Para celebrar: otro escritor argentino gana un premio literario internacional. Después de que Jorge Fernández Díaz, Guillermo Saccomanno, Tamara Tenenbaum y Liliana Viola ganaran respectivamente los premios Nadal, Alfaguara de Novela, Paidós de Ensayo y Anagrama de Crónica, además de los reconocimientos a Leila Guerriero y Martín Caparrós en España, hoy le tocó el turno a César Aira (Coronel Pringles, 1949), que obtuvo el Premio Finestres de narrativa en español que concede la Fundación Finestres, de Barcelona, por la evocativa En El Pensamiento (Random House, $ 20.299). Recibirá 25.000 euros (libres de impuestos) y una estatuilla. También se anunció el nombre del ganador del Finestres de narrativa en catalán.

View this post on Instagram

A post shared by Fundació Finestres (@fundaciofinestres)

La novela de Aira se impuso a Minimosca (Candaya), del peruano Gustavo Faverón Patriau, y Tarántula (Libros del Asteriode). El escritor argentino dijo a LA NACION que por motivos personales no había viajado a Barcelona a recibir el premio; envió, en cambio, un video de agradecimiento. Competían libros publicados en 2024; el jurado de narrativa en español (castellano para los organizadores) estuvo integrado por la editora y scout Camila Enrich, y los escritores Carlos Zanón, Jordi Costa, Mariana Enriquez y Mathias Enard.

En 2021, Aira había ganado el Premio Formentor de las Letras

“El jurado ha valorado el lúdico placer de fabular del autor, la profunda ligereza y la aparente sencillez de una prosa y una estructura de una novela que viene a sumarse a un proyecto literario monumental como el que está construyendo César Aira desde hace tantos años”, informó la Fundación en su cuenta de Instagram esta tarde, después de la ceremonia de premiación.

Ambientada en un diminuto poblado ferroviario de la pampa, el narrador de la historia recuerda la temporada que pasó con su familia, cuando era niño, en El Pensamiento, hasta donde viajó un preceptor para hacerse cargo de su formación. Según el último censo nacional, en esa localidad del partido de Coronel Pringles, en la provincia de Buenos Aires, vivían apenas doce personas. Allí nació la madre de Aira.

Ayer, la editorial New Directions difundió un anticipo de la versión al inglés de la nouvelle Pinceladas musicales, de Aira, que se publicará en 2026 en Estados Unidos con el título de Musical Brushstrokes y traducción de Chris Andrews.

En la primera edición del Premio Finestres, en 2020, Camila Sosa Villada había ganado con Las malas; en 2021, el premio fue para la española Laura Fernández, con La señora Potter no es exactamente Santa Claus; en 2022, para el español Miguel Ángel Oeste, con Vengo de ese miedo, y, en 2023, lo obtuvo el español residente en la Argentina Andrés Barba con El último día de la vida anterior.

El Finestres de narrativa en catalán fue para Hiperràbia, de Ferran Grau, que competía con Cavall, atleta, ocell, de Manuel Baixauli,, y Marxarons, de Cristina Masanés. El jurado integrado por Anna Guitart, Gemma Medina, Mara Faye Lethem,,Marina Espasa y Pere Antoni Pons valoró en la obra premiada “su atrevimiento y grado de elaboración y reescritura literaria a partir de dos elementos: un crimen real y otro texto literario como es La naranja mecánica, de Anthony Burgess que, combinados con destreza, conforman la base para una reflexión moral y existencial sobre el libre albedrío, así como una puesta en cuestión del sistema penal, que no es capaz de reinsertar a los individuos una vez cumplidos condena”.

El discurso de agradecimiento

Agradezco de corazón el premio que ha obtenido para mi feliz sorpresa esta memoria de los años legendarios del Pensamiento. Lo agradezco como premio, y me congratulo de que provenga del mundo de los libros. Quizás por haberme criado en un pueblo en el que no había librerías, la existencia de estos establecimientos, y toparme con uno de ellos al dar vuelta una esquina siempre me pareció, me sigue pareciendo, un golpe de suerte, un lujo del azar. En una vida de viajes por el mundo, no creo haberme ido de una de las muchas ciudades que visité sin haber entrado al menos en una de sus librerías. Y ahora que la suerte ha querido dejarme varado, lo ha hecho en Buenos Aires, la ciudad de las mil librerías.

Cuando me preguntan, como suelen preguntarnos a los escritores, cuándo y por qué había nacido mi vocación literaria, después de responder con las consabidas memorias de lecturas adolescentes y la necesidad de expresión, me veía llevado a hacer una corrección: mi vocación no fue tanto la literatura, aunque la literatura terminó siendo el centro de mi vida, como los libros en general. Mi vocación fueron los libros. Y la habría realizado igual de satisfactoriamente como librero, bibliotecario, editor, investigador, cualquier trabajo en el que hubiera libros. No diré encuadernador, porque siempre he sentido que el cuidado que los encuadernadores le aportan al exterior de los libros se lo están restando a su interior. Y a mí los libros me gustan para leerlos, no para mirarlos. En cambio no me disgustaría ser corrector de pruebas. Aunque no he ejercido nunca ese oficio, imagino una suerte de voluptuosidad en limpiar una página de todos sus errores y erratas. Así como el encuadernador se queda en la cáscara del libro, el corrector de pruebas pule la cara interna de su interior.

Como sea. Terminé como lector, y accesoriamente como escritor. Esto de ser escritor alguna vez lo expliqué, medio en broma y medio en serio, diciendo que al ser la lectura una ocupación que devora tiempo y no rinde utilidades o ganancias visibles, ¿cómo justificar ante la familia y vecinos que uno se pase tantas horas leyendo? Había que buscar una profesión que explicase una conducta tan poco productiva. Podía ser la de editor, o profesor, o crítico… Pero para todas ellas se necesitaba preparación, algún talento especial, estudio, y eran a cual más trabajosa. En cambio para ser escritor no se necesitaba nada de eso y era la coartada perfecta para que me dejaran seguir leyendo en paz.

La pasión por la lectura me atrapó pronto, no sé bien si al salir o al entrar a la infancia. Y debo hacer una corrección a algo ligeramente difamatorio que dije antes. El pueblo donde crecí no tenía librerías, es cierto, no las tenía porque no las necesitaba. Había dos, no una, excelentes bibliotecas públicas, a las que me asocié y de las que fui asiduo. Si las califico de excelentes es porque lo eran, puedo decirlo ahora respaldado por la frecuentación de las grandes bibliotecas del mundo. Salvo que aquella excelencia era en buena medida mérito de la época. En efecto, en aquel entonces no existía la industria del best-seller, por lo que los quince o veinte mil volúmenes de cada una de esas dos bibliotecas eran de literatura, buena o no tan buena pero genuina, y así fue como pude leer, en toda mi inocencia adolescente, a Proust, Joyce, Kafka, Thomas Mann, Gogol, Balzac.

A un escritor que conocí y admiré le preguntaron en su vejez por qué había escrito tan poco. Respondió con una breve frase que lo explica todo: “Preferí leer”. Si bien suena como un retiro o una renuncia, y el verbo en infinitivo parece sugerir un infinito de lecturas que se agota en el tedio de lo que no tiene principio ni fin, lo redime esa preferencia conjugada en una rotunda primera persona. Es una elección libre y soberana, que se repetirá con cada libro. Yo también preferí leer. Y tanto me gratificó esa preferencia que podría no haber escrito nada, de no ser que en un momento de mi juventud hice, maravillado, el descubrimiento de la escritura manuscrita.

Fue descubrir mi América, mi continente de huidas y aventuras. Se debió, se lo debí, a la coincidencia de dos poetas que pasaron por mi vida como dos cometas luminosos. Uno de ellos me inició en el lujo de las plumas con unta de oro, que se personalizan deformándose de acuerdo a las inclinaciones o presiones particulares que le imprime su dueño al escribir, y ya nadie más que él puede usarla. Se vuelve instrumento de individuación, como los sueños.

La otra fue una poeta que escribía con una hermosa letra pequeña y elegantísima. Yo no debía de estar muy conforme con mi letra, porque copié la suya y la adopté en adelante. No es tanto que haya querido burlar a los grafólogos, sino que al escribir con una letra ajena me aseguraba que lo escrito por mí no se contaminara con las miserias y mezquindades de mi carácter.

Así quedaron establecidos los dos campos, o dos hemisferios cerebrales, el de la lectura y el de la escritura. Al mantenerlos separados, en compartimentos estancos, pude decir yo también que Preferí Leer, y al mismo tiempo escribir mucho. Parece una paradoja, pero se explica a partir del soporte visual que reina en cada campo. En el de la lectura es la tipografía, y aunque con el tiempo proliferaron las tipografías domésticas, desde la máquina de escribir a los procesadores de texto, yo me mantuve fiel a la escritura manuscrita. No dejé que la lectura invadiera el campo de la escritura, lo que me permitió componer mis libros como un pintor compone las historias de sus cuadros. Y ya se sabe que a diferencia de lo que les pasa a los lentos y trabajosos escritores, los pintores, dotados de la milagrosa agilidad de la imagen, pueden pintar un cuadro por semana, o uno por día si se les antoja.

Así empieza “En El Pensamiento”

Hace poco empecé a ver en la memoria imágenes nuevas, distintas de las que el recuerdo me había venido trayendo desde mi pasado más lejano. Al principio eran figuras discontinuas, no se precisaban y no podía ubicarlas. Se empezaron a fundir unas con otras, a transparentarse unas sobre otras, a borrarse en el momento justo en que estaba por reconocerlas, como si quisieran burlarme, aun cuando era yo mismo el que las proyectaba. ¿Yo había estado ahí? Podían venir de los sueños, no me extrañaría porque ya otra vez me habían engañado. Pero éstas tenían un inconfundible color de realidad, y cuando al fin las reconocí pude entender por qué me habían resultado tan extrañas. Venían de lejos, de mi primera infancia en El Pensamiento. En realidad lo único extraño era que hubieran tardado tanto en llegar. Pero había razones para la demora. Una de ellas fue que hubo un episodio que juré mantener en secreto, y aunque fue un juego de niños, debió de hacer presión sobre el relato general, donde valen lo mismo las veras y las burlas. También, sobre todo, estuvo Pringles, el teatro de mis descubrimientos e invenciones, tan importante en la creación de lo que fui que me hizo decir que allí había pasado toda mi infancia. Era cierto, pero antes estuvo El Pensamiento. ¿Cómo pude olvidarlo durante tanto tiempo? Quizás lo dejé en reserva, para cuando lo hubiera contado todo y faltara lo más importante.