Fundó las revistas Faro y Europa, el semanario España, y los periódicos El Espectador y El Sol. Tuvo una intensa relación con la Argentina. De 1911 a 1914 escribió en La Prensa, de Buenos Aires. Pero fue la Revista de Occidente, hoy por cumplir 102 años, su proyecto más personal y entrañable, con un staff por donde pasó la flor y nata del pensamiento y la cultura de la primera mitad del siglo XX. Desde 1923, José Ortega y Gasset fue colaborador destacado de LA NACION, que se convirtió en una tribuna de sus ideas, ágora y plazuela de trascendencia global.
El tiempo político que vivimos hoy tiene fecha de inicio, 2008. La caída de Lehman Brothers demostró que estamos en manos del capital
Nunca pudo acostumbrarse a la máquina de escribir. Escribía con pluma y su secretaria, Lolita Castillo, tecleaba los artículos, que no esquivaron ningún género. Compilados, muchos de ellos se convirtieron en libros clásicos: España invertebrada y La rebelión de las masas, por ejemplo.
Fue justamente este último libro el que acercó a Ignacio Blanco Alfonso la obra de José Ortega y Gasset. Fue durante sus tiempos de estudiante, cuando su profesor de Literatura Española Contemporánea de la carrera de Filosofía, que por entonces cursaba, se lo dio para leer. “Ahí me di cuenta –recuerda Blanco Alfonso durante una entrevista con este diario– de que Ortega nunca había escrito ese ensayo como libro. La rebelión de las masas era una recopilación de sus artículos. Me sorprendió un contenido sociológico tan profundo explicado con tanta sencillez. La clave era su prosa periodística. Ahí decidí convertir mi investigación en una tesis doctoral sobre el periodismo de Ortega”.
–¿Qué descubre en ese proceso?
–Que el periodismo para Ortega lo fue todo. Absolutamente todo. Nace ya periodista y su vocación, por lo tanto, crece de un modo natural. Precozmente él tiene una inclinación espontánea hacia la escritura. Pero estudiando filosofía advierte que va camino a convertirse en un intelectual. Al mismo tiempo, sabe que publicar en la prensa le puede penalizar su faceta filosófica. La filosofía se ejercía de forma más clásica, no en una página volante de un periódico.
–¿Cree que se sentía más cómodo como periodista?
–Bueno, veía el periodismo con espíritu crítico. Le criticaba que solo le interesa la noticia del día y a todo lo importante le resta atención. Le interesa el suceso, decía.
–Curioso que, dicha en presente, la observación no desentone para nada.
–Sí. También nos pasa hoy. De hecho, Ortega dice que cuanto más sustantiva es una noticia menos caso le hacen los periódicos.
–Cuánta actualidad.
–¿Sí, verdad? Esto lo dijo hace cien años y parece estar hablando del presente. Creo que su pensamiento tiene tanta actualidad porque nuestra sociedad es una evolución de aquella sociedad de masas de la que hablaba Ortega. Pasamos del hombre-masa al hombre-red.
–Si se trata de una evolución, uno y otro deben conservar algún parecido…
–Compartimos un poco el rasgo de superficialidad del hombre-masa, un hombre fácilmente manipulable, que profundiza poco, seducido por las ideas espontáneas que se le ocurren. Esto es fruto del desconocimiento del esfuerzo histórico que fue necesario para llegar al estado de bienestar que disfruta hoy. Da todo por hecho y no cuida ni protege los derechos, las instituciones, el marco jurídico, sin pensar que las democracias pueden llegar a morir también. Ortega, al igual que Walter Lippmann, intelectual americano y también periodista, decía que en las democracias liberales la gestión de la opinión pública es crucial para la salud institucional y no se puede dejar las noticias en manos irresponsables.
–¿Por eso lo trataban de elitista o aristocrático?
–Ortega reclamaba rigor en el manejo de la información. Creo que a la palabra aristocracia en su obra se la interpreta mal. Aristócrata, etimológicamente, es el mejor. Ortega se refiere a esa élite de hombres que se exigen más a sí mismos que a los demás.
El héroe cotidiano, alguien que tiene vocación por vivir de acuerdo con sus principios. Eso es heroísmo para Ortega
–Ese hombre al que él llama el héroe cotidiano…
–Claro. El héroe cotidiano, alguien que tiene vocación por vivir de acuerdo con sus principios. Eso es heroísmo para Ortega. Todos tenemos un fondo insobornable al que deberíamos proteger siendo consecuentes con nuestro ideario, decía. Lo decía el poeta griego Píndaro 500 años antes de Cristo: sé el que eres, llega a ser ese que eres en tu interior. Ese es el concepto de aristocracia para Ortega.
–¿Qué lección hay allí para los periodistas?
–Tiene que ver con que el periodismo ejerza con autenticidad la vocación del periodista, esencial en una república. La información es la sangre que circula por las venas de la democracia. Y en ese sentido, la función social del periodista es básica para que una democracia funcione.
–Son conceptos que conviene recordar, en momentos en que es tan común es el ataque a la prensa desde el poder.
–Siempre ha ocurrido así. La frase esa de no maten al mensajero va por ahí. Yo me limito a contar lo que hay. Lo investigo, lo compruebo y voy a por la verdad. Le pese a quien le pese. Esto es casi como un sacerdocio, un servicio público, muy sacrificado. De todos modos, creo que vamos a vivir una nueva edad de oro del periodismo.
–¡Qué esperanzador!
–El otro día escribí el epílogo de un libro que me pidieron y lo titulé “La nueva edad de oro del periodismo”. Creo que va a ser la única fuente de datos confiables. La información que llega por las redes, por X por ejemplo, produce inseguridad. No identifico el emisor, la fuente, y no sé entonces qué intenciones alberga. No me puedo fiar. No sé quién me habla y por qué. Los medios tradicionales son ya y serán las únicas fuentes serias y confiables, con información chequeada, sin falsedades.
–¿Siente vibrar este espíritu entre sus alumnos?
–Hay brotes muy prometedores. Yo dirijo un máster de periodismo cultural desde hace diecisiete años. En cada curso siempre hay un grupo de 15 o 20 que deciden dedicarse a la cultura. Es muy inspirador. No sé dónde termina esto, pero soy optimista.
–¿Qué necesitan estos futuros periodistas?
–Hay que proporcionarles un buen fundamento filosófico que les ayude a entender cómo se construye la realidad social. No hay verdades absolutas. Este es uno de los grandes temas de Ortega. ¿Existe la verdad?
–¿Existe?
–Por supuesto que existe. ¿Se la puede alcanzar ciento por ciento? No siempre, porque nuestra realidad siempre es limitada. Ortega decía que solo se la puede ver desde el lugar que cada uno ocupa fatalmente en el universo. Y también, que la mayor parte de nuestro conocimiento del mundo exterior no procede de nuestra experiencia directa de él, sino de lo que nos han contado de ese mundo exterior.
–Un mundo complejo al que ahora hay que agregarle las redes.
–Las redes no dejan de ser la caverna de Platón. Lo cierto es que todo está dicho ya desde Platón y de Aristóteles. El mito de la caverna dice que ahí están sentados unos individuos de tal suerte que solo pueden mirar en una dirección, y en la pared de la caverna ven el reflejo de sombras de unos objetos que otros hombres portan detrás de ellos. En medio, una hoguera y las sombras que muestran algo difuso y ambiguo, pero como no han visto otra cosa, creen que las sombras son los objetos mismos. Algo parecido nos ocurre hoy. Leemos un diario, cualquiera que sea, y creemos que estamos leyendo la verdad, viendo la realidad, y no un relato posible de la realidad.
–Pero las nuevas generaciones no consumen los canales clásicos.
–Sí, es una realidad con la que tenemos que aprender a convivir.
–¿Y desde la filosofía, cómo se ve esto?
–Como una de las características de nuestro tiempo. Habrá un gran problema de construcción de la personalidad si no prestamos atención a lo que está produciendo la tecnocracia. A la tecnocracia le interesa más que nada maximizar su beneficio, no lo que le puede pasar a tu hijo. A los hijos de los tecnócratas no les permiten pantallas ni móvil. Saben lo que significa.
–¿Estamos sometidos a la infoxicación?
–A un relato de la realidad que cada uno vive, diría yo. El hombre es muy limitado para aprehender toda la verdad. Lo que sí podemos hacer es integrar perspectivas, puntos de vista. Eso es muy orteguiano. Diferentes fuentes, diferentes opiniones, diferentes medios, incluso medios que tienen posiciones editoriales distintas.
–Pero para eso tendríamos que ser tolerantes con el que piensa diferente, y no parece que lo logremos.
–No lo parece por los políticos. Quieren el poder y siempre lo han querido. Lo que mueve al mundo no es el sexo, y en eso discrepo de Freud, sino el poder. Y los políticos hacen lo que sea para conservarlo
–Ortega los llamaba “individuos de segunda clase”. ¿No han evolucionado?
–Por supuesto que no. Y de hecho sería interesante ver a los grandes políticos a lo largo de la historia y compararlos con los que tenemos hoy. No sé si pasarían la prueba. Churchill ha pasado la prueba del tiempo. No sé si Milei la pasará. La Reina Isabel de Inglaterra ha pasado la prueba del tiempo, pero no sé si Pedro Sánchez la pasaría. Creo que la política nos da una dimensión de nuestro tiempo. Ortega dice: “Todo hombre es todo aquello que su tiempo le invita a ser”.
–¿Y qué nos invita a ser este tiempo?
–Creo que el tiempo político que estamos viviendo hoy en particular tiene fecha de inicio y fue 2008. La caída de Lehman Brothers. Eso ha demostrado que estamos en manos del capital. También de segunda clase en ese sentido. No es una crítica, es una descripción.
Creo que los políticos gestionan las migajas que les deja el poder económico. La crisis de 2008 devino en un terreno propicio para el populismo, para el surgimiento de políticos como Milei o Donald Trump. O para que ocurriera un Brexit en 2015. Vivimos un tiempo en el que lo improbable acaba ocurriendo.
–Ante la tolerancia de la sociedad…
–Hay una indolencia de una sociedad hedonista y acomodada que elige a estos políticos que están en los extremos. No deja de ser una sociedad egoísta. Acuerdo con Steven Levitsky, autor junto a Daniel Ziblatt del libro Cómo mueren las democracias: la democracia no muere de repente, muere lentamente, es una agonía. Y en eso estamos.
Desde que llegó al país, en julio de 1916, Ortega entabló con la Argentina una relación de particular intensidad que se extendió a lo largo de toda su vida.
Volvió dos veces y, en la última (1939) se quedó tres años como exiliado del franquismo. Símbolo de aquel flechazo es la frase que –grabada a fuego en el inconsciente colectivo nacional– aún hoy nos interpela: “Argentinos, a las cosas”.
Vale la pena recordar el párrafo que contenía ese convite a la acción, pronunciado durante una conferencia que Ortega dio en el Salón Dorado de la Municipalidad de La Plata en noviembre de 1939: “Tengo una gran fe en mi prédica –paladina o solapada, pero constante ante los argentinos–, mi prédica que grita: ¡ Argentinos, a las cosas, a las cosas! Déjense de cuestiones previas personales, suspicacias y narcisismos. No presumen ustedes el brinco magnífico que dará este país el día que sus hombres se resuelvan de una vez, bravamente, a abrirse el pecho a las cosas, a ocuparse y preocuparse de ellas directamente y sin más, en vez de vivir a la defensiva, de tener trabadas y paralizadas sus potencias espirituales, que son egregias, su curiosidad, su perspicacia, su claridad mental secuestradas por los complejos de lo personal”.
–¿Cree que los argentinos le hicimos caso a Ortega en eso de ir “a las cosas”?
–No, decididamente. Creo que a principios del siglo XX la Argentina estaba llamada a ser una de las grandes potencias mundiales.
El músculo que tenía ese pueblo era para ser Japón. Y en algún momento eso se perdió. En esa frase yo leo una alerta. Estaba diciendo que toda esa potencia que tenía la Argentina, con toda esa riqueza agrícola y ganadera, si no se proyectaba en un plan de país…
–Usted deja notar que en sus años finales Ortega sentía un desencanto, un vacío.
–Sí, vacío, decepción. Tanto con la política como con el periodismo. En el año 32 empieza lo que se llama su segunda navegación, y escribe más artículos de contenido filosófico. Es como una retirada. Publica, pero ya no vuelve a ser el articulista político que había sido.
–Su paso por la política lo decepcionó…
–Lo escribió en una columna de la nacion, en 1932. Pensaba que al político no le interesaba la verdad y lo que sí lo movía era un mero utilitarismo. En este terreno hemos ganado en confort y tecnología, pero no en ética.
–¿Qué mundo entonces estamos dejando nosotros?
–Vuelvo a decir que yo soy optimista. Creo que cada generación siente que su momento es el más difícil. Pero los problemas siempre son vitales en el momento que se viven. Todos los tenemos y todos debemos convivir con ellos, y con eso hacer la vida. Es la “razón vital” de Ortega, que dice que la vida nos es dada sin pedirla. Nos encontramos con una vida por hacer. Por eso lo primero que hace el hombre es hacer su vida. Nuestra vida se convierte en nuestro quehacer, es el principio de la razón vital. Al “pienso luego existo” de Descartes, Ortega dice no: porque existo, pienso. Antes que el pensamiento, la vida.
–¿Cómo aprovechar hoy ese ideario?
–Él dice esa famosa frase “Yo soy yo y mis circunstancias, si no la salvo a ella no me salvo yo”. Salvación en el sentido de vivir este momento tomando las decisiones que el contexto exige, haciéndonos cargo, resolviendo. Hay problemas que nos alarman, pero antes había otros, quizá peores. Creo que vamos en la dirección correcta. ß
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Creo que los políticos gestionan las migajas que les deja el poder económico. La crisis de 2008 devino en un terreno propicio para el populismo, para el surgimiento de políticos como Milei o Donald Trump. O para que ocurriera un Brexit en 2015. Vivimos un tiempo en el que lo improbable acaba ocurriendo.
–Ante la tolerancia de la sociedad…
–Hay una indolencia de una sociedad hedonista y acomodada que elige a estos políticos que están en los extremos. No deja de ser una sociedad egoísta. Acuerdo con Steven Levitsky, autor junto a Daniel Ziblatt del libro Cómo mueren las democracias: la democracia no muere de repente, muere lentamente, es una agonía. Y en eso estamos.
Desde que llegó al país, en julio de 1916, Ortega entabló con la Argentina una relación de particular intensidad que se extendió a lo largo de toda su vida.
Volvió dos veces y, en la última (1939) se quedó tres años como exiliado del franquismo. Símbolo de aquel flechazo es la frase que –grabada a fuego en el inconsciente colectivo nacional– aún hoy nos interpela: “Argentinos, a las cosas”.
Vale la pena recordar el párrafo que contenía ese convite a la acción, pronunciado durante una conferencia que Ortega dio en el Salón Dorado de la Municipalidad de La Plata en noviembre de 1939: “Tengo una gran fe en mi prédica –paladina o solapada, pero constante ante los argentinos–, mi prédica que grita: ¡ Argentinos, a las cosas, a las cosas! Déjense de cuestiones previas personales, suspicacias y narcisismos. No presumen ustedes el brinco magnífico que dará este país el día que sus hombres se resuelvan de una vez, bravamente, a abrirse el pecho a las cosas, a ocuparse y preocuparse de ellas directamente y sin más, en vez de vivir a la defensiva, de tener trabadas y paralizadas sus potencias espirituales, que son egregias, su curiosidad, su perspicacia, su claridad mental secuestradas por los complejos de lo personal”.
–¿Cree que los argentinos le hicimos caso a Ortega en eso de ir “a las cosas”?
–No, decididamente. Creo que a principios del siglo XX la Argentina estaba llamada a ser una de las grandes potencias mundiales. El músculo que tenía ese pueblo era para ser Japón. Y en algún momento eso se perdió. En esa frase yo leo una alerta. Estaba diciendo que toda esa potencia que tenía la Argentina, con toda esa riqueza agrícola y ganadera, si no se proyectaba en un plan de país…
–Usted deja notar que en sus años finales Ortega sentía un desencanto, un vacío.
–Sí, vacío, decepción. Tanto con la política como con el periodismo. En el año 32 empieza lo que se llama su segunda navegación, y escribe más artículos de contenido filosófico. Es como una retirada. Publica, pero ya no vuelve a ser el articulista político que había sido.
–Su paso por la política lo decepcionó…
–Lo escribió en una columna de LA NACION, en 1932. Pensaba que al político no le interesaba la verdad y lo que sí lo movía era un mero utilitarismo. En este terreno hemos ganado en confort y tecnología, pero no en ética.
–¿Qué mundo entonces estamos dejando nosotros?
–Vuelvo a decir que yo soy optimista. Creo que cada generación siente que su momento es el más difícil. Pero los problemas siempre son vitales en el momento que se viven. Todos los tenemos y todos debemos convivir con ellos, y con eso hacer la vida. Es la “razón vital” de Ortega, que dice que la vida nos es dada sin pedirla. Nos encontramos con una vida por hacer. Por eso lo primero que hace el hombre es hacer su vida. Nuestra vida se convierte en nuestro quehacer, es el principio de la razón vital. Al “pienso luego existo” de Descartes, Ortega dice no: porque existo, pienso. Antes que el pensamiento, la vida.
–¿Cómo aprovechar hoy ese ideario?
–Él dice esa famosa frase “Yo soy yo y mis circunstancias, si no la salvo a ella no me salvo yo”. Salvación en el sentido de vivir este momento tomando las decisiones que el contexto exige, haciéndonos cargo, resolviendo. Hay problemas que nos alarman, pero antes había otros, quizá peores. Creo que vamos en la dirección correcta.
ESTUDIOSO DEL PERIODISMO
PERFIL: Ignacio Blanco Alfonso
Ignacio Blanco Alfonso es catedrático de Periodismo en la Universidad CEU San Pablo, de Madrid.
Se doctoró con una tesis sobre los géneros periodísticos en la obra de José Ortega y Gasset (premio extraordinario de doctorado, 2003). Especialista en el pensamiento y la obra del filósofo madrileño, ha sido miembro del equipo de edición e investigación de sus Obras completas.
Es director del Centro de Estudios Orteguianos, de la Fundación Ortega-Marañón.
Vicedecano de Investigación, Posgrado y Profesorado de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Comunicación de la Universidad CEU San Pablo. Director del Máster en Periodismo Cultural. Fundó y dirigió el Máster en Verificación Digital, Fact-Checking y Periodismo de Datos (CEU & Newtral) entre 2020 y 2023.
Dirige Doxa Comunicación, revista interdisciplinaria de Estudios de Comunicación y Ciencias Sociales, desde 2012.
Ha sido visiting scholar en las universidades de Génova (Italia) en 2007, del Pacífico (Lima, Perú) en 2015, de Cambridge (Reino Unido) en 2017, y de la Universidad Católica de Argentina, 2023.
Es life member del Clare Hall College de la Universidad de Cambridge, y Fellow de la Fondazione Bogliasco (Italia).
ORTEGA Y GASSET, COLUMNISTA Por Ana D’Onofrio
“Tiempo, distancia y forma en el arte de Proust”, una columna a cuento de la muerte del autor de En busca del tiempo perdido, marca el debut de José Ortega y Gasset en LA NACION, el 14 de enero de 1923. Dos meses más tarde firmó “El ocaso de las revoluciones”, parte de El tema de nuestro tiempo, un libro muy significativo que el diario publicó por entregas
Había firmado un contrato por el que recibiría 500 pesetas por artículo, lo que al año serían unas 24.000 pesetas si enviaba cuatro al mes. La cifra fue determinante para cerrar el trato, ya que a Ortega se le hacía difícil vivir solo de su cátedra universitaria y de las colaboraciones que simultáneamente publicaba en el diario español El Sol. Años más tarde, cuando cortó su relación con este último periódico por diferencias con su línea editorial, y El Espectador dejó de editarse debido a la Guerra Civil Española, LA NACION se convirtió en su único ingreso.
El grueso de sus colaboraciones sumaron 226 y se publicaron entre 1923 y 1940. A estas hay que sumar tres más, aparecidas en junio-julio de 1952, sobre los coloquios realizados en la ciudad alemana de Darmstad durante un encuentro sobre arquitectura al que asistieron, claro está, muchos profesionales de la especialidad, aunque la nota fue la presencia de dos figuras predominantes de la filosofía de la época, el alemán Martin Heidegger y el propio Ortega.
Antes de su segunda visita a la Argentina, que hizo en 1928, ya había publicado 75 artículos sobre una amplia gama de temas. Como dice Marta Campomar, autora de Ortega y Gasset en la nacion, “no hay oficio, incluyendo el de teólogo, con el cual no haya polemizado desde las columnas”.
El éxito y la trascendencia del filósofo en Hispanoamérica creció exponencialmente en la década del 20, y así se puso de manifiesto en este nuevo viaje, promovido y financiado por la sociedad Amigos del Arte y el propio diario.
Pero habían pasado los años, Ortega y los argentinos ya se conocían y no faltaron críticas de intelectuales locales ante su llegada. Campomar habla en su libro de “agresiva bienvenida” al filósofo. Provenían, podría pensarse, de almas incómodas ante el espejo que en letras de molde mostraba el pensamiento de Ortega.
“La Pampa… promesas”, primera parte de un artículo titulado “Intimidades”, que publicó en El Espectador al regresar a España, había generado especial escozor. Allí Ortega decía: “Acaso lo esencial de la vida argentina es eso, ser promesa. […] Casi nadie está donde está, sino por delante de sí mismo. […] Cada cual vive vive desde sus ilusiones como si ellas fuesen ya la realidad”.
“El hombre a la defensiva” fue la segunda parte de ese escrito, y Ortega se refirió a ese texto en la nacion del 13 de abril de 1930, en un artículo que tituló: “Por qué he escrito el hombre a la defensiva”. Dice ahí que hay una “hostilidad germinante” en su contra, que él ya había sospechado y asumido antes de escribir “Intimidades”. Pero, explica, su deuda con la Argentina es tan grande que no ha tenido más remedio que asumir su obligación y señalar su desmoralización.
Desde su regreso a España y hasta 1940, Ortega firmará 151 columnas en este diario, que será durante todo ese tiempo su tribuna americana. En 1931 rompe relaciones con El Sol, cierra El Espectador en 1934 y la Guerra Civil impone en el stand by de la Revista de Occidente en 1936.
Cansado y decepcionado, en el verano de 1932 decide dar por terminada su actividad política y da comienzo a lo que se llamó su “segunda navegación”, que es, según Campomar, “el comienzo del gran drama espiritual de Ortega”.
Con Europa convaleciente aún de la Gran Guerra y una España que ya engendraba la Guerra Civil, sus ensayos se apartaron de los temas políticos y el lenguaje combativo para tomar un cariz filosófico, más suave y a tono con el contenido de sus reflexiones.
Al pesar que le causa la muerte de su amigo Miguel de Unamuno en diciembre de 1936, a quien despide con un obituario titulado “Unamuno ha muerto de mal de España”, los meses siguientes le suman otro mal trago. Una columna del escritor Alfonso de Laferrere (“La idolatría del intelectual”), publicada en la nacion el 11 de julio de 1937, donde se lo responsabiliza de empujar a España al “holocausto” de la República, es percibida como una afrenta por Ortega y renuncia al diario.
Más de dos años tardó el director del suplemento literario de la nacion, el escritor Eduardo Mallea, en convencer al pensador para que volviera al diario. Le escribe carta tras carta hasta que finalmente, a mediados de 1939, Ortega viaja a la Argentina, se restablece el vínculo y su firma vuelve a estas páginas, pero solo por un año.
Lo aquejan varias cosas: el exilio, la nostalgia, los problemas económicos y una salud que empieza a fallar. No quiere escribir más artículos, al menos de forma continuada. En el sexto tomo de las Obras Completas, que reúne textos publicados entre 1941 y 1955, año de la muerte de Ortega (entonces de 72 años), se explica que “en esta época son muy pocas las obras que responden a esta forma de publicación que había sido tan propia del filósofo”.