban y lo dejaban en la morgue como si fuera un muerto más y una vez lo encerraron en un cajón y lo enviaron en tren a Mar del Plata.
Años más tarde, tras el abandono de sus crueles amigotes, Raúl recayó en la miseria y terminó sus días en una institución psiquiátrica. Pero su triste final no le impidió trascender su propia época. Grigera se convirtió nada menos que en el personaje principal de la primera historieta argentina: Las aventuras del Nergro Raúl, de Arturo Lanteri.
Así como aquellos de Boedo, lo cierto es que hubo y habrá muchos más dandis en Buenos Aires, porque una cosa es segura: el dandismo nunca muere.